Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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Marco el número ochocientos que figura en el reverso de la tarjeta con la Dama de la Libertad y luego el código secreto. Cuando me preguntan qué numero deseo marcar, saco la cartera, deslizo el dedo por detrás del permiso de conducir y extraigo un pequeño trozo de papel. Marco el número de diez dígitos que he apuntado en el papel en orden inverso. Llevo encima el número de teléfono de Antigua, pero si me detienen, eso no significa que deba facilitarles las cosas.

– Gracias por llamar al Royal Bank de Antigua -dice una voz femenina grabada-. Para saldo de cuenta automático pulse el uno. Para hablar con un empleado del servicio personal pulse el dos.

Pulso el dos. Si alguien nos ha robado el dinero, quiero saber adónde ha ido.

– Habla la señorita Tang. ¿En qué puedo ayudarle?

Antes de que pueda responder diviso a Charlie que cruza la calle detrás de un montón de gente.

– ¿Hola…? -dice la mujer.

– Hola, sólo quería comprobar el saldo de mi cuenta.

Agito la mano para llamar la atención de Charlie, pero no me ve.

– ¿Su número de cuenta? -pregunta la mujer.

– 58943563 -le digo. Cuando memoricé el número no pensé que tendría que utilizarlo tan pronto. Justo enfrente de mí, Charlie está solo y prácticamente va bailando calle arriba.

– ¿Con quién estoy hablando?

– Martin Duckworth -digo-. Sunshine Distributors.

– Por favor, espere mientras compruebo la cuenta.

En el momento en que comienza a sonar la música grabada tapo el auricular con la mano.

– ¡Charlie! -grito. Ya se ha alejado varios metros y con el bullicio del tráfico de la hora punta entre nosotros…-. ¡Charlie! -vuelvo a gritar. Pero sigue sin oírme.

Charlie sigue avanzando hacia el centro de la manzana, baja el bordillo y echa un primer vistazo al banco. Como siempre, su reacción es más rápida que la mía. Descubre los coches sin marcas aparcados delante del edificio y se queda inmóvil en medio de la calle.

Espero que eche a correr, pero es mucho más listo que eso. Instintivamente, echa un vistazo a su alrededor, buscándome. Es como mi madre acostumbraba a decir: ella nunca creyó en la percepción extrasensorial, pero los hermanos… los hermanos estaban conectados. Charlie sabe que estoy aquí.

– ¿Señor Duckworth…? -pregunta la mujer en el otro extremo de la línea.

– Sí… aquí estoy.

Agito la mano y ahora Charlie me ve. Mira en mi dirección, estudiando mi lenguaje corporal. Quiere saber si es real o si sólo estoy actuando. No espera a que cambie la luz del semáforo y se lanza en medio del tráfico, esquivando la embestida de los coches. Un taxi hace sonar con fuerza la bocina, pero Charlie lo ignora. El hecho de verme presa del pánico no significa que él también deba estarlo.

– Señor Duckworth, necesitaré la contraseña de la cuenta -dice la mujer del banco.

– Ero Yo -contesto.

– ¿Qué ha pasado? -pregunta Charlie cuando sube el bordillo.

Le ignoro; sigo esperando la información del banco.

– ¡Dime! -insiste.

– ¿En qué puedo ayudarle? -pregunta finalmente otra mujer al otro lado de la línea.

– Quiero saber el saldo y también los últimos movimientos de esta cuenta -contesto.

Entonces, allí mismo, en la acera, Charlie se echa a reír a carcajadas, la misma risa patentada de hermano pequeño cuando tenía nueve años.

– ¡Lo sabía! -grita-. ¡Sabía que no podrías evitarlo!

Me llevo el índice a los labios para que se calle, pero sin éxito.

– No podías esperar ni siquiera veinticuatro horas, ¿verdad? -pregunta, inclinándose hacia la cabina-. ¿Qué ha sido? ¿Los coches fuera del banco? ¿Las placas federales? ¿Has hablado con alguien o sólo has visto los coches y has mojado los pan…?

– ¡Quieres cerrar la boca! ¡No soy un imbécil!

– ¿Señor Duckworth…? -pregunta la primera mujer.

