– Jesús -silbó Rex-. Es como una pesadilla de Lariam.
La larva dejó salir el aire con su sonido característico, retorciéndose, en brazos de Derek. En una esquina del frigorífico, había un montón de ganchos en el suelo.
El viento hizo girar uno de los cuerpos y una de las patas le dio un golpe a Szabla en la parte de atrás de la cabeza. Sin acobardarse, la agarró y giró el cuerpo para examinar la parte delantera. Tenía el vientre liso y alargado, como un lagarto, y una cola que, a causa del rigor mortis, se encontraba levantada, paralela a la espalda. Tenía un hocico ancho y los dientes amarillos, como un cocodrilo, y las mejillas eran parecidas a las de la iguana.
Justin, que se encontraba detrás de Szabla, sintió un escalofrío.
En el interior de la puerta había un pesado cerrojo que permitía encerrarse dentro en caso de que los depredadores se acercaran, atraídos por el olor, mientras llenaban el frigorífico con los especímenes. Ese cerrojo se podía desencajar y quitar con un sencillo movimiento.
Tank lo sacó de la puerta y se lo quedó. Era más grueso y más pesado que las pequeñas lanzas: era un arma mejor.
La luz de la lámpara continuaba proyectando sombras en las opresivas paredes y en el techo: piernas colgantes, garras abiertas, cabezas agrandadas y deformes. Los soldados estaban ojerosos y pálidos entre esas bestias colgadas como repulsivos móviles.
– Si estas manifestaciones son debidas a un virus, no se parece a nada de lo que yo… -A Rex se le apagó la voz. Diego se había quedado con la boca abierta y miraba las criaturas que tenía alrededor con una extrañeza próxima a la incredulidad.
Uno de los ganchos estaba vacío. Era grueso y con púas, como los ganchos de carne, y golpeaba contra una pared del frigorífico, metal contra metal. El sonido resonó en las desnudas paredes hasta que Cameron levantó la mano y lo sujetó, como si fuera un asa de metro.
Cameron giró la cabeza hacia los demás; tenía la piel del cuello y hasta el nacimiento de los pechos enrojecida. Sólo recordaba haber sentido un asombro así una vez cuando abrió la funda del rifle y se encontró el anillo de compromiso que Justin había escondido allí para ella.
– Había casi doscientas cincuenta cámaras en la ooteca que Frank encontró -dijo Rex, en voz baja por el miedo o el respeto-. Cada una de ellas ocupada por un mutante: un nuevo prototipo. De esos doscientos cincuenta, sólo diez tenían una buena probabilidad de nacer. -Se le cortó el aire en la garganta-. Diez viables. Eso es lo que Frank escribió. Aquí hay ocho.
Diego se rió con un sonido sordo y profundo.
– Mira las variaciones: es increíble. Algo ha provocado que los padres críen a crías distintas. Adaptación a la radiación en una sola generación, en una sola carnada. Es como una tormenta genética.
– O una crisis nerviosa genética -añadió Szabla.
– ¿A qué conduce eso? -preguntó Justin-. Aparte de aterrorizarme.
– Si todos mutaran de la misma forma, sería como apostar todos los genes a un solo número -dijo Diego-. Tener crías distintas aumenta las probabilidades de que una de ellas se adapte al ambiente o encuentre la forma de sobrevivir.
– O dos -dijo Szabla, contando los ocho cuerpos otra vez.
– O dos de las crías, exacto.
– ¿Cómo pudieron emparejarse, si eran tan distintos? -preguntó Derek, escéptico, mirando los cuerpos que tenía alrededor.
– Creo que los que tienen la capacidad de metamorfosearse lo hacen en mantis adultas, como la que Savage mató -dijo Rex-. Sólo parecen distintas en los estadios iniciales.
– Todavía no lo entiendo -dijo Cameron, al tiempo que se daba cuenta de que Derek sostenía a la larva contra su pecho en actitud protectora-. Las larvas son mucho más pequeñas que esa cosa que mató a Tucker.
– Los insectos tienen la capacidad de crecer más de cien veces su tamaño de nacimiento.
