– Yo amaba a mi marido, Herr Fabel. Amaba muchísimo a Markus. -Su expresión siguió siendo dura, pero una lágrima se desprendió de la comisura de un ojo y le surcó la mejilla-. Quería que usted lo supiera.
Hicieron entrar a Biedermeyer en la parte de atrás del coche de Fabel. El panadero estaba encorvado en los confines del asiento y tenía el aspecto de algo doblado apresuradamente para que cupiera en un espacio insuficiente. Werner se sentó a su lado y, a pesar de su altura, parecía pequeño en comparación.
Antes de encender el motor, Fabel se dio la vuelta y se enfrentó a Biedermeyer.
– Ha dicho que su trabajo está terminado. ¿Por qué lo ha dicho? Sé que no ha hecho todo lo que planeó. He seguido las conexiones… Los cuentos… Le queda al menos uno más…
Biedermeyer sonrió y las arrugas alrededor de los ojos volvieron a formar pliegues profundos. Y, una vez más, le recordaron a Fabel la forma en que sonreía su hermano Lex. Esa idea le heló la sangre.
– Tenga paciencia, Herr Kriminalhauptkommissar. Tenga paciencia.
Viernes, 30 de abril. 13:30 h
POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO
F abel, Maria y Werner esperaban en la sala de interrogatorios. Habían discutido la estrategia de las preguntas que le harían a Biedermeyer antes de entrar, y luego se quedaron sentados, en un silencio involuntario. Cada uno de ellos trató de pensar en algo que decir, aunque fuera una broma, para romper el silencio. Pero no pudieron hacerlo. En cambio, Fabel y Werner se sentaron a la mesa con la grabadora y el micrófono en el centro, mientras Maria se apoyó en la pared.
Esperaban que les trajeran al monstruo.
Oyeron unas pisadas que se acercaban. Fabel sabía que era imposible en términos médicos, pero habría jurado que sintió que su presión sanguínea aumentaba. Tenía algo duro en el pecho, formado por la excitación, el miedo y la determinación, que se habían combinado para formar algo que no tenía nombre. Las pisadas se detuvieron y entonces un agente de la SchuPo abrió la puerta de la sala. Otros dos SchuPos hicieron entrar a Biedermeyer, que estaba esposado. Parecían insignificantes al lado de su tamaño.
Biedermeyer se sentó al otro lado del escritorio, frente a Fabel. Solo. Había rechazado el derecho a un representante legal. Los dos SchuPos se quedaron de pie, detrás de él, contra la pared, vigilándolo en silencio. La cara de Biedermeyer seguía teniendo una expresión relajada, cordial, agradable. Una cara en la que uno confiaría, alguien con quien uno charlaría en el bar. Extendió las manos, doblándolas desde las muñecas para dejar al descubierto las esposas. Inclinó la cabeza hacia un lado, levemente.
– Por favor, Herr Fabel. Supongo que sabe que no represento ningún peligro para usted ni sus colegas. Ni tampoco tengo deseo alguno de escapar de su custodia.
Fabel le hizo una señal a uno de los SchuPos, quien dio un paso adelante, abrió las esposas, las quitó y volvió a ocupar su sitio contra la pared. Fabel encendió la grabadora.
– Herr Biedermeyer, ¿secuestró y asesinó a Paula Ehlers?
– Sí.
– ¿Secuestró y asesinó a Martha Schmidt?
– Sí.
– ¿Asesinó a…?
Biedermeyer levantó una mano y le dedicó a Fabel una sonrisa encantadora y bondadosa.
– Por favor; creo que, para ahorrar tiempo, será mejor que efectúe la siguiente declaración. Yo, Jakob Grimm, hermano de Wilhelm Grimm, compilador de la lengua y el alma de los pueblos alemanes, tomé la vida de Paula Ehlers, Martha Schmidt, Hanna Grünn, Markus Schiller, Bernd Ungerer, Laura von Klostertadt, la prostituta Lina… Lo siento, nunca supe su apellido… Y el tatuador Max Bartmann. Yo los maté a todos ellos. Y disfruté de cada segundo de cada una de esas muertes. Admito voluntariamente haberlos matado, pero no soy culpable de nada. Sus vidas no tenían importancia alguna. Lo único significativo de cada uno de ellos fue la forma en que murieron… Así como las verdades universales e intemporales que expresaron a través de su muerte. En vida, no valían nada. Al matarlos, les asigné un valor.
