Craig Russell - Cuento de muerte

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El hallazgo del cadáver de una joven con una nota entre sus dedos que dice "He estado bajo tierra y ya es hora de que vuelva a casa", enfrenta al jefe de la brigada de homicidios de Hamburgo, Jan Fabel, con los designios de una mente oscura y enferma. Cuatro días después, dos cuerpos más aparecen en medio de un bosque, con unas notras entre sus manos que dicen "Hansel" y "Gretel", escritas con la misma letra roja, pequeña y obsesiva. Es evidente que los crímenes hacen referencia a los cuentos folclóricos recopilados doscientos años atrás por los hermanos Grimm. Pero los asesinatos de este cruel asesino en serie no son ningún cuento de hadas…
Finalista del premio Golden Dagger, el más prestigioso del mundo en la categoría de novela criminal

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En Rapunzel, como en cada uno de estos relatos, se esconde una articulación del Bien y el Mal más elementales; la comprensión de las fuerzas de la Creación y la Vida; de la Destrucción y la Muerte. Dentro de estas fábulas y cuentos antiquísimos he descubierto numerosos temas en común que me permiten sugerir que sus orígenes no se encuentran solamente en nuestro pasado analfabeto y pagano, sino en las más tempranas articulaciones de las fuerzas más elementales. Seguramente el nacimiento de algunos de estos cuentos se relaciona con alguna de las primeras comunidades humanas, en una época y un lugar en que había pocos de nosotros en la Tierra. ¿Cómo, si no fuera así, podríamos explicar la razón de que el cuento de Cenicienta aparece con una forma casi idéntica no sólo en toda Europa sino también en China?

He descubierto que, de todas estas fuerzas elementales, la Naturaleza, tanto en su aspecto más pródigo como en el más destructivo, es la que adquiere con más frecuencia forma humana. La Madre. Las fuerzas maternales y naturales muchas veces aparecen como paralelas, y en los antiguos relatos y fábulas folklóricas la Madre encarna a ambas. La Naturaleza da vida, nutre y sustenta; pero también es capaz de exhibir furia y crueldad. Esta dicotomía del carácter de la Naturaleza se resuelve en estos relatos a través de una representación doble (y a veces triple, si uno añade el motivo de la Abuela) de la Maternidad. Está la imagen de la Madre misma, que por lo general representa el calor del hogar y todo lo que es bueno e íntegro; ofrece seguridad y protección; alimenta y socorre; da la vida. El motivo de la Madrastra, por otra parte, suele emplearse para representar la negación de los impulsos maternales normales. Es la Madrastra quien persuade a su marido de que abandone a Hänsel y Gretel en el bosque; es la Madrastra, impulsada por una envidia y una vanidad insanas, quien procura la muerte de Blancanieves. Y, bajo la forma de la perversa Hechicera, la Madrastra es quien secuestra y atormenta a Rapunzel.

En la ciudad de Lübeck había una hermosa y adinerada viuda, a quien llamaremos Frau X. Esta mujer no tenía hijos, pero era la tutora de Imogen, hija de un matrimonio anterior de su difunto marido. Imogen era por lo menos tan bella como su madrastra pero, desde luego, poseía además una riqueza que en la madrastra disminuía diariamente: su juventud. En este punto debo dejar claro que ni yo ni ninguna otra persona tenía la más mínima razón para sospechar de que Frau X le tuviera envidia a Imogen, o que estuviera predispuesta en su contra de cualquier otra manera. En realidad, Frau X siempre pareció tratar a su hijastra con solicitud y afecto, como si fuera su propia hija. Pero esto no tiene la menor importancia; bastaba el hecho de que yo acababa de encontrar a una hermosa madrastra y a una hija igualmente bella, una de las situaciones más frecuentes en los cuentos de hadas. Como Imogen no tenía el pelo oscuro, no podía usarla para recrear la historia de Blancanieves; en cambio, poseía un cabello dorado y resplandeciente del que estoy seguro que estaba muy orgullosa. ¡Había hallado a mi Rapunzel! Me aseguré de no tener ningún contacto ni con Frau X ni con Imogen que pudiera incriminarme en el futuro y me dispuse a planear la ejecución de mi recreación.

En los meses anteriores, había adquirido una gran cantidad de láudano, que iba acumulando en pequeñas cantidades visitando a distintos médicos en mis viajes, a quienes me quejaba falsamente de falta de sueño. También en este caso tomé nota de los movimientos del sujeto y escogí la mejor oportunidad para actuar. Todos los días, Imogen daba un paseo por el boscoso parque del norte de la ciudad. Como era una joven de cierta alcurnia, siempre estaba acompañada por una mujer. Yo no conocía ni me importaba la identidad de la carabina de Imogen, pero era esa clase de acompañante sosa y desagradable que las mujeres bellas solían escoger para que contrastaran con su propia hermosura. Me di cuenta de que yo mismo despreciaba a la acompañante por la absurda prenda con que se cubría la cabeza: un sombrero ridículo y pintoresco que, según podríamos suponer, había elegido en la equivocada convicción de que mitigaba la fealdad de sus facciones.