Diego miró a Rex de reojo:
– Eso no es un insecto -dijo-, aunque nos refiramos a ella como mantis.
– Entonces, y ya que vosotros sois tan protectores -dijo Szabla-, ¿por qué creéis que Frank mató a esos ocho?
– No tengo ni idea -dijo Rex.
– Debió de darse cuenta de que eran una amenaza para él y para la gente de esta isla -dijo Justin.
Se oyó una gota caer al suelo desde una de las patas de los cuerpos. Cameron se pasó una mano por el pelo para asegurarse de que no le había caído encima.
Rex chasqueó los dedos.
– En el bloc de notas, Frank hizo una cuenta de nueve, y creo que significaba que había localizado nueve de las diez crías que habían eclosionado y que se habían internado en el bosque. -Se le nubló la vista-. Debió de quedarse con una viva para observarla, y ésa se apareó con la décima que él no pudo encontrar.
– Entonces, la pregunta del millón de dólares es: ¿qué aspecto tenía la que él se quedó? -dijo Szabla, mirando el gancho vacío-. ¿Por qué la mantuvo con vida?
La puerta del frigorífico se cerró violentamente a causa del viento y todos se asustaron. El aire estaba viciado a causa de los cuerpos. La larva, todavía en brazos de Derek, expulsó aire por los espiráculos. Cuando la puerta volvió a abrirse, vieron la silueta de Savage, agachado sobre la hierba. Todos le miraron. En la humedad de la noche, su cuerpo despedía vapor.
– ¿Por qué Dios hizo a los cachorros de perro tan simpáticos? -masculló.
Todos le miraron, esperando.
Savage escupió a un lado y se limpió los labios.
– Para que no los matemos.
Sin decir una palabra, Derek le pasó la larva a Diego y se separó de los demás.
– Voy a revisar la red de encierro -dijo, ya de espaldas a ellos-. ¿Cuál es la granja?
– Es de buena calidad -dijo Justin-, pero el tejido es viejo y está reseco.
Diego se detuvo pero no se dio la vuelta.
– ¿Cuál es la granja? -repitió.
Justin se quedó callado un momento antes de contestar.
– La última del lado oeste del camino.
Derek reanudó la marcha sin dar media vuelta. Cameron le siguió unos pasos en dirección al camino, pero se dio cuenta de que quería estar solo y volvió atrás.
Rex se acercó a ella, todavía a cierta distancia de los demás.
– Algo está sucediendo en tu escuadra -le dijo, en voz baja-. Y las cosas se van a poner más complicadas en la isla.
Cameron miraba hacia delante con el rostro inexpresivo.
– Me gustaría pensar que puedo contar contigo -continuó Rex.
– Puedes contar con que cumpliré las órdenes y que obraré conforme a los intereses de mi…
Rex quitó importancia a sus palabras con un gesto de la mano. Se alejó y la dejó sola.
Llegaron al campamento exhaustos. Justin recogió un montón de leña sin alejarse de las tiendas, lo dejó al lado del fuego e intentó limpiarse la camisa sucia de tierra. Tank jugaba en el fuego con el cerrojo del frigorífico. Levantó una rama de él, la agarró rápidamente por los extremos, la rompió por la mitad con un gruñido y la arrojó al fuego.
Todos intentaron hacer caso omiso del enorme cuerpo que yacía a un lado de los troncos. En algún lugar de su interior se encontraban los restos de Tucker.
Diego depositó la larva en el suelo, cerca del fuego.
– Cada vez pesa más -dijo en voz baja.
Cuando se incorporó, encontró a su lado a Szabla, la cual se daba unos golpecitos con la corta lanza sobre la mano y le miraba con ojos brillantes. Aparte de Cameron, nadie se dio cuenta: estaban reunidos alrededor del tronco más lejano hablando en voz baja.
Diego miró la pequeña lanza y dio un paso hacia atrás. Szabla avanzó hacia la larva y Diego levantó al animal para alejarlo de ella. Intentó apartarse, pero de repente Savage se lo impidió.
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