Biedermeyer hizo un gesto de asentimiento y de sabiduría, como si todos los que estaban sentados a esa mesa se hubieran dado cuenta de una verdad monumental. Fabel recordó lo que Otto le había comentado sobre la teoría de Gerhard Weiss, toda esa palabrería seudocientífica de que la ficción se convertía en realidad al atravesar las dimensiones del universo. Pura mierda, pero este monstruo triste y patético se lo había creído al pie de la letra. Lo había vivido.
– ¿ Y qué hay de los otros? -preguntó Fabel-. Háblenos de los otros asesinatos. Empecemos con Hanna Grünn y Markus Schiller.
– Así como Paula representaba todo lo bueno e íntegro del mundo, como el pan recién hecho, todavía caliente porque acaba de salir del horno, Hanna representaba todo lo podrido y lo malo… Era una mujer impúdica, promiscua, vana y venal. -Había orgullo en la sonrisa de Biedermeyer; el orgullo de un artesano exhibiendo su mejor obra-. Me di cuenta de que ella siempre ansiaba algo más. Siempre más. Una mujer impulsada por la lujuria y la avaricia. Usaba su cuerpo como un instrumento para obtener lo que quería, y al mismo tiempo me venía con quejas de que Ungerer, el vendedor, le lanzaba miradas lascivas y le hacía comentarios indecentes. Yo sabía que había que poner fin a su historia, de modo que empecé a observarla. La seguí, como había hecho con Paula, pero durante más tiempo, manteniendo un registro exacto de sus movimientos diarios.
– ¿Y así fue cómo averiguó su relación con Markus Schiller?
Biedermeyer asintió.
– Los seguí hasta el bosque en numerosas ocasiones. Entonces todo se aclaró. Volví a leer Die Märchenstrasse, como también los textos originales. Wilhelm me había hecho otra señal, ¿se da cuenta? El bosque. Ellos tenían que pasar a ser Hänsel y Gretel…
Fabel se quedó allí sentado, escuchando mientras Biedermeyer le resumía el resto de sus crímenes. Les explicó que había tenido la intención de encargarse de Ungerer, el vendedor, inmediatamente después, pero hubo una confusión con la tarta de la fiesta organizada por Schnauber y Biedermeyer la entregó en persona. En ese momento descubrió a Laura von Klostertadt. Vio su arrogante belleza y su pelo largo y rubio. Supo que estaba mirando a una princesa. No cualquier princesa, sino Dornröschen, la Bella Durmiente. De modo que la hizo dormir para siempre y cogió parte de su pelo.
– Luego acabé con Ungerer. Era un cerdo lascivo y repugnante. Siempre estaba mirando a Hanna, e incluso a Vera Schiller. Lo seguí durante un par de días. Vi la suciedad en la que él nadaba, con todas esas putas. Lo planeé todo como para toparme con él en Sankt Pauli. Me reí de sus chistes sucios y asquerosos y sus comentarios procaces. El quería ir a tomar un trago, pero yo no deseaba que me vieran en público con él, de modo que fingí que conocía a un par de mujeres a las que podríamos visitar. Los cuentos nos enseñan, entre otras cosas, lo fácil que es tentar a los otros para que se aparten del camino y entren en la oscuridad del bosque. Con él fue fácil. Lo llevé a… Bueno, lo llevé a una casa que pronto visitará usted mismo, y le dije que las mujeres se encontraban allí. Entonces saqué un cuchillo y lo clavé en su negro y corrupto corazón. Él no lo esperaba; fue fácil y todo terminó en un segundo.
– ¿Y le sacó los ojos?
– Sí. Asigné a Ungerer el papel del hijo del rey en «Rapunzel» y le arranqué esos ojos lascivos e impúdicos.
– ¿Y qué hay de Max Bartmann, el tatuador? -preguntó Fabel-. Usted lo mató antes que a Ungerer y él no cumplía ningún papel en ninguno de sus cuentos. Y trató de ocultar el cadáver para siempre. ¿Por qué lo mató? ¿Sólo por los ojos?
– En cierta manera, sí. Por lo que sus ojos habían visto. El sabía quién era yo. Me di cuenta de que, ahora que ya podía comenzar mi trabajo, él se enteraría por la televisión o los periódicos. Tarde o temprano habría hecho una conexión. De modo que tuve que poner fin a su historia, también.
– ¿De qué está hablando? -dijo Werner en un tono de impaciencia-. ¿Cómo sabía él quién era usted?
