Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– Aún no comprendo cuándo lo planeaste -digo cuando caminamos por las destrozadas aceras de la Avenue en Sheepshead Bay, Brooklyn.

– No lo hice -admite Charlie-. Se me ocurrió mientras doblaba la Hoja Roja.

– ¿Me tomas el pelo? -pregunto, echándome a reír-. Joder, tío… ¡nunca sabrá qué ha pasado!

Espero a que él también se eche a reír, pero eso no sucede. Sólo silencio.

– ¿Qué? -pregunto-. ¿No puedo estar feliz porque el dinero está a salvo? Sólo me siento aliviado de que tú…

– Oliver, ¿has oído lo que dices? Te pasas todo el día lamentándote y diciendo que tenemos que tomarnos las cosas con calma, pero en el momento en que te digo que he engañado a Shep, comienzas a actuar como el tío que consiguió el último par de billetes para subir al Zeppelin.

Mientras avanzamos calle arriba observo los escaparates de las tiendas familiares que salpican el paisaje de la U Avenue: pizzerias, estancos, zapaterías de rebajas, una barbería en franco declive. Excepto la pizzeria, todos los locales están cerrados. Cuando éramos pequeños, eso significaba que los dueños apagaban las luces y cerraban las puertas con llave. Hoy significa bajar una persiana de acero reforzado que parece la puerta metálica de un garaje. No hay ninguna duda, la confianza ya no es lo que era.

– Venga, Charlie, sé que te encanta recoger a los cachorros perdidos, pero apenas conoces a ese tío…

– ¡Eso no importa! -me interrumpe Charlie-. Pero le hemos engañado, le hemos clavado un cuchillo en la espalda! -Cuando estamos cerca de la esquina, extiende el brazo y deja que las puntas de los dedos se deslicen por la persiana metálica que protege la librería que vende libros de segunda mano-. ¡Maldita sea! -grita Charlie, golpeando el metal con todas sus fuerzas-. El nos confió el… -aprieta los dientes y se interrumpe-. Eso es exactamente lo que detesto del dinero…

Gira rápidamente en Bedford Avenue y las puertas de garaje dejan paso a un escasamente atractivo edificio de apartamentos de seis pisos construido en los años cincuenta.

– ¡Estoy viendo a unos hombres muy guapos! -grita una mujer desde el cuarto piso. Ni siquiera tengo que alzar la vista para saber de quién se trata.

– Gracias, mamá -murmuro en voz baja. «La rutina de costumbre», me digo mientras acompaño a Charlie hacia el vestíbulo. La noche del lunes es la Noche Familiar. Incluso cuando no quieres que lo sea.

Cuando el ascensor llega al cuarto piso y nos dirigimos al apartamento de mamá, Charlie ya no me dirige la palabra. Así es como se pone siempre que está contrariado: cerrado y desconectado. La misma manera que tenía papá de resolver los problemas. Naturalmente, con cualquier otra persona podría leerlo en su cara, pero mamá…

– ¿Quién quiere unos exquisitos macarrones al horno? -grita, abriendo la puerta antes incluso de que llamemos al timbre. Como siempre, una amplia sonrisa le ilumina el rostro y tiene los brazos extendidos buscando un abrazo.

– ¿Macarrones? -canturrea Charlie mientras entra en el apartamento y la abraza-. ¿Estamos hablando de original o extra crujiente?

Aunque el chiste es muy malo, mamá ríe histéricamente… y abraza a Charlie con fuerza.

– ¿Cuándo comemos? -pregunta Charlie, apartándola y quitándole de la mano la cuchara de madera cubierta de salsa.

– Charlie, no…

Demasiado tarde. Se lleva la cuchara a la boca para probar la salsa.

– ¿Estás contento? -dice mamá, echándose a reír y volviéndose para mirarle-. Ahora has llenado la cuchara de gérmenes.

Charlie sostiene la cuchara como si fuese una piruleta y la pasa sobre su lengua que cuelga fuera de la boca.

– Aaaaaaaaa -gime con la lengua colgando-. ¡He cogido los gérmenes!

– Tú también tienes gérmenes -dice mamá sin dejar de reír y mirándole directamente a los ojos.

– Hola, mamá -digo, esperando aún en el umbral de la puerta.

Ella se vuelve rápidamente sin que la amplia sonrisa se borre de sus labios.

