Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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Rex hizo tamborilear los dedos sobre la consola y consultó el reloj.

– ¿Cuánto va a tardar? -preguntó.

Diego se sentó en un taburete de metal, sacó un porro del bolsillo de la chaqueta y lo encendió. Ramoncito le miró y negó con la cabeza.

– Una hora -dijo Diego.

Rex dio unos golpecitos en la caja del gel.

– ¿No podemos acelerarlo? -preguntó-. Sólo está a ciento cincuenta voltios.

Diego negó con la cabeza; hinchó el pecho al tragar el humo. Cuando habló, el humo le salió por la boca:

– Se enturbiaría el gel. Jodería la resolución.

Señaló la rodilla de Rex, que se movía arriba y abajo en un tic nervioso, y luego le ofreció el porro. Rex miró el cigarrillo y luego a Diego.

– Ahora no podemos hacer nada -dijo éste.

Rex alargó la mano y aceptó el porro.

La mantis se introdujo en el bosque; la cutícula se movía, suelta sobre su cuerpo, a medida que avanzaba.

Trepó por un tronco y se colgó cabeza abajo, balanceándose al menor movimiento. Colgada como un murciélago, empezó a empujar a través del exoesqueleto. Este se rompió a lo largo del tórax y la mantis apretó con la cabeza y las patas de presa, retorciéndose. Tenía el arpón clavado profundamente en la cabeza y la vieja cutícula se había desintegrado a su alrededor. Todavía tenía el abdomen dentro de la vieja cutícula y la mantis empujó hacia delante y hacia atrás, con un chirrido, hasta que se liberó. Entonces se quedó colgando de la cutícula desechada durante casi una hora para empezar a endurecer la nueva. Finalmente cayó al suelo con la nueva piel todavía húmeda y tierna. Se levantó rápidamente: la tierra podía dañar sus nuevas alas y secar el exoesqueleto. Su anómala muda posmetamórfica había terminado.

Las tegminas protectoras eran de un marrón oscuro y se unían a su cuerpo en el segundo segmento del tórax, por encima de las alas inferiores, de un verde claro y moteado. Éstas salían del tercer segmento del tórax y sobresalían un poco, formando unas tiras verdes a lo largo de los costados.

La mantis volvió a trepar al árbol, más arriba de la rama de la que todavía colgaba la vieja cutícula, más arriba de las ramas que se abrían formando la parte más ancha de la copa, y cuando alcanzó la parte superior, cuyo follaje se entrelazaba enmarañado, se abrió paso con esfuerzo y se situó encima de todo, sujetándose con las cuatro patas posteriores en una de las ramas más altas de la Scalesia.

Se encontraba en la cima del bosque.

El agua que rodeaba la isla era visible por todos los costados; el cielo se extendía, claro y azul, hasta donde la vista llegaba.

La mantis extendió las alas, como enormes capas. Eran enormes, y mientras se secaban, continuaban estirándose y creciendo: sólo por eso la mantis había desafiado al sol. La nueva cutícula ya se había endurecido; era una armadura a medida. Con el cuerpo expuesto al aire, la mantis se quedó inmóvil, fortaleciéndose y endureciéndose al sol.

Pronto anochecería.

72

Cuando Cameron terminó de colocar el cable detonante, un chillido resonó carretera arriba. No supo si se trataba de la mantis o de un animal herido, pero ese sonido hizo que sintiera un escalofrío recorriendo su columna vertebral.

Cameron tenía previsto atraer a la mantis haciendo de cebo ella misma. La criatura saldría del bosque y se dirigiría hacia Cameron por el camino. Cuando hubiera recorrido una tercera parte del camino, activaría el primer cordón. Este haría explotar las cabezas detonantes y éstas, a su vez, el TNT. Todos los árboles conectados a ese cordón caerían simultáneamente. La explosión haría que la criatura se quedara inmóvil, o bien que se lanzara hacia delante. Si se quedaba quieta, los árboles la aplastarían; si avanzaba hacia delante, activaría el segundo cordón y la trampa se activaría al completo. Los árboles se precipitarían hacia el suelo desde ambos lados en una extensión de unos noventa metros a lo largo de la carretera.

