Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– Cabeza de Bala.

– Aquamán.

– Eh, al menos no me parezco a las amigas de mamá -dice Charlie.

Vuelvo a mirarme en el espejo.

– ¿Quién eres…?

– ¿Están listos? -interrumpe Oz-. ¡Vamos!

De vuelta a la realidad, Charlie y yo salimos del baño. Sigo jugando con mi nuevo pelo. Charlie no ha tocado el suyo. Está acostumbrado a estas cosas. Después de todo, no es la primera vez que cambia de color. Rubio en décimo grado, morado oscuro a los doce años. En aquella época, mamá ya sabía que Charlie quería estar fuera del sistema. Me pregunto qué diría ahora.

– Quiero que se coloquen allí y bajen la persiana -dice Oz, señalando la ventana que hay en la pared del fondo. En el suelo hay una pequeña X formada con cinta adhesiva sobre la alfombra. Charlie tira de la cuerda de la cortina.

– ¿Azul? -pregunta, advirtiendo el color azul claro del lado interior de ¡a persiana.

En el ordenador de Oz, la pantalla parpadea y aparece una imagen digital de un permiso de conducir de Nueva Jersey en blanco. El fondo para la foto es azul claro. Igual que la persiana. Sonriendo ante la exhibición tecnológica, Oz se coloca delante de Charlie con la cámara digital en la mano.

– A la de tres, diga, «Departamento de Vehículos Motorizados…».

Charlie pronuncia las palabras y yo cierro los ojos ante el Hash blanco y brillante.

26

Estirando el cuello hacia el cielo, Joey contempló el edificio de treinta pisos que se alzaba en el Upper East Side de Manhattan.

– ¿Estás segura de que ella está en casa? -preguntó Joey, casi mareada por la altura.

– He hablado con ella hace diez minutos haciéndome pasar por una encuestadora -contestó Noreen-. Es la hora de cenar. No irá a ninguna parte.

Asintiendo para sí, Joey se volvió debajo del toldo rígido y miró a través de las puertas dobles de cristal que conducían al vestíbulo. En el interior, un portero estaba inclinado sobre el mostrador principal hojeando el periódico. Sin uniforme; sin corbata; ningún problema. Sólo el primer apartamento de otra niña de papá.

Dibujando una amplia sonrisa, Joey cogió el móvil que llevaba sujeto en el cinturón, se lo llevó a la oreja y abrió la puerta.

– ¡Oh, odio cuando hacen eso! -gimoteó en el teléfono-. Los panties son tan de clase media.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Noreen.

– ¡Ya me has oído! -gritó Joey. Pasó rápidamente ante el portero agitando la mano y se dirigió directamente hacia el ascensor. El hombre sacudió la cabeza. Típico.

Veintitrés pisos después, Joey llamó al timbre del apartamento 23H.

– ¿Quién es? -preguntó una mujer.

– Teri Gerlach, de la Asociación Nacional de Corredores de Valores -explicó Joey-. Hace unos días Oliver Caruso presentó su solicitud para obtener su licencia de Serie 7 y, puesto que la incluyó a usted como una de sus referencias, nos preguntábamos si podríamos hacerle unas preguntas.

Mientras pronunciaba su breve discurso, Joey sabía perfectamente que no había comprobación de referencias para la Serie 7 de valores, pero ese detalle nunca la había detenido.

Hubo un suave sonido metálico y Joey percibió claramente que la estaban estudiando a través de la pequeña mirilla. Una vez que anochecía, las mujeres de Nueva York tenían un montón de razones para no abrir sus puertas a desconocidos.

– ¿A quién más incluyó Oliver en esa lista? -preguntó la voz.

Para causar efecto, Joey sacó un pequeño bloc de notas de su bolso.

– Veamos… una madre llamada Margaret… un hermano, Charles… Henry Lapidus del Banco Greene… y una novia llamada Beth Manning.

Se oyó el ruido de cadenas y pestillos que se abrían. Cuando la puerta se abrió, Beth asomó la cabeza.

– ¿No ha conseguido Oliver ya su Serie 7?

