Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– Yo no lo haría -me advierte.

– ¿De qué estás hablando?

– Si son inteligentes, estarán controlando todas las llamadas que llegan al banco. Tal vez incluso las escuchen. Si quieres información, vuelve y habla con él personalmente.

Dejo de marcar a mitad del número, miro a Charlie por encima del hombro y comienza oficialmente la competición de miradas. Él conoce mi expresión: el dubitativo Thomas. Y yo conozco la suya. El honesto Injun. También sé que es sólo un truco… su táctica preferida para que me tranquilice y así poder salirse con la suya. Es lo que hace siempre. Pero ni siquiera yo puedo discutir con la lógica. Cuelgo el teléfono con violencia y paso junto a él.

– Será mejor que tengas razón -le advierto mientras emprendo el regreso al banco.

Una breve parada en la cafetería me proporciona un cuarto de litro de calma y una excusa perfecta para explicar por qué salí corriendo del edificio. No obstante, ello no impide que el agente del servicio secreto que está instalado en la puerta principal añada otra marca junto a mi nombre… y una junto al de Charlie.

– ¿No quiere besarnos el culo? -pregunta Charlie al agente.

El agente nos fulmina con la mirada como si la marca que consta junto a nuestros nombres fuese suficiente para ponernos de rodillas, pero ambos sabemos cuál es la realidad: si tuviesen la más mínima sombra de sospecha, nos sacarían esposados del banco. En cambio, estamos entrando en el edificio.

La mayoría de los días me dirijo directamente al ascensor. Hoy la situación es claramente diferente. Sigo a Charlie mientras pasa junto a la ventanilla con el mostrador de mármol del cajero y dejo que me arrastre hacia el laberinto de escritorios. Como siempre, está lleno de empleados chismosos, pero hoy parecen hallarse en su apogeo.

– ¿Cómo estás? -saluda Jeff de Nueva Jersey. Intercepta nuestra marcha para palmear a Charlie en el pecho.

– Ya estamos -canta Charlie-. Mi palmada diaria en el pecho. Extraño para muchos… reverenciado por unos pocos.

Jeff se echa a reír; nos paramos a pocos pasos del ascensor.

– Sabes que tengo razón -dice Charlie, disfrutando de cada instante.

Estoy tentado de arrastrarle hacia el ascensor, pero está claro lo que mi hermano busca. Tal vez Jersey Jeff invade demasiado tu espacio personal, pero cuando se trata de chismes de oficina, hasta yo sé que es la abeja reina.

– ¿Cuál es la historia con el Señor Asistencia? -pregunta Charlie, haciendo una seña hacia el tío rubio que está junto a la entrada principal.

Jeff muestra una amplia sonrisa. Finalmente tiene una oportunidad de fanfarronear.

– Dicen que está haciendo una comprobación de seguridad, pero nadie se lo ha tragado. Quiero decir, ¿tan estúpidos creen que somos?

– ¿Bastante estúpidos? -propone Charlie.

– Muy estúpidos -conviene Jeff.

– ¿Tú qué crees? -pregunto con la paciencia de… bueno… con la paciencia de alguien que acaba de robar trescientos trece millones de dólares.

– Es difícil decirlo, es difícil decirlo -contesta Jeff-. Pero si tuviese que adivinar… -Se inclina hacia nosotros, disfrutando del momento-. Apuesto por un robo. Un trabajo interno.

– ¿Qué? -susurra Charlie, simulando indignación. Por la expresión de mi rostro, se da cuenta perfectamente de que estoy a punto de perder los estribos.

– Es sólo una teoría -dice Jeff-. Pero ya sabéis cómo son las cosas, en este lugar no se cambia un rollo de papel higiénico sin enviar antes un memorándum. ¿Y, de pronto, deciden cambiar toda la seguridad sin ni siquiera avisar?

– Tal vez querían ver cuál era nuestro funcionamiento habitual -digo.

– Y tal vez no querían gritar fuego con el cine lleno de gente. Es igual que cuando cogieron a aquella tía que se estaba llevando pasta de Cuentas por Pagar… trataron de mantener las cosas controladas. No son tontos. Si se hace público, a los clientes les entrará el pánico y comenzarán a retirar su dinero.

