Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– Tal vez es así como funciona el programa -interviene Charlie-. Como los cuarenta millones de pavos que transferimos a Tanner Drew: espera a que se produzca una transacción real, luego coge una suma al azar que no supere el umbral de verificación contable. Al final tienes una realidad absolutamente nueva.

– Es lo mismo que está sucediendo ahora -digo-. El banco cree que la cuenta de Duckworth no tiene un céntimo, pero según estos datos allí hay cinco millones de dólares. Lo absurdo de todo este asunto es que a ninguna de las personas a las que ha cogido el dinero les falta un céntimo.

– Tal vez parece como si no les faltara un céntimo. Por lo que sabemos, cualquier cosa que mi padre haya podido meter en el sistema podría estar dejándoles limpios.

Niego con la cabeza.

– Si eso fuese cierto, Tanner Drew no hubiese podido realizar una transferencia de cuarenta millones de dólares. Y si a Drew le hubiese faltado un solo céntimo, nos hubiéramos enterado en el mismo instante en que eso sucedía. Y lo mismo se aplica a Sylvia Rosenbaum y al resto de los clientes. Cuanto más ricos son, más examinan sus cuentas.

– ¿O sea que ése es el gran ultrasecreto? -interrumpe nuevamente Gillian-. ¿Un virus informático que hace ricas a un puñado de personas?

– Nosotros deberíamos tener esa suerte -digo, volviéndome hacia el resplandor azul helado de la pantalla.

Charlie me observa fijamente. Conoce perfectamente ese tono de voz.

– ¿De qué estás hablando? -pregunta.

– ¿No ves lo que hizo Duckworth? De acuerdo, a pequeña escala inventó un poco de pasta, pero cuando retiras el microscopio es mucho más grande que añadir simplemente unos pocos ceros a tu cuenta bancaria. Para lograrlo no sólo evitó todos nuestros controles internos, sino que también consiguió engañar al sistema informático del banco para que creyera que estaba tratando con dinero real. Y cuando nosotros transferimos ese dinero al exterior, la transacción fue lo bastante buena como para engañar al banco en Londres, al banco en Francia, y a todos los bancos después de ellos. En algunos de esos lugares -incluyendo el nuestro- estamos hablando de sistemas informáticos de última generación, diseñados para usos militares. Y las transacciones imaginarias de Duckworth engañaron a todo el mundo.

– Aún no comprendo qué…

– Llévalo al siguiente nivel, Charlie. Olvídate de los bancos privados y las insignificantes instituciones extranjeras. Coge el programa de Duckworth y véndeselo al mejor postor. Deja que una organización terrorista se apodere de él. Aún peor, ponlo en un demasiado-grande-para-fallar.

– ¿Un qué?

– Demasiado-grande-para-fallar. Así es como la Reserva Federal denomina a los aproximadamente cincuenta principales bancos del país. Una vez que el pequeño gusano de Duckworth comienza a cavar allí, tus trescientos millones se convierten súbitamente en trescientos mil millones, y fluye en todas partes, Citibank… First Union… hasta los pequeños bancos familiares a lo largo y ancho del país. El único problema es que, cuando todo está dicho y hecho, el dinero no es real. Y en el momento en que alguien se da cuenta de que el emperador está desnudo, el esquema piramidal se desmorona. Ningún banco confía en sus propios registros, y ninguno de nosotros sabe si nuestras cuentas bancarias son seguras. Todo el mundo forma cola ante las ventanillas de los pagadores y los cajeros automáticos. Pero cuando vamos a retirar nuestro dinero, no hay suficiente metálico real que alcance para todos. Puesto que el dinero es una impostura, todos los bancos se quedan sin fondos. Los demasiado-grandes-para-fallar son los primeros en implosionar, luego los centenares de bancos más pequeños a los que prestaban dinero, luego los centenares de bancos que hay debajo de ellos. Todos estallan al mismo tiempo, todos ellos buscando un dinero que nunca estuvo realmente allí. «Lo lamento, señor, no podemos cubrir su cuenta, lodo el dinero del banco ha desaparecido.» Y entonces es cuando comienza el verdadero pánico. Hará que la Depresión parezca sólo una caída temporal en el mercado de valores.