– Sí… sigo aquí -digo, volviendo a concentrarme en la llamada-. Estoy aquí.

– Lamento haberle hecho esperar, señor. Esperaba comunicarme con uno de nuestros supervisores para…

– Sólo dígame cuál es el saldo. ¿Es cero?

– ¿Cero? -dice la mujer sin poder evitar la risa-. No… en absoluto.

Yo también dejo escapar una risa nerviosa.

– ¿Está segura?

– Nuestro sistema no es perfecto, señor, pero esta cuenta está muy clara. Según nuestros datos, en esta cuenta sólo se ha registrado una transacción… una transferencia electrónica que se recibió ayer a las 12.21 horas.

– ¿O sea que el dinero aún está allí?

– Por supuesto -dice la mujer-. Estoy mirando el saldo en este momento. Una única transferencia electrónica… por un total de trescientos trece millones de dólares.

11

– ¿Que tenemos qué? -grita Charlie.

– No puedo creerlo -balbuceo, con la mano aún apoyada en el auricular del teléfono-. ¿Tienes idea de lo que significa esto?

– Significa que somos ricos -dice-. Y no estoy hablando de asquerosamente ricos o incluso extremadamente ricos; estoy hablando de obscenamente, grotescamente, imposiblemente ricos. O como me dijo una vez mi peluquero cuando le dejé cinco pavos de propina: «Ésa sí que ha sido una buena acción.»

– Estamos muertos -digo, todo el peso de mi cuerpo se derrumba contra la cabina telefónica. Eso es lo que saco de un estúpido momento de ira-. No hay forma de expli…

– Les diremos que ganamos toda esa pasta en las apuestas de la Super Bowl. Podrían creerlo.

– Hablo en serio, Charlie. No se trata solamente de tres millones, es…

– Trescientos trece millones de dólares. Te he oído las primeras tres veces. -Cuenta con los dedos, desde el meñique hasta el índice-. Trescientos diez… trescientos once… trescientos doce… trescientos trece… Santo guacamole, me siento como ese tío viejo con bigote en el Monopoly, ya sabes, el que lleva el monóculo y la cabeza cal…

– ¿Cómo puedes bromear?

– ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Apoyarme contra una cabina telefónica y quedarme ahí encogido el resto de mi vida?

Me pongo erguido sin decirle nada.

– Ahora te sientes mejor, ¿verdad? -pregunta.

– No se trata de un juego, Charlie. Nos matarán por esto…

– Sólo si lo encuentran, y la última vez que comprobé todas esas compañías falsas… ese chico malo es infalible.

– ¿Infalible? ¿Estás chiflado? No estamos… -me interrumpo y bajo la voz. En la calle aún hay mucha gente-. No estamos hablando de cuatro chavos -susurro-. De modo que deja ya de jugar a Butch Cassidy y…

– No. Ni hablar -me interrumpe-. Es hora de ser realistas, Ollie, no es otra cosa de la que debamos huir, esto es el País de las Maravillas. Todo ese dinero es nuestro. ¿Qué más quieres? Nadie sabe cómo encontrarlo… nadie sospecha de nosotros; si antes era bueno, ahora es doblemente bueno. Trescientas trece veces mejor que antes. Por una vez en nuestras vidas podemos sentarnos y…

– Maldita sea, Charlie, ¿qué pasa contigo? -le grito, apartándome de la cabina y cogiéndole por el cuello del abrigo-. ¿No me escuchabas mientras te hablaba? Ya oíste a Shep, la única forma de que esto funcione es que nadie sepa que el dinero ha desaparecido. Podemos meter en nuestros bolsillos 1res millones de dólares… pero trescientos trece… ¿te imaginas de lo que son capaces para recuperar ese dinero? -Hago todo lo que puedo para mantener el tono de voz en un susurro, pero la gente comienza a mirarnos. Miro a mi alrededor y le suelto-. Ya está -murmuro-. Estoy acabado.

Charlie se alisa el cuello del abrigo. Yo me vuelvo hacia el teléfono.

– ¿A quién llamas? -me pregunta.

No le contesto, pero observa mis dedos cuando pulsan los números. Shep.

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