John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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– Chicos, a mí no me hace falta ver nada más.

Los tres se arreglaron las corbatas, se abrocharon los puños, se pusieron las americanas y salieron del despacho. En el pasillo los recibió un destacamento de seguridad reforzado para la ocasión. Subieron por la escalera hasta el nivel de la calle y caminaron deprisa hacia el Capitolio, donde esperaron sin ser vistos por la multitud a que el reverendo Jeremiah Mays pusiera término a su soflama incendiaria. Su despedida, en la que prometió venganza, fue aclamada por la muchedumbre. Cuando de pronto apareció en el podio el gobernador, los ánimos sufrieron un cambio radical. Al principio los presentes quedaron confundidos, pero al oír las palabras «Soy Gilí Newton, gobernador del gran estado de Texas» lo sepultaron en un alud de abucheos.

– Gracias por venir -vociferó él como respuesta-, y expresar el derecho de reunión que os confiere la Primera Enmienda. Que Dios bendiga a América. -Abucheos aún más fuertes-. Lo que hace grande a nuestro país es nuestro amor a la democracia, el mejor sistema del mundo. -Sonoros abucheos a la democracia-. Hoy estáis aquí reunidos porque creéis que Donté Drumm es inocente; pues bien, yo he venido a deciros que no lo es. Se le condenó en un juicio justo. Tuvo un buen abogado, y confesó el crimen. -Los abucheos y silbidos ya no cesaban, y Newton se vio obligado a gritar por el micrófono-. Su caso lo han revisado decenas de jueces de cinco tribunales distintos, estatales y federales, y todas las sentencias contra él han sido unánimes.

Cuando el vocerío ya era demasiado fuerte para continuar, Newton se irguió y sonrió con suficiencia: un hombre con poder frente a otros hombres desprovistos de él. Un gesto con la cabeza fue el acuse de recibo del odio que le tenían. Cuando el ruido remitió ligeramente, Newton se acercó al micrófono y, con todo el dramatismo el que fue capaz, y con plena conciencia de que sus palabras serían reproducidas en todas las noticias vespertinas y nocturnas de Texas, dijo:

– Me niego a conceder el indulto a Donté Drumm. Es un monstruo. ¡Es culpable!

La multitud se adelantó con un nuevo clamor. Antes de irse, el gobernador saludó con la mano a las cámaras. Su equipo de seguridad lo rodeó y se lo llevó a un lugar seguro. Tras él fueron Barry y Wayne, que no pudieron disimular una sonrisa. Su jefe acababa de coronar otro espléndido número circense, que sin la menor duda le haría ganar todas las elecciones venideras.

Capítulo 24

La última comida, el último paseo, las últimas declaraciones. Donté nunca había entendido la importancia de aquellos detalles finales. ¿A qué venía tanta fascinación por lo que consumía un hombre justo antes de morir? Ni que los alimentos consolasen, o fortaleciesen el cuerpo, o pospusieran lo inevitable… Pronto, tanto la comida como los órganos serían barridos e incinerados. ¿De qué servía aquello? Tras décadas de dar rancho a un hombre, ¿a qué venía mimarlo con algo que pudiera disfrutar, justo antes de matarlo?

Recordaba vagamente los primeros tiempos en el corredor de la muerte, y su horror a lo que le pedían que comiese. A él lo había criado una mujer que valoraba la cocina y disfrutaba con ella, y aunque a Roberta se le fuera la mano con las grasas y la harina, también tenía huerto propio y era cuidadosa con los alimentos que tenían ingredientes procesados. Le encantaba usar hierbas, especias y pimientos, y sus pollos y carnes eran ricos en sazón. Supuestamente, la primera comida servida a Donté en el corredor de la muerte era un tajo de cerdo, totalmente desprovisto de sabor. Perdió el apetito la primera semana, y no volvió a recuperarlo.

