Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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Enlazó las manos y, apoyándoselas en la frente, hizo crujir todos los dedos. Se puso en cuclillas y lanzó dos golpes hacia la derecha. Levantó con fuerza los hombros y volvió a bajarlos. Eran anchos, y tan poderosos como siempre.

Se encontró con la mirada de la criatura, en el bosque.

Cameron estaba totalmente despierta y alerta. En ese momento se sentía capaz de matar a la mantis sólo con sus manos y un cuchillo, como había hecho Savage. De pronto su mirada tropezó con la balsa caída cerca del camino. Uno de los extremos se encontraba un poco levantado del suelo ya que había caído encima de una roca. El peso del enorme tronco había sido suficiente para agrietar totalmente la roca.

Había estado allí delante de ellos todo ese tiempo. El terremoto les había mostrado cómo hacerlo, cómo enfrentarse a la criatura.

Cameron corrió hasta la caja de explosivos. Los abrió y se encontró con la cinta roja que rodeaba los paquetes. Tomó uno de los dos paquetes de noventa gramos y lo observó por todos los lados. Los tres paquetes de la vesícula de aire se encontraban al lado del fuego, atados juntos y sin detonar.

El Viento de la Muerte sobresalía de uno de los troncos como una flecha y la luz del sol se reflejaba en él. Cameron se acercó despacio, lo arrancó y observó su reflejo ondulante y plateado en él. Lo enfundó de nuevo en la parte posterior de los pantalones, como una pistola. Entonces, sintiendo la hoja contra su piel y el dolor en el corazón, como plomo helado, entendió una parte de Savage que antes le resultaba oscura. Se sintió dura y despiadada.

Sacó la mochila de Tucker de su tienda y rebuscó en ella lanzando al suelo la ropa y los objetos mientras buscaba el manual que necesitaba. No lo encontraba.

La mantis la observaba.

El viento arrastraba los manuales por el suelo, y Cameron corrió tras ellos frenéticamente, con miedo de haber pasado por alto el único que necesitaba. Pisó uno justo antes de que el viento se lo llevara y cuando lo miró, el rostro se le iluminó de alivio. En la portada, en letras grandes, se leía: MANUAL DE DEMOLICIONES TÁCTICAS.

Cameron repasó el índice con el dedo hasta que encontró la página que buscaba: «Línea de defensa.» Un boceto mostraba una línea de defensa compuesta por dos filas de árboles abatidos formando un entramado pero que no habían sido arrancados del todo de sus tocones.

De repente se levantó viento y se lo oyó silbar en la torre de vigilancia.

Cameron estaba lista para ponerse a trabajar.

71

A Cameron le quedaban cinco horas hasta que anocheciera y tenía mucho trabajo que hacer.

Mientras desataba la cinta de los paquetes de TNT que había sacado del agujero, rezó para que la otra larva hubiera muerto de alguna manera, para que no se metamorfoseara hasta el día siguiente. Aún tenía una oportunidad de sobrevivir hasta las diez de la noche, si sólo había una mantis en la isla; pero con dos, nunca lo conseguiría.

Y dos podían aparearse.

Cameron sólo había preparado una línea de defensa una vez, en Irán, en el 2005, pero entre sus recuerdos y el manual podría hacerlo. Recogió los paquetes que había dejado cerca del fuego y los lanzó en una de las cajas de explosivos. Arrastró las cajas de explosivos a pesar del dolor que sentía en todo el cuerpo, como una fiebre.

La mantis la observaba con interés. De repente, se internó en el bosque y desapareció. Mientras Cameron se esforzaba con las pesadas cajas, la mantis fue apareciendo a intervalos regulares, alargando el cuello desde distintos puntos entre el follaje del lindero del bosque. No se atrevería a acercarse con aquella luz, ahora que el sol estaba en el punto más alto.

Cameron debía apresurarse para que los árboles estuvieran preparados antes del anochecer. Todavía sentía en el cuerpo el olor del congelador, lo sentía en los pantalones y en el sudor de la camiseta. Cuando terminara de preparar la línea de defensa, tenía que lavarse.

