Craig Russell - Cuento de muerte

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El hallazgo del cadáver de una joven con una nota entre sus dedos que dice "He estado bajo tierra y ya es hora de que vuelva a casa", enfrenta al jefe de la brigada de homicidios de Hamburgo, Jan Fabel, con los designios de una mente oscura y enferma. Cuatro días después, dos cuerpos más aparecen en medio de un bosque, con unas notras entre sus manos que dicen "Hansel" y "Gretel", escritas con la misma letra roja, pequeña y obsesiva. Es evidente que los crímenes hacen referencia a los cuentos folclóricos recopilados doscientos años atrás por los hermanos Grimm. Pero los asesinatos de este cruel asesino en serie no son ningún cuento de hadas…
Finalista del premio Golden Dagger, el más prestigioso del mundo en la categoría de novela criminal

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– ¿Wilhelm estaba con usted en el vehículo? -preguntó Werner.

– Wilhelm siempre está conmigo, vaya donde vaya. Llevaba muchísimo tiempo callado. Desde que yo era un niño. Pero siempre supe que estaba allí. Observándome. Planeando y escribiendo mi historia, mi destino. Me alegré mucho cuando volví a oír su voz.

– ¿Qué le dijo Wilhelm? -preguntó Fabel.

– Me dijo que Paula era pura. Inocente. Que aún no había sido manchada por la corrupción y la suciedad de este mundo. Me dijo que yo podía asegurarme de que permaneciera siempre de ese modo, salvarla de la corrupción y la ruina metiéndola en un sueño que durara para siempre. Me dijo que yo tenía que poner fin a su historia.

– O sea, matarla -preguntó Fabel.

Biedermeyer se encogió de hombros, dejando en claro que la semántica del homicidio no tenía importancia para él.

– ¿Cómo la mató?

– La mayoría de los días empiezo a trabajar muy temprano por la mañana. Eso es parte de ser panadero, Herr Fabel. Durante la mitad de mi vida he visto el mundo despertarse lentamente a mi alrededor mientras yo preparaba pan, el alimento más antiguo y fundamental para la vida, para el día que asomaba. Incluso después de todo este tiempo, todavía me encanta la combinación de la primera luz del alba y el olor del pan recién horneado. -Biedermeyer hizo una pausa, momentáneamente perdido en la magia de un instante recordado-. En cualquier caso, y dependiendo del turno que me toque, por lo general termino temprano y tengo gran parte de la tarde para mí. El día siguiente aproveché ese tiempo libre y estudié los movimientos de Paula, que eran atípicos, porque aquel día era su cumpleaños; entonces no tuve ninguna posibilidad de cogerla. Pero al día siguiente Paula fue a la escuela y mientras la vigilaba me di cuenta de pronto de que podía tener una oportunidad en el momento en que ella cruzara la calle principal en el camino de regreso a su casa. Debía tomar una decisión. Tenía mucho miedo de que me atraparan, pero Wilhelm me habló. Me dijo: «Cógela ahora. No habrá problemas, no te pasará nada. Cógela y pon fin a su historia». Yo tenía miedo. Le dije a Wilhelm que temía que lo que estaba a punto de hacer estuviera mal y que me castigaran por ello. Pero él dijo que me haría una señal. Algo que probaría que era correcto hacerlo y que todo saldría bien. Y lo hizo, Herr Fabel. Me dio una señal verdadera de que él controlaba mi destino, el destino de ella, el de todos nosotros. Estaba en la mano de la chica, ¿sabe? Ella llevaba la señal en la mano mientras caminaba: un ejemplar de nuestro primer libro de cuentos de hadas. De modo que lo hice. Fue muy rápido. Y muy fácil. La saqué de la calle, después la saqué del mundo y su historia llegó a su fin. -Una expresión nostálgica cruzó sus inmensos rasgos faciales. Luego volvió al presente-. Voy a ahorrarle los detalles desagradables, pero Paula supo muy poco de lo que ocurrió. Espero que usted se dé cuenta, Herr Fabel, de que no soy ningún pervertido. Puse fin a su historia porque Wilhelm me lo indicó. Me dijo que la protegiera del mal del mundo arrancándola de él. Y lo hice con la mayor rapidez y con el menor dolor posible. Supongo que, incluso después de tanto tiempo, usted conocerá los detalles cuando recuperen el cuerpo. Y mantengo la promesa de que le diré exactamente dónde encontrarla. Pero aún no.

– La voz de Wilhelm. Ha dicho que llevaba mucho tiempo sin oírla. ¿Cuándo la había oído antes? ¿Había matado antes? ¿ O había hecho daño a alguien antes?

La sonrisa volvió a desvanecerse. Esta vez, una tristeza llena de dolor cubrió la expresión de Biedermeyer.