– Yo no estaría tan seguro -añado, negándome a dar mi brazo a torcer.

– Eh, puedes creer lo que quieras, pero tiene que haber un motivo muy poderoso para que todos los peces gordos estén reunidos en este momento en el cuarto piso.

El cuarto piso. Charlie me mira. «Allí está mi escritorio», dice su mirada.

– ¿Cómo dices? -pregunta.

Jeff sonríe. Eso era lo que se estaba reservando.

– Pues sí -dice, regresando a su escritorio-. Llevan allí toda la mañana…

Miro a Charlie y él me mira a mí. Cuarto piso.

En el instante en que se abre la puerta del ascensor, Charlie sale a la alfombra gris y realiza un rápido reconocimiento del lugar. La sala de las fotocopiadoras; la máquina del café; el cubículo en forma de cañón que se alza en el centro de la habitación; todo parece estar en su sitio. Los carritos con la correspondencia ruedan por la sala, resuenan los teclados y unos cuantos grupos están de palique. No obstante, no es necesario ser un genio para saber dónde está la acción; en este piso sólo hay un lugar donde los peces gordos pueden ocultarse. Mientras nos dirigimos hacia el escritorio de Charlie como si fuese un día cualquiera, ambos clavamos la vista en el extremo más alejado de la habitación. La Jaula.

Es imposible decir si realmente están allí o si Jeff se estaba echando uno de sus habituales faroles. La puerta está cerrada. Siempre está cerrada. Pero eso no nos impide mirar, estudiamos el grano de la madera, el brillo del pomo, incluso los diminutos botones negros en la cerradura codificada. Yo podría entrar fácilmente, pero… hoy no. No hasta que nosotros…

– Llama a Shep… averigua dónde está -susurro cuando entramos en el cubículo de Charlie. Mi hermano se sienta sobre una rodilla en el sillón, la cabeza unos centímetros por debajo del borde superior del cubo. Descuelga el teléfono y marca el número de Shep. Me inclino para escuchar sin quitar los ojos de la puerta de Mary. Shep suele responder a la primera llamada, le pagan para ser paranoico. Hoy no. Hoy el teléfono sigue sonando.

– No creo que Shep…

– Shhhhhh -le interrumpo. Algo pasa.

Charlie salta de su sillón y estudia La Jaula. La puerta se abre lentamente y la habitación se vacía. A través del pasillo vemos que Quincy es el primero en salir, seguido de Lapidus. Agacho la cabeza. Charlie permanece erguido. Es su escritorio.

– ¿Quién más está con ellos? -susurro con la barbilla besando el teclado del ordenador.

Charlie mantiene la vista fija en la puerta y alza ambas manos en el aire, fingiendo que está haciendo un estiramiento.

– Detrás de Lapidus está Mary -comienza a decir.

– ¿Alguien más?

– Sí, pero no les conozco…

Alzo la cabeza para echar un breve vistazo. Cuando Mary sale de La Jaula, le sigue un tío bajo y rechoncho vestido con un traje que le sienta fatal. Camina con una ligera cojera y no deja de rascarse el cuero cabelludo justo por encima de la nuca. Incluso con la cojera, tiene el mismo aspecto sólido de Shep. Servicio secreto. Detrás del Señor Rechoncho hay otro agente, mucho más fino tanto en pelo como en peso, que lleva lo que parece ser una caja de zapatos negra con unos cuantos cables que cuelgan. Los tíos del FBI tenían un chisme similar cuando procesaron a aquella mujer de Cuentas a Pagar. La conectas al ordenador y obtienes al instante una copia del disco duro del usuario. Es la forma más sencilla de mantener el lugar en calma, no permitir que te vean confiscando ordenadores, sólo te llevas las pruebas dentro de una discreta bolsa.

Cuando la puerta de La Jaula se abre de par en par alcanzo a ver el ordenador de Mary sobre su escritorio. La ranura del disco duro está precintada. Nada entra; nada sale.

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