Diego negó con la cabeza.
– Este animal podría ser el producto de una mutación ordinaria.
Cameron miró las dentadas mandíbulas de la mantis, que brillaban oscuras a la luz del fuego.
– No sé.
– ¿Por qué no? -Diego le miró con expresión febril-. La evolución no tiene lugar de forma lenta y constante sino a saltos gigantes y repentinos. La explosión Cámbrica, las extinciones del Cretácico y el Pérmico, todo se dio en un abrir y cerrar de ojos. -Hizo una pausa y se arregló la coleta-. Piensa en los reptiles que murieron durante el período Mesozoico, el rápido declive de los graptolitos después del período Ordovicio, la repentina evolución de los metazoos complejos. Los registros fósiles siempre han señalado un equilibrio marcado por extinciones masivas y orígenes abruptos. -Señaló el cuerpo de la mantis-. El nacimiento de una especie como ésta puede tener lugar en un instante geológico.
Cameron miró a Rex, sin saber qué pensar de la repentina argumentación de Diego. Se aclaró la garganta antes de hablar.
– Un instante geológico significa cientos de miles de años.
Diego miró hacia abajo, a los pantalones manchados de barro y rotos a la altura de la rodilla.
– Bueno, éste ha tardado menos.
Un trozo de madera del fuego se cayó y los asustó a todos. Diego se agachó al lado de la mantis muerta. Pasó una mano por la cutícula cerosa que le cubría el abdomen.
– Es bonita, ¿no?
Rex asintió con la cabeza.
– Sí bonita. Y espeluznante.
Un silbido en la distancia anunció la llegada de Szabla y Justin. Al cabo de unos segundos Justin entró en la zona de luz con una pala. Szabla apareció detrás de él con una larga cuerda enrollada sobre un hombro. Del bolsillo posterior del pantalón le sobresalía un martillo.
– ¿Eso es todo? -preguntó Tank.
– Los granjeros se llevaron casi todo cuando se fueron, especialmente las herramientas -respondió Szabla-. No hay gasolina por ninguna parte, ni petróleo, y las máquinas parecen vacías.
– El barco de avituallamiento -dijo Diego-. Dejó de venir hace meses.
– Bueno, ¿qué tenemos? -preguntó Cameron.
Justin se aclaró la garganta ceremoniosamente.
– Cuatro motosierras, una con una guía rota, un tractor con el motor quemado, lo que parece ser un arado roto de 1902…
– El equipo que los noruegos dejaron hace años -dijo Diego-. Inútil.
– Seis latas vacías de gasolina, un trozo de cuerda, una red de encierro enorme, unos bloques sueltos de cemento de las casas, cuatro carretillas, un martillo, cuatro cabezas Phillips de destornillador, una sartén quemada, una caja de anzuelos de pesca, un azadón partido por la mitad, un trozo de manguera, una paleta y Ramón tiene un hacha que sabiamente decidió guardar. -Meneó la cabeza-. El generador parece totalmente inútil.
– ¿Hay combustible que podamos sacar para las sierras de cadena? -preguntó Cameron.
– Ni una gota.
– ¿Insecticidas? -preguntó Tank.
Szabla respondió rápidamente:
– Sí, había una botella de dos metros y medio de alto llena de Raid, pero la hemos dejado allí. -Miró los tarros, que todavía estaban en una hilera en el suelo-. ¿Qué pasa con eso?
– Rex piensa que hay algún tipo de virus en la isla -respondió Cameron-. Quizás ha afectado la vida animal.
– Bueno, me parece que no estamos muy bien equipados -dijo Szabla-. Lo que han dejado es básicamente porquería inútil. Ahora mismo, las lancetas del GPS son nuestra mejor arma. No me veo matando a uno de esos hijos de puta con una paleta. -Inclinó una cabeza a un lado y las vértebras del cuello le chasquearon-. Yo digo que tomemos medidas de precaución.
Todos dirigieron la mirada a la larva. Con los segmentos abdominales contraídos, que le levantaban la parte central del cuerpo. Se arrastraba hacia delante con las patas falsas y con las patas verdaderas rascando la hierba. Se detuvo cuando entró en contacto con Derek, se apretó contra su pierna y contra el suelo, y se quedó quieta.