Finalmente llegó a mitad del camino y dejó caer el extremo de la caja. Cayó al suelo con un golpe y levantó una nube de polvo.

Transportó los paquetes de TNT de dos en dos hasta algunas de las balsas que bordeaban el camino. Escogió diez de los árboles más altos de cada lado, incluido el delgado quino que estaba hacia el centro de la fila, que se encontraban a una distancia de unos cuatro metros y medio el uno del otro. Diego aprobaría el hecho de que hubiera escogido especies introducidas, pensó con leve regocijo.

A pesar del dolor que sentía en los brazos y en la espalda, empezó a trabajar inmediatamente en los veinte árboles que había escogido. En todo momento estuvo atenta a la criatura que la observaba desde el bosque, al final del camino. Cada vez que levantaba la vista, tardaba unos minutos en ver a la criatura, pero notaba su presencia inmediatamente de forma instintiva.

Si utilizaba demasiada cantidad de TNT en un árbol, éste se separaría por completo del tocón y le resultaría mucho más difícil controlar la dirección de la caída. Si la carga era demasiado pequeña, el árbol no caería y Cameron sería una presa fácil. En el manual encontró la fórmula de conversión que calculaba la cantidad de carga a partir del tamaño del árbol. Los árboles que había elegido eran viejos y robustos, de un diámetro aproximado de noventa centímetros. Según la fórmula, necesitaría aproximadamente unos once kilos de TNT por árbol.

Colocó las cabezas explosivas en los paquetes de TNT y extendió el cebo, como masilla, en la base. Técnicamente, el TNT no necesitaba cebo, pero a pesar de ello lo utilizó en cada una de las cargas. No estaba dispuesta a que algo no funcionara en el último minuto.

No había ninguna herramienta con que perforar los árboles, pero podía atar los paquetes de TNT a los troncos y utilizar las cargas externas. Según el manual, había que colocar las cargas a un metro y medio del suelo para asegurar que los árboles no se separaran por completo de los tocones al caer. Sin embargo, Cameron quería que los troncos quedaran muy cerca del suelo, así que las colocó a un metro de éste, después de hacer una muesca en el tronco con el pico del martillo que Szabla había encontrado en una de las granjas.

El trabajo era duro y cansado, y Cameron tardó más de la cuenta porque no dejaba de mirar al bosque con ansiedad. En aquel momento no se veía a la criatura por ninguna parte.

Con la gruesa cinta que había en el fondo de la caja de explosivos, fijó los paquetes de TNT a los árboles: dos filas de seis paquetes en cada tronco. La cinta destacaba en tiras brillantes. Utilizó un trozo de cable detonante con extensiones para las cargas de cada lado del camino y conectó con cuidado el aluminio de las cabezas detonantes a él. Una vez terminado, era un trabajo bonito; Tucker habría estado orgulloso.

El TNT haría explotar un trozo de árbol al ser detonado. Tal como estaban colocados los paquetes, los árboles de cada lado caerían, paralelos, en un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto al camino y se estrellarían en medio de él. Cameron tendría que colocar dos cables detonantes para que un lado explotara antes que el otro; si no, los árboles se desviarían al chocar unos con otros durante la caída. Rebuscó en la caja hasta encontrar los ojetes y luego empezó a desenrollar el cable detonante. Decidió colocarlos a una distancia de nueve metros, cada uno de ellos a un metro del suelo para que la mantis no los pisara sin darse cuenta.

El sol ya había pasado el punto más alto e iniciaba el descenso. Cameron consultó el reloj y vio que casi eran las tres. Sólo quedaban tres horas para el anochecer.

Empezaba a sentir el aire más frío en los hombros.

Diego colocó los segmentos del ADN de los dinoflagelados de las diecisiete muestras de agua en tubos separados y en agar impregnado de bromuro de etidio; entonces enchufó la máquina de alto voltaje que provocaría la precipitación del ADN con carga negativa. El progreso descendente en el viscoso agar formaría unos patrones de bandas visibles a la luz ultravioleta que Rex podría comparar con el patrón de bandas de control para establecer si las muestras estaban infectadas.

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