No obstante, la prueba estaba ahí, y en este momento todo parecía indicar que el pastel estaba a punto de ser enviado a Londres, Inglaterra. Empleando la misma técnica que sabía que Shep usaba, buscó la cuenta de Martin Duckworth y examinó la columna marcada «Actividad actual». La última entrada «Saldo de la cuenta al C.M.W. Walsh Bank», seguía señalada como «Pendiente». Ya no tardaría mucho.
Sacó una pluma del bolsillo de la chaqueta y apuntó el nombre del banco, seguido del número de la cuenta. Seguro que podía llamar al banco de Londres… tratar de apoderarse del dinero… pero para cuando hubiese terminado la operación, el dinero ya habría desaparecido. Además, ¿por qué interferir ahora?
El teléfono comenzó a sonar y descolgó el auricular inmediatamente.
– ¿Hola? -contestó él con su seguridad habitual.
– ¿Y bien…? -preguntó una voz ronca y desagradable.
– ¿Y bien qué?
– No bromees conmigo -le advirtió el hombre-. ¿Lo han cogido?
– En cualquier momento… -dijo sin apartar los ojos de la pantalla. En el extremo inferior de la cuenta se produjo un rápido parpadeo y «Pendiente» se convirtió en «Pagado».
– Ahí va -añadió con una amplia sonrisa. Shep… Charlie… Oliver… si supiesen lo que se avecinaba.
– ¿O sea que ya está? -preguntó el hombre.
– Ya está -contestó-. La bola de nieve ha comenzado a rodar oficialmente.
Alguien me vigila. No advertí su presencia cuando me despedí de Lapidus y salí del banco; eran más de las seis y el cielo de diciembre ya estaba oscuro. Tampoco le vi cuando me seguía por las sucias escaleras que llevaban a la estación del metro o a través del torniquete; a esa hora hay demasiada gente cambiando de trenes en los hormigueros urbanos como para advertir la presencia de nadie. Pero cuando llego al andén del metro juro que oigo que alguien susurra mi nombre.
Me giro para comprobarlo pero lo único que veo es la típica multitud que ha salido de sus trabajos en Park Avenue: hombres; mujeres; altos; bajos; jóvenes; viejos; unos pocos negros; la mayoría blancos. Todos ellos con abrigos o gruesas chaquetas. La mayoría con los ojos fijos en algún libro o periódico -unos cuantos parecen abstraídos en la música que sale de sus auriculares- y uno, justo cuando me giro, levanta rápidamente su ejemplar del Wall Street Journal para cubrirse la cara.
Estiro el cuello todo lo que puedo para echarle un vistazo a los zapatos o a los pantalones -cualquier cosa que pueda darme una pista- pero a la hora punta la densidad de la muchedumbre es demasiado compacta. No tengo ganas de correr riesgos, de modo que avanzo hacia un extremo del andén para alejarme del hombre del Journal. En el último segundo, me giro rápidamente y miro por encima del hombro. Unas cuantas personas más se unen a la compacta masa pero, en general, nadie se mueve. Nadie salvo el hombre, quien, como el malo de una pésima película sobre la guerra fría, levanta nuevamente el periódico para cubrirse la cara.
No pierdas los nervios, me digo, pero antes de que mi cerebro responda a esa orden, un ruido sordo llena el aire. Ahí llega el tren, que entra en la estación a toda velocidad y agita mi pelo. Me paso los dedos por la cabeza para volver a ponerlo en su sitio y echo un último vistazo al andén. Cada diez metros hay una pequeña multitud que empuja hacia una puerta abierta. Ignoro si ha subido a alguno de los vagones o ha abandonado la persecución, pero el hombre del Journal ha desaparecido.
Me abro paso hacia el vagón atestado ya de gente, donde quedo aplastado entre una mujer hispana que lleva un abultado anorak y un tío calvo con un abrigo de llamativos colores. A medida que el tren avanza hacia el centro, la multitud comienza a diluirse y algunos asientos quedan vacíos. De hecho, cuando hago el transbordo en Bleecker y cojo el tren de la línea D en la parada de Broadway-Lafayette, toda la gente del centro vestida a la moda con zapatos negros, tejanos negros y chaquetas de cuero negro sale del metro. No es la última parada antes de llegar a Brooklyn, pero es la última parada guay.