Ahora, al final, esperaban que pidiera un festín, y agradeciese aquel único y último favor. Por tonto que pudiera parecer, prácticamente todos los condenados pensaban mucho su última comida. Tenían tan poco en que pensar… Donté ya había decidido días atrás que no quería que le sirviesen nada remotamente parecido a los platos que le preparaba su madre en otros tiempos, así que pidió una pizza de pepperoni y un vaso de zarzaparrilla. Se lo trajeron a las cuatro, en un carrito que dos vigilantes empujaron hasta la celda de detención. Se fueron sin que Donté les dirigiera la palabra. Llevaba toda la tarde dando cabezaditas, en espera de la pizza y de su abogado; de un milagro, aunque a las cuatro de la tarde ya lo daba por perdido.

En el pasillo, justo al otro lado de los barrotes, su público observaba en silencio: un celador, un funcionario judicial y el capellán que había intentado hablar con él dos veces, las mismas que Donté había rechazado la ayuda espiritual que le ofrecía. Sin estar muy seguro de por qué lo observaban tan atentamente, Donté supuso que era para evitar un suicidio. No estaba muy claro cómo podía matarse en aquella celda de detención. De haber querido, se habría suicidado hacía meses. Ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Así ya no existiría, y su madre no lo vería morir.

Para un paladar neutralizado por pan blanco insípido, compota de manzana sosa y una interminable sucesión de carnes inidentificables, la pizza le resultó sorprendentemente deliciosa. Se la comió despacio.

Ben Jeter se acercó a los barrotes.

– ¿Qué tal la pizza, Donté? -preguntó.

Donté no miró al celador.

– Muy buena -dijo en voz baja.

– ¿Necesitas algo más?

Sacudió la cabeza. Necesito muchas cosas, muchacho, pero ninguna que tú puedes darme; y si pudieras, no me la darías, qué narices. Déjame en paz.

– Creo que está a punto de llegar tu abogado.

Donté asintió y cogió otro trozo de pizza.

A las 16.21, el tribunal de apelación del Distrito Quinto, con sede en Nueva Orleans, rechazó la petición de indulto por trastorno mental de Donté. El bufete de abogados Flak solicitó inmediatamente al Tribunal Supremo de Estados Unidos una providencia de remisión, es decir, que el tribunal atendiese la apelación y estudiase el valor de la solicitud. En caso de respuesta positiva, la ejecución se detendría y pasaría algún tiempo mientras la polvareda se asentaba y se tramitaban los papeles; en caso de respuesta negativa, la reclamación quedaría tan muerta como -con toda probabilidad- el reclamante. Ya no quedaban más instancias a las que apelar.

En Washington, en la sede del Tribunal Supremo, el «secretario de muertes» -como se le llamaba- recibió electrónicamente la solicitud, que distribuyó a las oficinas de los nueve jueces.

Sobre la petición Boyette, pendiente de que la resolviese el Tribunal Penal de Apelación de Texas, no se sabía nada.

Cuando el King Air tocó tierra en Huntsville, Robbie llamó al bufete, donde lo informaron del fallo adverso del Distrito Quinto. Joey Gamble todavía no había encontrado el bufete de Agnes Tanner en Houston. El gobernador había rechazado espectacularmente la suspensión de la pena. En esos momentos no había nuevos incendios en Slone, aunque la Guardia Nacional estaba en camino; una llamada deprimente, aunque Robbie no esperaba mucho más.

Él, Aaron, Martha y Keith subieron a un monovolumen conducido por un investigador que ya había colaborado antes con Robbie. Salieron disparados. La cárcel quedaba a un cuarto de hora. Keith llamó a Dana e intentó explicarle lo que le estaba pasando, pero la explicación se complicó, y había más personas escuchando. Dana, perpleja-por decirlo suavemente-, tenía la seguridad de que su marido cometía una estupidez.

Keith prometió llamarla en breve. Aaron telefoneó al bufete, y habló con Fred Pryor. Boyette estaba levantado, y caminaba, aunque despacio. Se quejaba de no haber hablado con ningún periodista. Se había creído que le contaría a todo el mundo su versión, pero no parecía haber nadie con ganas de escucharlo. Robbie andaba loco, tratando de localizar sin éxito a Joey Gamble. Martha Handler llenaba páginas de apuntes, como siempre.

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