– Se trata de una renovación, señorita Manning -dijo Joey tranquilamente-. Pero, aun así, nos gusta verificar las referencias. -Volvió a señalar el bloc de notas y sonrió amablemente-. Le prometo que se trata sólo de unas simples preguntas… acabaremos enseguida.

Beth se encogió de hombros y retrocedió unos pasos.

– Tendrá que disculpar todo este desorden…

– No se preocupe -dijo Joey, echándose a reír mientras entraba en el apartamento y apoyaba ligeramente la mano en el antebrazo de Beth.

– Mi apartamento es cincuenta veces peor.

Francis Quincy no era uno de esos hombres ansiosos que se pasean arriba y abajo por las habitaciones. Tampoco era un hombre que se preocupara más de lo estrictamente necesario. De hecho, cuando la tapa de la olla a presión amenazaba con salir disparada, mientras todos los demás recorrían ansiosamente la lujosa alfombra del despacho de Lapidus, Quincy permanecía inmóvil en su sillón, calculando en silencio las posibilidades. Incluso cuando su cuarta hija nació tres meses antes de la fecha prevista para el parto, Quincy se apartó y se consoló pensando que el ochenta por ciento de recién nacidos prematuros conseguían vivir. En aquella época, los números estaban de su parte. Hoy estaban completamente fuera de su control. No obstante, no se dedicaba a pasear por la habitación corno los demás.

– ¿No dijo nada más? -preguntó Quincy secamente.

– Nada… menos que nada -dijo Lapidus, golpeando intermitentemente los nudillos sobre el escritorio-. Sólo quieren que mantengamos la boca cerrada.

Quincy asintió, de pie junto a la ventana que había en una esquina del despacho. Mientras contemplaba la eléctrica línea del cielo, extendió la mano y se apoyó en la parte superior de la persiana shoji cubierta con motivos de mariposas.

– Tal vez deberíamos esperar un día antes de hablar con los socios.

– ¿Has perdido la cabeza? Si llegan a descubrir que estuvimos ocultándoles información… Quincy, se beberán nuestra sangre con el desayuno.

– Bueno, odio decirte eso, Henry, pero pedirán sangre de todos modos, y hasta que no encontremos a Oliver y el dinero desaparecido, no hay nada que podamos hacer.

Los nudillos de Lapidus aceleraron el ritmo.

– Ya he llamado dos veces. Gallo no ha contestado.

– Si eso puede facilitar las cosas, Henry, no tengo inconveniente en hacer un par de gestiones.

– No comprendo…

– Tal vez Gallo necesite oírlo por ambas orejas -dijo Quincy-. Sólo para inclinar un poco la balanza.

Lapidus reflexionó durante unos segundos, estudiando a su socio.

– Sí… no… eso sería genial.

Quincy se dirigió hacia la puerta del despacho sin perder un minuto.

– Sólo recuerda de qué lado están Gallo y DeSanctis -dijo Lapidus-. Cuando llega el momento, los agentes de la ley son como cualquier otro cliente… sólo les interesa qué pueden sacar.

– No tienes que recordármelo -dijo Quincy mientras abandonaba el lujoso despacho-. Lo sé todo acerca de este negocio.

– ¿Qué es lo que estamos buscando? -preguntó DeSanctis, sosteniendo el auricular con la barbilla.

– No es fácil saberlo. Obviamente hemos topado con algunos obstáculos, pero creo que pronto todo irá sobre ruedas -explicó su socio-. ¿Cómo van las cosas por allí? ¿Cómo se está portando Gallo con la madre?

Mirando a través del espejo de una sola cara, DeSanctis vio que Gallo estaba ayudando a la señora Caruso a ponerse el abrigo.

– Lo tenemos controlado -dijo DeSanctis fríamente.

– No pareces muy seguro…

– Estaré seguro cuando les hayamos cogido -insistió.

Charlie y Oliver se habían librado esta vez, pero eso no volvería a suceder. No con esta clase de apuestas.

– ¿Has pensado en llamar a otros agentes?

– No… imposible -replicó DeSanctis-. Puedes creerme, no queremos más dolores de cabeza.

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