Ni siquiera Charlie puede hacer una broma con respecto a esto.

– ¿Crees que lo quieren para eso?

– Sea lo que sea lo que necesiten, hay algo de lo que estoy seguro: la única prueba de lo que sucedió realmente está aquí -digo, golpeando nuevamente la pantalla con el dedo.

Click.

«Saldo: 5 104 221,60 dólares.»

Se oye el sonido del ascensor detrás de nosotros al mismo tiempo que noventa y un mil nuevos dólares nos observan desde la pantalla. Charlie mira el ascensor, pero nadie sale de él.

Mirando por encima de su hombro, yo también lo veo. Llevamos aquí demasiado tiempo.

– Deberíamos imprimir todo esto…

– … y largarnos de aquí -corrobora Charlie.

– Espera -dice Gillian.

– ¿Esperar? -pregunta Charlie.

– Yo sólo… deberíamos tener cuidado con este material.

– Por eso precisamente vamos a imprimirlo. Para tener una prueba -dice Charlie, amedrentándola con la mirada. A esta distancia, la mecha de Charlie es más corta que nunca.

Junto al ordenador hay una impresora láser antigua. Aprieto un botón y la máquina cobra vida. Charlie pulsa «Imprimir» en el teclado. En la pantalla se abre una casilla de diálogo gris: «Error en transcripción a LPT1: Por favor inserte una tarjeta de copia.» En la base de la impresora hay una tarjeta escrita a mano que dice: «Todas las copias quince céntimos por página.»

– ¿Dónde conseguimos ahora una de esas tarjetas? -pregunta Charlie.

En un rincón hay una máquina. Delante de ella hay dos tíos llenándola de billetes. Charlie no está de ánimo para esperar. A un par de ordenadores de distancia, el chico del porno tiene una tarjeta sobre la mesa.

– Eh, chico -le grita Charlie-. Te doy cinco pavos por la tarjeta.

– La tarjeta ya está cargada con cinco pavos -nos dice.

– Te daremos diez -añado.

– ¿Qué tal veinte? -nos reta el chico.

– ¿Qué tal si grito «un pervertido sexual» y señalo hacia ti? -le amenaza Gillian.

El chico desliza la tarjeta; yo saco diez pavos.

Cuando me levanto para cerrar el trato, Charlie aprovecha para ocupar mi lugar delante del ordenador. Me inclino sobre su hombro, introduzco la tarjeta en la pequeña máquina unida a la impresora y espero a que el zumbido me confirme que funciona. La pantalla del lector de tarjetas se enciende. «Saldo actual: 2,20 dólares.»

Nos volvemos hacia el chico del porno. Nos mira y huele el billete de diez dólares con una sonrisa presuntuosa. Charlie está a punto de ir a por él.

– Déjalo -le digo y le obligo a girar la cabeza hacia el monitor.

Vuelve a pulsar «Imprimir». Igual que ha sucedido antes, se activa una casilla gris pero ésta es diferente. La fuente y el tamaño de la letra coinciden con las que aparecen en el informe bancario de Duckworth: «Atención: para imprimir este documento, entrar por favor la contraseña.»

– ¿Qué coño es esto? -pregunta Charlie.

– ¿Qué has hecho? -le digo.

– Nada… sólo he pulsado «Imprimir».

– Lo ves, de esto era precisamente de lo que estaba hablando -dice Gillian.

El chico del porno vuelve a mirarnos. Las puertas del ascensor se cierran en una esquina. Alguien lo ha llamado desde la planta baja.

Charlie trata de activar nuevamente la pantalla del informe bancario de Duckworth, pero no puede ir más allá de la advertencia de la contraseña.

– Pregúntale a la mujer en el mostrador de información -dice Gillian.

– No creo que esto sea de la biblioteca -digo, inclinándome nuevamente hacia la pantalla-. Debe de tratarse de una precaución de Duckworth.

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