John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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Reeva ya lloraba antes de llegar a las afueras.

Tras un cuarto de hora en el silencio y la penumbra del despacho de Robbie, Boyette, ya recuperado, se quedó en el sofá, aturdido de dolor, todavía con algunos temblores en los pies y las manos.

– Estoy aquí, pastor -dijo cuando Keith miró por la rendija de la puerta-. Aún estoy vivo.

Keith se acercó.

– ¿Cómo se encuentra, Travis? -preguntó.

– Mucho mejor, pastor.

– ¿Puedo ayudarle en algo?

– Un café. Parece que alivia el dolor.

Keith se fue y cerró la puerta. Al encontrarse con Robbie, le informó de que Boyette aún estaba vivo. En esos momentos, la taquígrafa estaba transcribiendo la declaración. Sammie Thomas y los dos técnicos legales, Carlos y Bonnie, pergeñaban a toda prisa una instancia que ya se conocía como «la petición Boyette».

El juez Elias Henry entró en el bufete y fue a la sala de reuniones, pasando junto a la recepcionista.

– Aquí-dijo Robbie.

Llevó al juez a una pequeña biblioteca, cerró la puerta y cogió un mando a distancia.

– Tiene que verlo -dijo.

– ¿Qué es? -preguntó el juez Henry, dejándose caer en una silla.

– Un momento. -Robbie enfocó el mando en la pantalla que había en una pared. Apareció Boyette-. Es el hombre que mató a Nicole Yarber. Lo acabamos de filmar.

El vídeo duraba catorce minutos. Lo miraron en silencio.

– ¿Dónde está? -preguntó el juez Henry cuando la pantalla volvió a quedarse negra.

– En mi despacho, tumbado en el sofá. Tiene un tumor maligno en el cerebro, o eso dice, y se está muriendo. El lunes por la mañana entró en el despacho de un pastor luterano de Topeka, Kansas, y descargó su conciencia. Al principio se resistía, pero al final el pastor ha conseguido que subiera a un coche, y hace un par de horas que han llegado a Slone.

– ¿Lo ha traído el pastor conduciendo hasta aquí?

– Sí. Un momento. -Robbie abrió la puerta y llamó a Keith. Se lo presentó al juez Henry-. Aquí lo tiene -dijo, dándole una palmada en la espalda-. Siéntate. El juez Henry es el juez titular de nuestro distrito. Si hubiera presidido el juicio de Donté Drumm, ahora no estaríamos aquí.

– Mucho gusto en conocerlo -dijo Keith.

– En buena aventura se ha metido, por lo que me han dicho.

Se rió.

– No sé dónde estoy ni qué hago -dijo.

– Pues entonces ha acertado con el bufete -comentó el juez Henry.

Se rieron un momento. Después el buen humor se disipó de golpe.

– ¿Qué le parece? -preguntó Robbie al juez Henry, que se rascó la mejilla.

– La cuestión -dijo después de pensarlo a fondo- es lo que le parecerá al tribunal de apelación. Nunca se sabe. Odian a estos testigos sorpresa que aparecen en el último momento y empiezan a cambiar hechos con diez años de antigüedad. Además, un hombre que ha convertido la violación con agravantes en su modo de vida no tiene muchas posibilidades de que lo tomen en serio. Creo que tenéis pocas posibilidades de conseguir un aplazamiento.

– Es mucho más de lo que teníamos hace dos horas -repuso Robbie.

– ¿Cuándo lo presentarás? Casi son las dos.

– En menos de una hora. Lo que quería preguntarle es si quiere que hablemos a la prensa del señor Boyette. Voy a mandar el vídeo al juzgado y al gobernador. También se lo podría entregar a la tele de aquí, o mandárselo a todas las cadenas de Texas. O mejor aún: organizar una rueda de prensa aquí o en el juzgado, y dejar que todo el mundo escuche cuál es la versión de Boyette.

– ¿De qué serviría?

– Quizá quiero que el mundo se entere de que Texas está a punto de ejecutar a la persona equivocada. Mirad, el asesino es este. Escuchad lo que dice.

– Pero el mundo no puede parar la ejecución. Eso solo está en manos de los tribunales o del gobernador. Yo iría con cuidado, Robbie; ahora mismo el ambiente está muy cargado, y si la gente ve a Boyette responsabilizándose del crimen por la tele, podría saltar todo por los aires.

– Saltará igualmente.

– ¿Quieres una guerra racial?