Szabla se puso en pie y se acercó a ella, haciendo rotar la pequeña lanza. La lanzó al suelo blando, a poca distancia de la larva, donde se quedó clavada como una jabalina. Szabla miró a Derek, con intención clara.
A Derek se le veía la cara macilenta a la luz del fuego.
– Ya has oído las órdenes.
– Vamos a llevarnos esas órdenes a la tumba -dijo Szabla.
– Ésa es una de las posibilidades cuando se es soldado, Szabla -dijo Cameron-. Si no te gusta, puedes volver a casa y poner tus galletas en el horno.
– Un soldado no tiene ninguna obligación de morir absurdamente. Tiene la obligación de seguir las órdenes relevantes para la misión.
– Tú tienes la obligación de seguir todas las órdenes -dijo Derek.
Szabla echó la cabeza hacia atrás con los orificios de la nariz dilatados, en un intento de calmarse.
Rex se puso de pie, sin su habitual expresión de arrogancia.
– Desearía que pudiéramos abrir el frigorífico de Frank. Es posible que eso nos dé algunas pistas.
Savage se puso en pie y se acercó al fuego, en dirección a los científicos. Jugaba con su Viento de la Muerte en la palma de la mano. Rex se levantó, a la defensiva.
Savage sacó de su bolsillo la granada incendiaria de Tucker, la que la mantis había vomitado.
– Bueno, caballeros -dijo-, es posible que hoy sea vuestro día de suerte.
Llegaron al frigorífico de aluminio en cuestión de minutos. La brisa era húmeda y se les mezclaba en la piel con el sudor. El frigorífico se encontraba delante de ellos, exactamente igual que antes, en medio de la hierba mecida por el viento. Lo rodearon como si fuera un altar. Derek apretaba la larva contra uno de sus costados.
Savage le lanzó la granada incendiaria a Cameron, quien sacó el pestillo de seguridad y la depositó en la cerradura del tamaño de una caja de zapatos que sobresalía justo debajo del asa. Estaba enfadada consigo misma por no haberse acordado de la granada de Tucker antes: él siempre la llevaba durante las misiones, en el bolsillo de los pantalones. Su amuleto de la buena suerte.
Los elementos químicos tardaron un poco en mezclarse, luego la granada emitió una intensa llama blanca, como el arco de un soldador. Todos apartaron la vista mientras la llama deshacía la cerradura. No hubo ninguna necesidad de dirigir la llama en el metal, y toda la cerradura cayó al suelo junto con la granada, todavía encendida.
La pesada puerta se abrió con un crujido y luego se volvió a cerrar.
La granada continuaba encendida en el suelo y Derek apartó de un puntapié los restos de la cerradura y la cubrió con tierra. Diego negó con la cabeza pero no dijo nada. Derek alargó la mano hacia el asa de la puerta, pero ésta se abrió y le golpeó la mano. Miró un momento a los demás antes de tirar de ella y abrirla por completo.
– Linterna -dijo.
Szabla avanzó con la lámpara colgando en una mano. A cada movimiento de la lámpara se veía la sombra de Derek en la puerta, enorme y deformada contra la superficie plateada.
Abrió la puerta y un familiar olor a carne muerta salió a saludarlos. Había ocho pequeños cuerpos retorcidos colgados de ganchos. La luz de la lámpara daba un aspecto siniestro al interior del frigorífico. Cada uno de los especímenes tenía casi un metro de longitud, era de color verde y estaba retorcido como si hubiera sufrido mucho dolor al ser matado. Aparte de eso, ninguno de esos cuerpos se parecía a los demás.
Un botón del compresor en la parte posterior emitía un pálido destello, como la luna. La brisa movía los cuerpos colgados como mangueras de viento.
Los científicos y los soldados se removieron, con un sentimiento de revulsión. Una de las criaturas tenía una enorme mandíbula con forma de pala y muchos ojos por toda la frente; otra tenía el encorvamiento vulgar y el entrecejo de un chimpancé. El cuerpo que quedaba más alejado tenía ocho patas afelpadas que sobresalían de la sección media del cuerpo y su sombra se proyectaba limpiamente en la pared interior del frigorífico. Tenía el cuerpo de una araña gigante, y la cabeza estaba a medio camino entre la de un canino y un primate.
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