La confusión de Fabel quedó expresada en su rostro. Ya habían mandado a un equipo de SchuPo a la casa de Biedermeyer. Era un apartamento en la planta baja de un edificio de Heimfeld-Nord y los agentes uniformados habían confirmado que estaba vacío y que no había nada raro en él, salvo que uno de los dos dormitorios parecía haber sido acondicionado para recibir a una persona muy anciana o incapacitada.
– No lo entiendo -dijo Fabel-. No hay ningún sótano en su apartamento.
La fría sonrisa de Biedermeyer se ensanchó.
– Esa no es mi casa, estúpido. Ese no es más que el apartamento que alquilé para convencer a las autoridades del hospital de que me dejaran ocuparme de mutti. Mi verdadera casa es donde crecí. La casa que compartí con esa vieja hija de puta. Rilke Strasse, Heimfeld. Está junto a la Autobahn. Allí la encontrarán… Allí encontrarán a Paula Ehlers, en el suelo, donde mutti y yo la enterramos. Sáquela de allí, Herr Fabel. Saque a mi Gretel de la oscuridad y los dos seremos libres.
Fabel hizo un gesto a los SchuPos, quienes agarraron los brazos de Biedermeyer, que no ofreció resistencia, se los pusieron detrás de la espalda y volvieron a esposarlo.
– La encontrarán allí… -exclamó Biedermeyer mientras Fabel y su equipo salían de la sala. Luego se echó a reír-. Y cuando estén en la casa, ¿podrían apagar el horno? Lo dejé encendido esta mañana.
Viernes, 30 de abril. 16:20 h
Heimfeld-Nord, Hamburgo
L a casa estaba en la periferia de los bosques de Staatsfort, cerca del área donde la A7 los atravesaba. Era grande y antigua y presentaba un aspecto deprimente. Fabel supuso que habría sido construida en los años veinte pero carecía de atmósfera o personalidad. Estaba en medio de un gran jardín abandonado y lleno de arbustos. La casa en sí misma daba la impresión de que hacía mucho tiempo que nadie la trataba con cariño; la pintura del exterior estaba apagada, llena de manchas y desconchada, como si la piel del edificio estuviese enferma.
Algo en esa construcción le recordó a Fabel la residencia que Fendrich habitó junto a su difunta madre. Este edificio también parecía perdido, fuera de lugar, como si de pronto se encontrara en un entorno y en una época que ya no le pertenecía. Incluso su posición, con una franja boscosa en su parte trasera y la Autobahn que pasaba muy cerca por un costado, parecía incongruente.
Habían llevado dos coches y los acompañaba una unidad de SchuPos. Fabel, Werner y Maria se acercaron directamente a la puerta principal y llamaron al timbre. Nada. Anna y Henk Hermann, detrás de ellos, hicieron venir a los SchuPos, quienes sacaron un ariete del maletero del coche patrulla Opel verde y blanco. La puerta era firme: tuvieron que golpearla tres veces con el ariete hasta que la madera se astilló, separándose del cerrojo, y la puerta salió disparada contra la pared del vestíbulo.
Fabel y los otros se miraron antes de entrar en la casa de Biedermeyer. Todos sabían que se encontraban en el umbral de una locura excepcional, y cada uno de ellos se preparó para enfrentarse a lo que los aguardaba en el interior.
Empezó en el pasillo.
La casa estaba oscura y tenebrosa; había una puerta de cristal que separaba el vestíbulo del pasillo que estaba más allá. Fabel empujó la puerta. Lo hizo con mucha cautela, aunque ningún peligro lo esperaba. Biedermeyer ya estaba encerrado en su celda; pero, por otra parte, no lo estaba: su colosal presencia también estaba en esa casa. Era un pasillo largo y estrecho con un techo alto, del que pendía una lámpara colgante con tres bombillas. Fabel encendió las luces y el pasillo se llenó de un resplandor lóbrego y amarillento.
