Roland Merullo - Requiem Para Rusia

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Esta conmovedora novela capta lúcidamente el tenso momento histórico de Rusia en las dos semanas previas al fracasado golpe de derecha, de agosto de 1991, entrelazado con los amores y desamores de sus personajes.
En una trama minuciosamente urdida recibimos la más vívida imagen de una nación inmersa en los pesares e incertidumbres de la rebelión, junto con la recreación de la vida cotidiana de una ciudad minera rusa con su mundo de policías, burócratas e idealistas en pleno proceso de transición.
En ese momento y circunstancias confluyen las vidas de Anton Gzeich, diplomático de los servicios secretos estadounidenses, y de Sergei Propenko, burócrata profesional soviético, ambos a cargo de un programa de ayuda del gobierno de Estados Unidos, para paliar el hambre en esa ciudad tan distante de Moscú, aislada y pobre, donde comparten las angustias de la mediana edad y los vaivenes de sus almas de individuos atrapados en los conflictos entre su carrera y sus ideales.

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– ¿Dónde está Lydia ahora? -dijo por encima del hombro.

– En la iglesia con el sacerdote -le dijo Vzyatin, con una voz que podría haber usado con un desconocido en la calle-. El sacerdote recibió un mensaje esta mañana, lo golpearon en el mercado. Ella ha estado con él desde las diez y veinte. Tengo dos detectives en el cementerio.

– ¿Sabes que Lydia era… amiga íntima del sereno?

– Lo sabía, Sergei. El sacerdote me lo dijo.

Propenko se dio vuelta y se forzó a mirarlo a los ojos.

– ¿Tienes a alguien detrás de Malov?

– Cada minuto. Malov no se podrá acercar a cien metros de ella.

Leonid le dio una palmada a la silla. Propenko cruzó la habitación y se sentó, revisando cada parte de su plan una vez más. Lydia estaba a salvo. Raisa y Marya Petrovna estarían en la dacha, con un auto de la milicia enfrente. A Malov lo seguían. Sintió que Leonid y Vzyatin lo observaban, y sintió el patio que estallaba a su alrededor, y la cara de Antón Antonovich deslizándose hasta caer debajo de la multitud, y a Mikhail Lvovich riendo a través del humo del cigarro. Respiró hondo y una rodilla en cada mano como quien da un salto mortal para zambullirse en una piscina desde diez metros de altura.

– Pasé delante de la Sede del Partido hace una hora -les dijo-. Estuve mirando a los que hacen huelga de hambre. Me preguntaba qué pasaría si lleváramos los víveres allí mañana y los repartiéramos.

Leonid dejó de parpadear y dejó su cigarrillo.

Vzyatin miró fijamente a Propenko un momento, miró dentro de él, luego golpeó sus manos una vez, con fuerza, y mantuvo sus puños adelante como quien va a pelear.

Tanya se asomó y dijo que ya se iba a su casa y les deseó buenas noches a todos.

Cuando terminaron de hablar ya había oscurecido. Propenko permanecía inmerso en un estado de sueño confuso y hambriento, observando, pero Vzyatin estaba lleno de fuego, absolutamente seguro de lo que sus hombres iban a hacer, o evitar hacer, siguiendo sus órdenes. El plan, sospechaba Propenko, le haría ganar puntos altos al Jefe en la capital.

Después de un momento inicial de duda, también Leonid parecía excitado. Su participación haría mucho para suavizar la ignominia del exilio, de su abandono del kolletiv . Ahora podría escribir a sus viejos amigos desde Israel, y sus viejos amigos le responderían.

Había problemas logísticos, claro, pero cada vez que Propenko o Leonid presentaban uno, Vzyatin sacudía una mano para demostrar que no era nada, un poco de arena debajo de las ruedas de la locomotora. Propenko no recordaba haberlo visto nunca tan feliz.

Cuando salieron de la oficina de Leonid no estaban ni sobrios ni demasiado borrachos, y se dieron la mano solemnemente en la puerta principal. La conspiración se había vuelto real ahora que salían a la ciudad de Mikhail Lvovich. Habían dividido sus deberes. Leonid haría los arreglos para conseguir más transporte callada y sutilmente. Vzyatin haría una visita a la casa del capitán de la milicia a cargo del destacamento en la manifestación. Propenko tendría una charla con Antón Czesich por la mañana.

Vzyatin ofreció que uno de sus hombres llevara a Propenko a su casa, y este se sentó en el asiento de atrás del auto de la milicia y vio pasar las calles planificando su conversación con Antón Antonovich y sintiendo que el bienestar pro»eniente de la bebida se iba desvaneciendo poco a poco.