Había una parte del sendero en que las dos caminantes quedaban temporalmente fuera de la vista de los otros viandantes del parque (aquel día en particular, el aspecto poco alentador del cielo había disuadido a muchos de dar un paseo) y que, por casualidad, me permitiría salir del parque totalmente oculto por los árboles. Me acerqué a las mujeres desde atrás y, no sin cierto regocijo, asesté un golpe en la cabeza absurdamente ornamentada de la acompañante con una pesada barra de hierro que había escondido en mi abrigo. Tenía tanta prisa por someter a Imogen que sólo pude detenerme fugazmente a contemplar con satisfacción la forma en que aquel ridículo sombrero se había hundido en su cráneo aplastado. Pero Imogen comenzó a gritar, y me vi obligado a propinarle un fuerte golpe en la mandíbula. Eso me preocupó mucho, puesto que cualquier daño a su belleza pondría en peligro el éxito de mi recreación. La levanté y la llevé hacia los árboles, lo bastante lejos como para que nadie pudiera verme. Luego arrastré a la acompañante muerta hacia el bosquecillo. Se había formado un charco de sangre alrededor de su desagradable cabeza, que manchó el pavimento cuando el sombrero se separó del cráneo destrozado y la materia gris se derramó hacia fuera. Me avergüenza admitir que pronuncié una maldición bastante indecente mientras la ocultaba fuera de la vista. Luego junté algunas ramas cargadas de hojas y regresé para tratar de limpiar la suciedad, pero sólo conseguí extender más la mancha. Sabía que no podría evitar que descubrieran el cuerpo de la acompañante -lo que muy probablemente sería inminente-, pero eso no me preocupaba; lo que tenía que lograr era sacar rápido a Imogen del parque sin que me vieran. Había dejado un coche de caballos al otro lado del bosque; alcé Imogen sobre los hombros y la trasladé con la mayor velocidad que la carga y el terreno me permitieron. Imogen había comenzado a agitarse cuando la ubiqué en el interior del carruaje y la paralicé obligándola a tragar un poco de láudano.

Yo me había vestido como un cochero y, después de sujetar a Imogen en el compartimiento, subí al pescante del coche y me marché del escenario con toda tranquilidad. Había llevado a cabo el secuestro sin que nadie lo notara. De hecho tuve la gran suerte de que el cuerpo de su acompañante no fuese descubierto minutos después, como había temido, sino mucho más tarde aquel día, en una búsqueda emprendida por algunos vecinos preocupados por la suerte de las damas desaparecidas.

Habiendo anticipado la necesidad de un lugar donde esconderme, me había asegurado de obtener un alojamiento en Lübeck separado del de mi hermano, una pequeña casa en las afueras de la ciudad. Después de que anocheciera, entré en la casa a Imogen, a quien a partir de ahora me referiré como Rapunzel, y luego la bajé al sótano. Allí la até firmemente, le administré un poco más de láudano y la amordacé, por si en mi ausencia conseguía despertarse y alertar a los viandantes con sus gritos.

Luego me reuní con mi hermano y tuvimos una espléndida cena de venado «direkt von der Jagd». Me permití un momento de regocijo ante la idea de consumir carne «directamente de la caza» cuando yo mismo había llegado «directamente de la caza». Sin embargo, cuando pensé en el botín que mi caza había producido, experimenté una viril molestia y aparté de mi mente ese pensamiento.

Al regresar a mi alojamiento, descubrí que mi hermosa Rapunzel se había despertado. ¿Rapunzel o la Bella Durmiente? Ese dilema ya se me había ocurrido antes: estos relatos son, en esencia, variaciones, más que historias separadas. En ambos casos, mi hermano había insistido en que los «civilizáramos» un poco, haciendo que la Bella Durmiente se despertara con un beso. En el original que habíamos descubierto, en realidad la persona que la encuentra en su sueño de cien años no es un príncipe sino un rey casado, quien tiene conocimiento carnal de ella varias veces mientras duerme. Sólo cuando ella da a luz a dos mellizos y uno de ellos, intentando mamar, le chupa la astilla del dedo, se despierta de su sueño encantado. En el cuento de Rapunzel la joven princesa de la torre tampoco es tan casta como dan a entender las versiones posteriores, incluso la que nosotros compilamos. Se corre un velo sobre el hecho de que Rapunzel tiene dos hijos después de sus encuentros con el príncipe. He ahí la moral de una época previa, en la que los valores cristianos tenían una influencia menor o ninguna. Tanto Rapunzel como la Bella Durmiente, en sus versiones originales, tienen hijos de relaciones extramaritales…

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