Biedermeyer se movió tan rápido que ninguno de los agentes de la sala tuvo tiempo para reaccionar. Se puso de pie de un salto, la silla en la que estaba sentado salió volando hacia atrás contra la pared y los dos SchuPos que estaban a sus espaldas saltaron a los costados. Sus enormes manos volaron hacia el inmenso pecho. Los botones de su camisa salieron despedidos y la tela se rasgó cuando él trató de quitársela. Luego se quedó de pie, como un coloso, con un cuerpo descomunal y pesado en la sala de interrogatorios. Fabel levantó la mano y los SchuPos que estaban abalanzándose sobre Biedermeyer se contuvieron. Tanto Warner como Fabel se habían incorporado y Maria había corrido hacia delante. Los tres parecían empequeñecidos a la sombra de la corpulenta contextura de Biedermeyer. Todos contemplaron el cuerpo de aquel hombre.
– Mierda… -dijo Werner en voz baja.
El torso de Biedermeyer estaba totalmente cubierto de palabras. Miles de palabras. El cuerpo estaba ennegrecido con ellas. Había cuentos tatuados en su piel, con tinta negra y tipografía Fraktur, en una letra que era lo más pequeña que el medio de la piel humana y el talento del tatuador habían permitido. Los títulos se veían claramente: Dornröschen, Schnee wittchen, Die Bremer Stadtmusíkanten…
– Dios mío… -Fabel no podía apartar los ojos de los tatuajes. Las palabras parecían moverse, las frases se retorcían, a cada mínimo movimiento, a cada respiración de Biedermeyer. Fabel recordó los volúmenes que había visto en el minúsculo apartamento del tatuador, aquellos libros sobre las antiguas tipografías góticas alemanas, sobre la Fraktur y la Kupferstich. Biedermeyer quedó en silencio durante un momento. Luego, cuando habló, su voz tenía la misma resonancia profunda y amenazadora de antes.
– ¿Se dan cuenta ahora? ¿Lo entienden? Yo soy el hermano Grimm. Yo soy la suma de los cuentos y el Marchen de nuestro idioma, de nuestra tierra, de nuestro pueblo. El tenía que morir. Había visto esto. Max Bartmann ayudó a crear esto y lo había visto. No podía permitir que se lo contara a nadie. De modo que acabé con él y le quité los ojos para que pudiera cumplir un papel en el cuento siguiente.
Todos se quedaron de pie, tensos, esperando.
– Ahora es el momento -dijo Fabel-. Ahora debe decirnos dónde está el cuerpo de Paula Ehlers. No encaja. El único otro cuerpo que usted escondió era el de Max Bartmann, y eso era porque en realidad no formaba parte de su pequeño retablo. ¿Por qué aún no hemos encontrado el cuerpo de Paula?
– Porque hemos trazado un círculo completo. Paula es mi Gretel. Yo soy su Hänsel. A ella todavía le queda un papel que desempeñar. -Su cara se abrió en una sonrisa. Pero no se parecía a ninguna de las sonrisas que Fabel había visto antes en el rostro por lo general bondadoso y amable de Biedermeyer. Era una sonrisa de una frialdad terrible y luminosa, que clavó a Fabel en su helada luz-. «Hänsel y Gretel» era el cuento que más me hacía recitar mi madrastra. Era largo y difícil y yo siempre cometía algún error. Y entonces ella me pegaba. Me lastimó el cuerpo y la mente hasta que yo creí que estaban rotos para siempre. Pero Wilhelm me salvó. Wilhelm me devolvió la luz con su voz, con sus señales y luego con sus nuevos escritos. Él me dijo, la primerísima vez que lo oí, que un día yo podría vengarme de la malvada bruja que tenía como madrastra, que podría liberarme de su encierro, de la misma manera en que Hänsel y Gretel se vengaron de la vieja bruja y pudieron escapar. -Biedermeyer inclinó su inmenso cuerpo hacia delante y las palabras se estiraron y retorcieron en su piel. Fabel luchó contra el instinto de retroceder-. Yo mismo preparé la tarta de Paula -continuó Biedermeyer con una voz oscura, fría y profunda-. Cociné y preparé yo mismo la tarta de Paula. A veces hago algunos encargos por mi cuenta para pequeñas celebraciones y fiestas, y tengo una panadería totalmente equipada en el sótano de mi casa, incluyendo un horno profesional. El horno es muy pero que muy grande y es necesario tener un suelo de hormigón para soportarlo.
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