– Ahhhh, mi grandullón -dice, abrazándome-. Sabes que me encanta verte con traje. Tan profesional…

– ¿Y qué hay de mi traje? -protesta Charlie, señalando su abrigo azul y los pantalones caqui arrugados.

– Los chicos guapos como tú no tienen necesidad de llevar trajes -dice con su mejor tono de Mary Poppins.

– ¿Significa eso que yo no soy guapo? -pregunto.

– ¿O significa que no tengo buen aspecto con traje? -añade Charlie.

Hasta mi madre sabe cuándo una broma ha ido demasiado lejos.

– Muy bien, Frick y Frack, todo el mundo dentro.

Seguimos a mi madre a través de la sala de estar y al pasar frente a la pintura enmarcada que Charlie hizo del puente de Brooklyn, respiro profundamente y me lleno de todo el olor de mi juventud. Gomas de borrar… lápices de colores… salsa de tomate casera. Charlie tiene el Play-Doh, yo tengo las cenas de los lunes. Es verdad, algunos detalles cambian, pero las cosas importantes -la vajilla de la abuela, la mesita del café con el cristal con el que me abrí la cabeza cuando tenía seis años-, las cosas importantes son siempre las mismas. Incluida mi madre.

Con un peso superior a los ochenta kilos, mi madre nunca ha sido una mujer pequeña… o insegura. Cuando su pelo se llenó de canas, no se lo tiñó; cuando empezó a caérsele, se lo cortó. Después de que mi padre se marchara de casa, las tonterías relacionadas con el aspecto físico ya no tuvieron importancia: sólo importábamos Charlie y yo. De modo que incluso con las facturas del hospital, las tarjetas de crédito, y la bancarrota en la que nos dejó mi padre… incluso después de haber perdido su trabajo en una tienda de artículos de segunda mano, y todos los trabajos de costura que había hecho desde entonces… ella siempre tuvo amor más que suficiente para seguir adelante. Lo menos que podemos hacer es devolvérselo.

Voy directamente a la cocina, busco el pote de galletas de Charlie Brown y tiro de su cabeza de cerámica.

– ¡Ay! -exclama Charlie, usando su broma preferida desde cuarto grado.

La cabeza se desprende y saco del interior del pote una pila de papeles.

– Oliver, por favor no hagas esto… -dice mamá.

– Muy bien -digo, ignorándola y llevando los papeles a la mesa del comedor.

– Hablo en serio, no está bien. No tienes que pagar mis facturas.

– ¿Por qué? Tú me ayudaste a pagar la universidad.

– Tú ya tenías un trabajo y…

– …gracias al tío con el que estabas saliendo entonces. Cuatro años de dinero fácil… sólo así pude hacer frente a las matrículas.

– No tiene importancia, Oliver. Ya fue bastante malo que tuvieras que pagar el apartamento.

– Yo no pagué el apartamento, sólo pedí en el banco que te diesen una mejor financiación.

– Y me ayudaste con la entrada…

– Mamá, eso fue sólo para que pudieras empezar. Habías estado alquilando este apartamento durante veinticinco años. ¿Sabes cuánto dinero tiraste en ese tiempo?

– Eso fue porque… -Se interrumpe. No le gusta culpar a mi padre.

– Mamá, no tienes que preocuparte. Para mí es un placer.

– Pero eres mi hijo…

– Y tú eres mi madre.

Es difícil rebatir ese argumento. Además, si no necesitara mi ayuda, las facturas no estarían donde yo pudiese encontrarlas, y estaríamos comiendo pollo o carne en lugar de macarrones. Tuerce ligeramente la boca y se muerde nerviosamente las tiritas que cubren las puntas de los dedos. La vida de una costurera: demasiados alfileres y demasiados dobladillos. Siempre hemos vivido pagando nuestras deudas, pero las arrugas de su cara están empezando a revelar su edad. Sin decir nada, abre la ventana de la cocina y se inclina hacia el aire frío.

Al principio supongo que debe de haber visto a la señora Finkelstein -la mejor amiga de mamá y nuestra vieja canguro-, cuya ventana está directamente al otro lado del callejón. Pero cuando oigo el familiar chirrido de la cuerda de la ropa, me doy cuenta de que mi madre está entrando el resto del trabajo de hoy. Así fue cómo aprendí que uno puede refugiarse en su trabajo. Cuando ha acabado, vuelve al fregadero y lava la cuchara de Charlie.

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