Aprovecho el espacio libre del vagón y me apoyo en una barra de metal próxima. Es la primera vez desde que salí de mi despacho que puedo recuperar el aliento. Es decir, hasta que veo quién me está esperando en el extremo del vagón: el hombre oculto detrás del Wall Street Journal.
Sin las multitudes y la distancia, me resulta fácil echarle un rápido vistazo. Es todo lo que necesito. Me dirijo hacia él sin pensarlo dos veces. Levanta el periódico un poco más, pero es demasiado tarde. Se lo quito de un manotazo y descubro quién me ha estado siguiendo los pasos durante los últimos quince minutos.
– ¿Qué diablos haces aquí, Charlie?
Mi hermano intenta una sonrisa traviesa, pero es inútil.
– ¡Contéstame! -exijo.
Charlie levanta la vista, casi impresionado.
– Vaya… «Starsky y Hutch» al completo. ¿Y si hubiese sido un espía… o un tío con un garfio?
– Vi tus zapatos, estúpido. Ahora dime, ¿qué crees que estás haciendo?
Con un gesto de la barbilla, Charlie señala a los pasajeros del vagón que ahora nos están mirado. Antes de que pueda reaccionar, se escabulle y se dirige hacia el otro extremo, invitándome a que le siga. Mientras recorremos el vagón, unas cuantas personas alzan la vista, pero sólo durante un segundo. Típico de Nueva York.
– ¿Ahora quieres decirme de qué va todo esto o simplemente debo añadirlo a tu siempre creciente lista de acciones estúpidas? -le digo mientras continuamos avanzando a través del vagón.
– ¿Siempre creciente? -pregunta, avanzando entre los pasajeros-. No sé a qué te…
– Con Shep -le interrumpo; siento la vena que late en mi frente-. ¿Cómo pudiste darle el destino final de la transferencia?
Volviéndose hacia mí, pero sin aminorar el paso, Charlie agita una mano en el aire como si fuese una pregunta absurda.
– Venga, Oliver, ¿todavía estás molesto por eso?
– Maldita sea, Charlie, ya está bien de bromas -digo, alcanzándole-. ¿Acaso tienes idea de lo que has hecho? Quiero decir, ¿alguna vez, por casualidad, te detienes a pensar en las consecuencias de tus actos o simplemente saltas del precipicio, feliz de ser el tonto del pueblo?
En el extremo del vagón, se para en seco y se vuelve para mirarme fijamente.
– ¿Te parezco un estúpido?
– Bueno, considerando lo que has…
– No le di nada a Shep -dice Charlie en voz baja-. No tiene idea de dónde está.
No digo nada mientras el tren entra en Grand Street, la última parada de metro en Manhattan. En el instante en que se abren las puertas, docenas de hombres y mujeres chinos encorvados llenan el vagón cargados con bolsas de plástico rosa que apestan a pescado fresco. A Chinatown a comprar comestibles, luego de regreso a Brooklyn en metro.
– ¿De qué estás hablando? -pregunto.
– Cuando le mostré a Shep la Hoja Roja… señalé otro banco. Lo hice a propósito, Ollie. -Se acerca y añade-. Le di un lugar elegido al azar en Antigua donde no tenemos nada. Ni un centavo. Naturalmente, y ésta es realmente la mejor parte, estabas tan ocupado gritando que Shep se creyó hasta la última palabra. -Me lleva un minuto procesar la información-. No te comas el coco, Oliver. No dejaré que nadie se lleve nuestro dinero.
Con un fuerte tirón intenta abrir la puerta de servicio que comunica los dos vagones. Está cerrada con llave. Molesto, pasa junto a mí y echa a andar exactamente en la dirección por la que hemos venido. Antes de que pueda decir nada, el tren comienza a moverse… y mi hermano se pierde entre la multitud.
– ¡Charlie! -grito, corriendo tras él-. ¡Eres un genio!
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