– Yo amaba a mi madre, Herr Fabel. Era hermosa e inteligente y tenía un abundante cabello pelirrojo. Eso es todo lo que recuerdo de ella. Eso y su voz, cuando me cantaba mientras yo estaba en la cama. No la recuerdo hablando, no recuerdo cómo era su voz cuando hablaba, pero sí cantando. Y ese pelo largo y maravilloso, que olía a manzana. Hasta que un día dejó de cantar. Yo era muy pequeño para entenderlo, pero ella cayó enferma y empecé a verla cada vez menos. Ella me cantaba cada vez menos. Luego se marchó. Murió de cáncer cuando tenía treinta años, y yo cuatro.

Hizo una pausa, como si esperara algún comentario, conmiseración, comprensión.

– Continúe -dijo Fabel.

– Usted conoce la historia, Herr Fabel. Seguramente habrá leído los cuentos mientras me perseguía. Mi padre volvió a casarse. Con una mujer dura. Una falsa Madre. Una mujer cruel y malvada que me hacía llamarla mutti. Mi padre no se casó por amor sino por razones prácticas. Era un hombre muy pragmático. Era primer oficial en un buque mercante y pasaba me ses fuera de casa, y sabía que no podía cuidarme él solo. De modo que yo perdí a una madre hermosa y gané una madrastra malvada. ¿Se da cuenta? ¿Lo entiende? Mi madrastra fue quien me educó, y a medida que yo crecía, también iba creciendo su crueldad. Entonces, cuando papi sufrió un infarto, me quedé solo con ella.

Fabel hizo un gesto de asentimiento, invitando a Biedermeyer a que continuara. Ya era consciente de la escala de la demencia de Biedermeyer. Era monumental. Un edificio vasto pero intrincado basado en una psicosis elaboradamente construida. Allí sentado, a la sombra de un hombre enorme con una locura enorme, Fabel sintió algo no muy lejano al espanto.

– Era una mujer temible, terrorífica, Herr Fabel. -También el rostro de Biedermeyer reveló algo parecido al espanto-. Dios y Alemania eran las únicas cosas que le interesaban. Nuestra religión y nuestra nación. Los únicos dos libros que permitía en la casa eran la Biblia y Los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Todo lo demás era sucio. Pornografía. También me quitó todos mis juguetes. Me hacían holgazán, decía. Pero hubo uno que pude esconder, un regalo que mi padre me había comprado antes de morir… Una careta. Una careta de lobo. Esa pequeña careta se convirtió en mi única rebelión secreta. Hasta que un día, cuando tenía unos diez años, un amigo me prestó un cómic para que yo lo leyera. Lo metí a escondidas en la casa y lo oculté, pero ella lo encontró. Por suerte no lo había escondido en el mismo sitio que mi careta de lobo. Pero aquello fue el comienzo. Fue en ese momento cuando ella empezó. Dijo que si quería leer, iba a leer. Leería algo puro y noble y verdadero. Me dio un volumen de Los cuentos de hadas de los hermanos Grimm que ella tenía desde que era una niña. Me dijo que empezara memorizando «Hänsel y Gretel». Después me hacía recitárselo. Debía ponerme en pie, con ella a mi lado, recitar todo el relato, palabra por palabra. -Biedermeyer miró a Fabel con expresión de súplica y algo infantil apareció en su enorme cara-. Yo era un crío, Herr Fabel. Apenas un crío. Me equivocaba. Por supuesto que me equivocaba. Era un cuento muy largo. Entonces ella me golpeó. Me golpeó con un bastón hasta que me hizo sangrar. Luego, cada semana, me daba un nuevo cuento para que me lo aprendiera. Y cada semana me daba una paliza. A veces tan fuerte que yo me desmayaba. Y, además de las palizas, me hablaba. Nunca gritaba, siempre lo hacía en voz baja. Me decía que yo no servía para nada. Que era un monstruo, que estaba volviéndome tan grande y feo porque había una gran maldad dentro de mí. Aprendí el odio. Aprendí a odiarla. Pero mucho, mucho más que eso, me odiaba a mí mismo.

Biedermeyer hizo una pausa. Había tristeza en su rostro. Levantó la taza de agua en un gesto de interrogación. Volvieron a llenársela y él bebió un sorbo antes de continuar.

– Pero comencé a aprender de los cuentos. A entenderlos a medida que los recitaba. Aprendí un truco valioso que me hacía memorizarlos con mayor facilidad… Miré más allá de las palabras. Traté de comprender el mensaje que se ocultaba detrás de ellas y me di cuenta de que los personajes no eran personas en realidad, sino símbolos, signos. Fuerzas del bien y del mal. Supe que Blancanieves y Hänsel y Gretel eran igual que yo, seres desesperadamente atrapados por el mismo mal que mi propia madrastra representaba. Ello me ayudó a recordar los cuentos y empecé a cometer cada vez menos errores. Lo que significaba que mi madre tenía menos excusas para pegarme. Pero cuando se vio obligada a reducir la frecuencia, lo compensó con una severidad mayor…

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