Las paredes estaban cubiertas. Era un mosaico de fotografías y páginas impresas y manuscritas. Había hojas de papel amarillo pegadas al enlucido; cada una de las cuales estaba totalmente escrita con una letra minúscula y en tinta roja. Fabel las examinó: todos los cuentos de hadas de los Grimm estaban allí. Todos escritos con la misma letra obsesiva, y sin el más mínimo error. Una locura perfecta. Entre las hojas manuscritas había páginas impresas de ediciones de los textos de los hermanos Grimm. E imágenes. Cientos de ilustraciones de los cuentos. Fabel reconoció muchas de ellas de los originales que Gerhard Weiss coleccionaba. Y había otras, de la época nazi, similares a las que el autor le había descrito. Fabel notó que Anna Wolff se había detenido a examinar una de ellas; era de los años treinta y la vieja bruja aparecía representada con caricaturescos rasgos judíos, encorvada y atizando el fuego debajo del horno mientras echaba una mirada codiciosa y miope a un Hänsel rubio y nórdico. Detrás de ella, una Gretel igualmente nórdica estaba preparándose para empujar a la bruja dentro de su propio horno. Era una de las imágenes más nauseabundas que Fabel había visto en su vida. No podía siquiera empezar a imaginarse cómo haría sentir a Anna.
Avanzaron por el pasillo, del que salían varias habitaciones y una escalera que subía hacia un costado. Todos los cuartos estaban despojados de muebles, pero los collage dementes de Biedermeyer llegaban hasta ellos y subían por un lado de la escalera, extendiéndose por la pared como humedad o moho. Se percibía un olor. Fabel no consiguió identificarlo, pero se arrastraba por la casa, aferrándose a las paredes, a la ropa de los policías.
Fabel se encargó de la primera habitación a la izquierda y le indicó con un gesto a Werner que hiciera lo propio con la de la derecha. Maria siguió avanzando por el pasillo y Anna y Henk subieron por la escalera. Fabel examinó la habitación en la que había entrado. El oscuro suelo de madera estaba lleno de polvo y, como los otros cuartos, no había ningún mueble, ni nada que indicara que estaba habitado.
– Chef. … -lo llamó Anna-. Ven a ver esto. -Fabel subió por la escalera, seguido de Werner. Anna estaba junto a una puerta abierta que daba a un dormitorio. A diferencia de las otras habitaciones, era evidente que ésta sí estaba ocupada. Las paredes, como las del pasillo, estaban repletas de páginas manuscritas, ilustraciones y extractos de libros. Había un catre de campaña en medio del cuarto, junto a una pequeña mesa lateral. Pero ninguno de estos elementos fue lo que llamó la atención de Fabel. Dos de las paredes estaban cubiertas de estantes. Y los estantes estaban llenos de libros. Fabel se acercó. No. No eran libros. Eran un libro.
Biedermeyer debía de haber pasado varios años, e invertido prácticamente todo su dinero, comprando ediciones de Los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Había ejemplares de anticuario junto a flamantes ediciones de bolsillo; lomos con letras de oro al lado de ejemplares baratos; y, además de los cientos de ediciones alemanas de casi dos siglos de publicaciones, aparecían traducciones al francés, al inglés y al italiano. Títulos en caracteres cirílicos, griegos, chinos y japoneses estaban intercalados con los que estaban escritos en alfabeto romano.
Fabel, Werner, Anna y Henk se quedaron sin habla durante un momento. Luego Fabel dijo:
– Creo que deberíamos buscar el sótano.
– Me parece que ya lo he encontrado o, al menos, el camino hasta él. -Maria estaba detrás de ellos, en la puerta. Les indicó que la siguieran por la escalera y luego hacia el pasillo. El cuarto que estaba al otro extremo era, o había sido, la cocina de la casa. Era una sala grande con una cocinilla contra una pared. Su relativa limpieza, en comparación con el resto de la casa, y el débil zumbido eléctrico proveniente de una nevera grande y con aspecto de nueva, sugerían que, al igual que el cuarto de la planta superior que hacía las veces de dormitorio y biblioteca, éste era el otro espacio que se usaba. Había dos puertas, una al lado de la otra. Una estaba abierta y daba a una despensa. La otra estaba cerrada con un candado.
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