John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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A espaldas del gobernador, Barry y Wayne se miraron nerviosos. Si la multitud veía el vídeo, habría disturbios. ¿Le decían algo? No; quizá más tarde.

– Gilí, tenemos que tomar una decisión sobre la Guardia Nacional -dijo Barry.

– ¿Qué está pasando en Slone?

– Hasta hace media hora habían incendiado dos iglesias, una blanca y otra negra. Ahora se está quemando un edificio abandonado. Esta mañana han suspendido las clases en el instituto a causa de las peleas. Los negros se están manifestando, y van buscando guerra por la calle. Han reventado el cristal trasero de un coche de la policía con un ladrillo, pero de momento no ha habido más violencia. El alcalde tiene miedo; según él, después de la ejecución la ciudad podría explotar.

– ¿Quién está disponible?

– Se está preparando la unidad de Tyler, que podría desplegarse en una hora. Seiscientos guardias. Debería ser suficiente.

– Pues adelante, y convocad una rueda de prensa.

Barry salió del despacho a toda prisa. Wayne bebió otro sorbo.

– Gilí -dijo sin vacilar-, ¿no nos tendríamos que plantear al menos lo de los treinta días de aplazamiento? Para que todo se enfríe un poco.

– ¡Qué va! No podemos dar marcha atrás solo porque los negros se hayan molestado. Si damos señales de debilidad, la próxima vez harán más ruido. Si esperamos treinta días, volverán a empezar con toda esta mierda. Yo ni me inmuto. Ya me conoces.

– De acuerdo, de acuerdo. Solo quería comentártelo.

– Pues no vuelvas a hacerlo.

– Bueno.

– Aquí está -dijo el gobernador, acercándose al televisor.

El reverendo Jeremiah Mays fue aclamado al subir al podio. Era el radical negro que más se hacía oír en el país, y tenía el don de incrustarse -sin saber muy bien cómo- en todos los conflictos o episodios que tuvieran tintes raciales. Con las manos en alto, pidió silencio y se embarcó en una florida oración en la que rogaba a Dios todopoderoso que volviera la vista hacia las pobres almas erradas que administraban el estado de Texas, les abriera los ojos, les infundiese sabiduría y les tocara el corazón, a fin de que se pudiera poner coto a tamaña injusticia. Solicitó la intervención divina, un milagro en rescate de su hermano Donté Drumm.

Cuando Barry volvió, sus manos temblaban ostensiblemente al llenar los vasos de chupito.

– Ya está bien de tonterías -dijo el gobernador. Pulsó el botón de silencio-. Lo quiero ver una vez más.

Ya «lo» habían visto varias veces juntos, y a cada visionado se les borraban los últimos residuos de incertidumbre. Fueron al otro lado del despacho, donde había un segundo televisor. Barry cogió el mando a distancia.

Donté Drumm, 23 de diciembre de 1998. Estaba situado frente a la cámara, con una lata de Coca-Cola y un donut intacto sobre la mesa. No se veía a nadie más. Estaba apagado, cansado y temeroso. Hablaba con voz lenta y monocorde, sin mirar directamente a la cámara.

– Se te han leído tus derechos según la ley Miranda. ¿Correcto? -dijo la voz en off del detective Drew Kerber.

– Sí.

– Y esta declaración la haces por tu propia voluntad, sin ningún tipo de amenaza ni promesa, ¿verdad?

– Verdad.

– Bueno, pues explícanos qué pasó el viernes 4 de diciembre por la noche, hace diecinueve días.

Donté se apoyó en los codos, como si fuera a desmayarse, y se quedó mirando un punto de la mesa, al que se dirigió al hablar.

– Bueno, Nicole y yo habíamos estado haciendo el tonto sin que nadie lo supiera, acostándonos juntos y pasándolo bien.

– ¿Desde cuándo?

– Tres o cuatro meses. Ella a mí me gustaba, y yo a ella también. La cosa se empezaba a poner seria, y ella tuvo miedo de que los demás se enterasen. Nos empezamos a pelear; ella quería romper, pero yo no. Creo que estaba enamorado. Luego ya no quiso verme, y me puse como un loco. Solo pensaba en ella, en lo estupenda que era. La quería más que nada en el mundo. Estaba obsesionado. Estaba loco; no soportaba la idea de que pudiera tenerla otro, así que el viernes por la noche fui a buscarla. Sabía a qué sitios le gustaba ir. Vi su coche en el centro comercial, en el lado este del centro.