– Si matan a Donté, sí. No me molestaría una guerra racial. A pequeña escala.

– Vamos, Robbie, eso es jugar con dinamita. Piensa estratégicamente, no emocionalmente; y ten en cuenta que lo que dice ese hombre podría ser mentira. No sería la primera ejecución en la que un farsante se proclama culpable. La prensa no se puede resistir, el loco sale por la tele y todos quedan como tontos.

Robbie daba vueltas: cuatro pasos en una dirección y cuatro en la otra. Estaba inquieto, e incluso frenético, pero mantenía la claridad mental. Sentía una gran admiración por el juez Henry, y era bastante inteligente para saber que en esos momentos necesitaba que lo aconsejaran.

Dentro de la habitación, todo era silencio. Al otro lado de la puerta las voces se oían tensas, y sonaban los teléfonos.

– Supongo que no se podría buscar el cadáver -dijo el juez Henry.

Robbie sacudió la cabeza y cedió la palabra a Keith.

– Ahora no. Hace dos días, creo que el martes, aunque no estoy seguro (tengo la sensación de llevar todo un año viviendo con ese hombre, pero bueno, el martes), dije que la mejor manera de impedir la ejecución era encontrar el cadáver, y Boyette contestó que sería difícil. La enterró hace nueve años en una zona aislada, llena de bosques. También dijo que ha vuelto varias veces a visitarla, aunque no sé muy bien qué significa eso, ni he tenido muchas ganas de averiguarlo, la verdad. Después perdí el contacto con él. Lo estuve buscando sin descanso. Tenía decidido acorralarlo, e insistir en que lo notificásemos a las autoridades, las de aquí y las de Missouri, si es allí donde está enterrada Nicole, pero él no accedió. Después volvimos a perder el contacto. Es un tipo raro, rarísimo. Esta medianoche me ha llamado por teléfono. Yo ya estaba en la cama, profundamente dormido. Me ha dicho que quería venir a contar su historia y parar la ejecución, y me ha parecido que yo no tenía alternativa. Le aseguro que es la primera vez que hago algo así. Ya sé que está mal ayudar a un presidiario a infringir la libertad condicional, pero bueno, qué se le va a hacer. El caso es que hemos salido de Topeka a la una de la madrugada de hoy. Yo le he vuelto a proponer que lo notificásemos a las autoridades, y que empezásemos a buscar el cadáver, como mínimo, pero él se ha cerrado en banda.

– No habría servido de nada, Keith -dijo Robbie-. Las autoridades de aquí son un caso perdido. Se reirían de ti. Ellos ya tienen al culpable. El caso ya está resuelto; supongo que casi cerrado. En Missouri nadie movería un dedo, porque no hay ninguna investigación en activo. No se puede llamar a un sheriff así como así y aconsejarle que vaya al bosque con sus chicos para empezar a cavar en un barranco. Las cosas no funcionan así.

– Pues entonces, ¿quién buscará el cadáver? -preguntó Keith.

– Nosotros, supongo.

– Me voy a casa, Robbie. Mi mujer me ha dicho de todo. Tengo un amigo abogado que se cree que estoy loco. Yo también lo creo. Más no puedo hacer. Quédate tú con Boyette; a mí me tiene harto.

– Relájate, Keith. Ahora te necesito.

– ¿Para qué?

– Tú quédate, ¿entendido? Boyette se fía de ti. Además, ¿cuándo habías tenido entradas de primera fila para un disturbio racial?

– No tiene gracia.

– Resérvate el vídeo, Robbie -dijo el juez Henry-. Enséñaselo al tribunal y al gobernador, pero no lo hagas público.

– Puedo controlar el vídeo, pero no al señor Boyette. Si quiere hablar con la prensa, yo no se lo puedo impedir. Cliente mío no es, eso está claro.

A las dos y media de la tarde del jueves, todas las iglesias de Slone, negras y blancas, estaban vigiladas por predicadores, diáconos y catequistas, todos ellos varones, armados hasta los dientes y bien visibles. Se sentaban en la escalinata y hablaban nerviosos, con las escopetas sobre las rodillas. Se sentaban a la sombra de los árboles, cerca de la calle, y saludaban con la mano a los coches que pasaban, recibiendo muchos bocinazos de solidaridad. Patrullaban las puertas traseras y las fincas colindantes, fumando, mascando chicle y prestando atención a cualquier movimiento. En Slone no habría más incendios de iglesias.

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