– Herr Biedermeyer, que conste que no podemos aceptar una confesión bajo otro nombre que el suyo verdadero.
– Pero le he dado mi nombre verdadero. Le he dado el nombre de mi alma, no la ficción que aparece en mi Personalausweis. -Biedermeyer suspiró, luego volvió a sonreír como si otra vez tuviera que acceder a los caprichos de un niño-. Si le pone más contento: yo, el hermano Grimm, conocido por usted bajo el nombre de Franz Biedermeyer, admito haber matado a todas esas personas.
– ¿Ha contado con alguna ayuda para llevar a cabo esos homicidios?
– ¡Desde luego! Naturalmente.
– ¿De quién?
– De mi hermano… ¿De quién más si no?
– Pero usted no tiene ningún hermano, Herr Biedermeyer -dijo Maria-. Usted es hijo único.
– Por supuesto que tengo un hermano. -Por primera vez, la cordialidad de la expresión de Biedermeyer se disolvió y fue reemplazada por algo infinitamente más amenazador. Depredador-. Sin mi hermano, yo no soy nada. Sin mí, él no es nada. Nos complementamos mutuamente.
– ¿Quién es su hermano?
La indulgente sonrisa volvió al rostro de Biedermeyer.
– Pero si usted lo conoce, claro que sí. Ya se ha visto con él.
Fabel hizo un gesto de incomprensión.
– Usted conoce a mi hermano, Wilhelm Grimm, por el nombre de Gerhard Weiss.
– ¿Weiss? -Maria habló desde detrás de Fabel-. ¿Sostiene que el autor Gerhard Weiss cometió estos crímenes junto a usted?
– Para empezar, esto no son crímenes. Son actos creativos; no hay nada destructivo en ellos. Son la encarnación de verdades que se remontan a varias generaciones. Mi hermano y yo somos los compiladores de esas verdades. El no cometió nada conmigo. Él colaboró conmigo. Como hicimos hace casi doscientos años.
Fabel se inclinó hacia atrás en la silla y observó a Biedermeyer, ese rostro cordial y atravesado por una sonrisa que contrastaba con la amenaza implícita en su corpulencia. «Por eso usabas una careta -pensó Fabel-. Por eso ocultabas la cara.» Imaginó la terrorífica figura que debía de presentar Biedermeyer enmascarado; el agudo terror que sus víctimas debieron de experimentar antes de morir.
– Pero la verdad, Herr Biedermeyer, es que Gerhard Weiss no sabe nada de esto, ¿no es así? Además de la carta que usted le envió a su editorial, jamás hubo ningún contacto real y tangible entre ustedes.
Una vez más, Biedermeyer sonrió.
– No, usted no entiende, ¿verdad, Herr Kriminalhauptkommissar?
– Es posible. Necesito que me ayude a entender. Pero primero tengo que hacerle una pregunta importante. Tal vez la más importante que le haga hoy. ¿Dónde está el cuerpo de Paula Ehlers?
Biedermeyer se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.
– Ya obtendrá la respuesta, Herr Fabel. Se lo prometo. Le diré dónde encontrar el cuerpo de Paula Ehlers. Y se lo diré hoy… Pero aún no. Primero le diré cómo la encontré y por qué la escogí. Y le ayudaré a entender la conexión especial que existe entre mi hermano Wilhelm, a quien usted conoce como Gerhard Weiss, y yo mismo. -Hizo una pausa-. ¿Puedo tomar agua?
Una vez más, Fabel hizo un gesto con la cabeza hacia uno de los agentes uniformados, quien llenó una taza de papel de la máquina expendedora de agua y lo puso delante de Biedermeyer. Éste se bebió toda el agua, y el sonido que hacía al tragar quedó amplificado en la habitación silenciosa.
– Yo entregué la tarta en la residencia de los Ehlers el día antes de su cumpleaños, dos días antes de que la cogiera. Su madre tenía prisa respecto de la tarta porque quería esconderla antes de que Paula volviera de la escuela. Yo estaba alejándome en la furgoneta cuando vi a Paula dar la vuelta a la esquina y dirigirse hacia su casa. Pensé: «¡Qué suerte! He entregado la tarta justo a tiempo; la chica ha estado muy cerca de descubrir la sorpresa». Fue en ese momento cuando Wilhelm me habló. Me dijo que tenía que coger a la niña y acabar con su vida.
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