– Perdona, Donté, pero creo que antes has dicho que su coche estaba aparcado en el lado oeste del centro comercial.

– Sí, eso, el oeste. Estuve esperando un buen rato.

– ¿Conducías una camioneta Ford verde de tus padres?

– Exacto. Serían sobre las diez del viernes por la noche,y…

– Perdona, Donté -dijo Kerber-, pero antes has dicho que ya iban para las once.

– Sí, eso, las once.

– Sigue. Estabas en la camioneta verde, buscando a Nicole, y viste su coche.

– Sí, eso, tenía muchas ganas de verla. Total, que íbamos buscando su coche y…

– Perdona, Donté, pero acabas de decir «íbamos», y antes has dicho…

– Sí, íbamos Torrey Pickett y yo…

– Pero antes has dicho que ibas solo, y que a Torrey lo dejaste en casa de su madre.

– Sí, eso; lo siento. Exacto, en casa de su madre. Total, que iba yo solo por el centro comercial, y al ver el coche de ella aparqué y me quedé esperando. Cuando salió Nicole, vi que estaba sola. Hablamos un minuto. Le pedí que subiera, y se montó en la camioneta. La habíamos usado un par de veces, cuando salíamos a escondidas. Total, que hablamos mientras yo conducía. Nos disgustamos los dos. Ella estaba decidida a romper, y yo a seguir. Hablamos de fugarnos, de salir de Texas e ir a California, donde no nos molestaría nadie, ¿de acuerdo?, pero ella no quería escucharme. Se puso a llorar, y me hizo llorar a mí. Aparcamos detrás de la iglesia de Shiloh, en Travis Road, uno de nuestros sitios favoritos. Yo le dije que quería que nos acostásemos una última vez. Al principio no pareció que la idea le disgustase. Empezamos a enrollarnos. Luego ella se apartó y dijo que ya estaba bien, que no, que quería volver porque sus amigas estarían buscándola, pero yo ya no podía parar. Empezó a empujarme, y yo me enfadé, me enfadé de verdad; de repente la odié porque me rechazaba, porque no podía tenerla. Siendo blanco habría podido, pero como soy negro no doy la talla, ¿sabe? Nos empezamos a pelear, y en un momento dado ella se dio cuenta de que yo no pararía. No se resistió, pero tampoco se entregó. Al acabar se enfadó, pero de verdad; me dio una bofetada, y me dijo que la había violado. Entonces pasó algo; me dio un ataque, o no sé qué, pero el caso es que me volví loco. Aún la tenía debajo, y… mmm… le pegué, varias veces; me parecía mentira que estuviera dando golpes a aquella cara tan bonita, pero si no podía tenerla yo, entonces nadie podría tenerla. Me dio un ataque de rabia, como si fuera un salvaje, y sin darme cuenta le agarré el cuello con las dos manos. Empecé a sacudir, una y otra vez, hasta que se quedó inmóvil. Estaba todo muy quieto. Al recuperar el juicio me quedé mirándola, y en un momento dado me di cuenta de que no respiraba. [Donté bebió el primer y único trago de la lata de Coca-Cola.] Empecé a conducir, sin tener ni idea de adónde iba. Esperaba que Nicole se despertase, pero no se despertó. Yo la llamaba, pero no contestaba. Supongo que me dio pánico. No sabía la hora que era. Fui hacia al norte, y al darme cuenta de que salía el sol volví a tener pánico. Vi un cartel del Red River. Yo iba por la carretera 344, y…

– Perdona, Donté, pero antes has dicho que era la 244.

– Sí, eso, la 244. Me acerqué al puente. Aún era de noche. No se veía ningún faro, ni se oía nada. La saqué de la parte trasera de la camioneta y la eché al río. Al oírla chocar con el agua, sentí náuseas. Recuerdo que me pasé todo el viaje de vuelta llorando.

El gobernador se acercó al televisor y lo apagó.

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