Para cuando estuvo de vuelta en su apartamento, a salvo detrás de la puerta con doble cerradura, el bienestar del whisky había sido remplazado por un enorme agotamiento. El plan era todavía sólo un plan, a la vez absurdo y perfecto, no tan real aún como para aterrarlo. Se quitó el traje desgarrado, y sentado a la mesa de la cocina, comió cuatro patatas hervidas, con pan y té. La casa parecía vacía y triste sin mujeres y, pese a las advertencias de Vzyatin, si hubiera habido teléfono en la dacha habría llamado para hablar un rato con Raisa y con Marya Petrovna para dejar que parte de su vieja furia se le contagiara. Llevó su segunda taza de té a la sala de estar y se sentó a oscuras con la televisión silenciosa, prometiéndose quedarse despierto hasta que Lydia llegara, y entonces contarle todo.

Una hora después lo despertó el teléfono. Se inclinó de costado en la silla y tanteó para encontrarlo, e hizo caer el auricular. Cuando lo llevó al oído la línea estaba muerta. Vzyatin le había advertido que tuviera cuidado con lo que decía por teléfono esta noche, hasta con lo que decía en el auto de la milicia camino a su casa, pero Propenko estaba preocupado por Lydia ahora, no por su propia persona. Inclinó su reloj hacia la luz de la calle que lo iluminó. Diez y veinte.

El whisky le había dejado la boca seca. Miró el techo del edificio de departamentos de enfrente y escuchó el reloj que sonaba en la cocina. Una puerta se cerró de un golpe en el vestíbulo. Escuchó gritos, una mujer que lloraba. Cuando el teléfono volvió a llamar, un cuarto de hora después, lo tuvo contra la oreja en menos de un segundo.

– ¿Papá?

– ¿Dónde estás?

– En la iglesia.

– Dijiste que ibas a estar en casa.

– Atacaron al padre Alexei. Va a pasar la noche aquí y yo lo voy a cuidar.

– Te quiero en casa -dijo Propenko, demasiado duramente. El plan había cobrado magnitud mientras dormía. La mañana parecía venírsele encima.

– Estoy cansada, papá, y él está solo.

– Iré a buscarte.

– ¿Para qué? Acá hay una habitación. Ya me he quedado antes. ¿Qué te pasa?

– Tu madre… -empezó y luego se contuvo. Era muy fácil que Malov o uno de los hombres de Mikhail Lvovich estuvieran escuchando, había dicho Vzyatin. Tenía que actuar como si fuera una noche enteramente común. Aún en el auto camino a casa, aún en el auto yendo al trabajo mañana… enteramente común.

– ¿Qué pasó?

– Nada -dijo rápidamente-. Tu madre estaba preocupada, eso es todo.

– ¿Está ahí?

– En el cuarto de baño.

– ¿Tú estás bien?

– Muy bien.

– Llamé más temprano.

– ¿Hace unos minutos?

– No, a las siete.

– Estaba tomando una copa con Leonid. Lamento haber gritado. Estaba dormido en la silla cuando llamaste y el teléfono me sobresaltó.

– Es un hombre asombroso -dijo Lydia con orgullo- No lo pueden aplastar

– Cuéntamelo mañana -Propenko dijo, una vez más, demasiado bruscamente-. Pasaré por la iglesia ¿estarás allí?

– Todo el día -dijo ella, y en su voz había algo nuevo-. Nunca has venido antes.

– Me gustaría verla. Conversaremos

Lydia vacilo, y luego dijo:

– Está bien -como si la hubiese amenazado.

Hablaremos de veras, había querido decir Propenko. No quise decir eso. Tengo que contarte cosas. Tú tienes que contarme cosas Pero no dijo nada de eso. Intercambiaron las buenas noches como siempre, y él se quedó sentado en la oscuridad un buen rato antes de desvestirse y acostarse en su cama Esta noche no hubo sueños con ananás. Vio a su padre, alto, cargado de espaldas, cavando en el jardín de la dacha de espaldas. Eso fue todo.

30

Una horda de turistas de pelo pajizo llenaba el vestíbulo del hotel, la mitad de ellos borrachos al estilo escandinavo, tambaleándose amistosamente de un lado a otro, sonrientes con expresión atontadas, balanceando botellas colgadas del pulgar y el índice de modo que Czesich temía que su mañana se vería realzada por añicos de vidrio húmedo. Su excursión a la Unión Soviética tenía algo que ver con la campaña antialcohólica en Helsinki, suponía, pero no podía imaginarse qué era lo que los había traído tan al sur o cómo su guía de Intourist pensaba llenarles el día. El Museo Lenin bastaría para la mañana: los calcetines de Lenin, la ropa interior de Lenin, el cigarro de la esposa de Lenin. Pero ¿cómo harían para pasar la larga tarde Vostok, esas horas interminables antes de la próxima cena regada con vodka? Quizá una visita al beriozka con su dinero fuerte, la oportunidad de dejar unos centenares de marcos finlandeses en osos de madera laqueada y otras porquerías marxistas.

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