Quedarían algunos espacios libres, eso era seguro, porque esa línea de defensa se utilizaba para bloquear carreteras y no era una trampa mortal, pero ése era un riesgo que Cameron tenía que asumir. Confiaba bastante en que los árboles caídos aplastarían todo lo que hubiera debajo de ellos. Una vez que el cable detonante fuera activado, no importaba qué dirección tomara la mantis, porque en cualquier caso tenía pocas posibilidades de escapar.

La trampa ofrecía una serie de ventajas en el terreno. La más importante de ellas consistía en que expandía la zona de peligro drásticamente; fuera cual fuese el movimiento de la mantis dentro de la ruta previsible, tenía altas posibilidades de acabar muerta o mutilada. Un pequeño y compacto jabalí hubiera encontrado la forma de atravesar una línea de defensa como aquélla, pero no era lo mismo para la alta y delgada mantis. Si Cameron hubiera elegido tenderle una trampa con minas bajo tierra, tendría que haber previsto con exactitud dónde pisaría la mantis y eso era difícil. Aquella línea de defensa, además, ofrecía la ventaja de conducir a la presa a una zona conocida, lo cual reducía las variables ante un adversario imprevisible.

Cameron anduvo por el trozo de camino que, esperaba, la mantis tomaría con cuidado de no acercarse demasiado al bosque, al extremo norte del camino. Vio el primer cable detonante que brillaba a la luz del sol y se detuvo delante de él, que le llegaba a la altura del estómago. Se agachó para pasar por debajo y contó diez pasos hasta el segundo cordón, que también evitó con cuidado.

La línea de defensa estaba a punto.

Bajó por el camino en dirección al sendero que quedaba más allá de la torre de vigilancia. Todavía tenía tiempo de lavarse.

El agua le recordaba a Justin. Siempre se lo había recordado. Cuando Justin nadaba, todo su cuerpo se movía con una gracia que normalmente estaba reservada a las marsopas y las rayas. Se había resistido a la necesidad de ir a ver cómo estaba por miedo a revelar su escondite a la criatura, pero deseaba ir desesperadamente. Siempre y cuando las pulsaciones del corazón se mantuvieran a un ritmo bajo, no se desangraría. Y estaba descansando, quizá durmiendo, fresco debajo de la tierra. Tendría que esperar a que la línea de defensa explotara.

Cameron se sumergió por completo y el agua se cerró por encima de su cabeza. Se encontró flotando, sola, inerte y libre. El agua era tan clara que cuando abría los ojos parecía que mirara a través de unas gafas. Se frotó a conciencia, limpiando las manchas impregnadas de virus de sus ropas y su piel.

La arena era de un blanco brillante y formaba pequeñas crestas semejantes a dunas. El viento provocaba remolinos en la superficie y los granos blancos brillaban al moverse. Delante de ella, unas rocas de lava vesicular se extendían como las vértebras de una criatura sumergida.

Justo detrás de ellas, Cameron vio la silueta de algo grande y majestuoso. Nadó hacia allí, impresionada, dando brazadas debajo de la superficie. Ante su vista apareció una magnífica y rara cabeza de coral que sobresalía delante de la pared del acantilado. Al aproximarse, Cameron observó que se curvaba y encerraba un lago submarino. Las paredes que crecían hacia arriba acabarían formando un atolón.

Algunas zonas del coral aparecían descoloridas, destruidas por los rayos ultravioleta del sol, pero la mayor parte de la vida submarina había revivido desde el último Niño. Dentro del anillo había una maravillosa variedad de color y movimiento. Unos erizos de mar de un verde brillante punteaban la blanca superficie de las paredes y desaparecían de la vista bajo las ondulantes algas. De un oscuro agujero salió una morena disparada hacia un pececillo, que la esquivó. Un pez loro de color azul comía delante de una de las paredes de coral y unas pequeñas burbujas subían hacia la superficie cuando abría la pequeña boca. Una iguana marina nadaba por la superficie impulsándose con las pequeñas patas y la ondulante cola.

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