– ¿Podría saber, Herr Kriminalhauptkomrnissar, que lo ha llevado a formular una pregunta tan ofensiva?
– ¿No niega usted que Laura abortara? -preguntó Fabel. Ella no respondió, sino que mantuvo su mirada fija en los ojos de él-. Escuche, Frau Von Klostertadt, estoy haciendo todos los esfuerzos para tratar estos asuntos con la mayor discreción posible, y sería mucho más fácil si usted fuera franca conmigo. Si me obliga, conseguiré toda clase de órdenes para entrometerme en todos los asuntos de su familia hasta que averigüe la verdad. Eso sería, en fin, desagradable, Y podría volverse más público.
La tormenta ártica rugió y golpeó contra los cristales de los ojos de Margarethe von Klostertadt, pero no consiguió traspasarlos. Luego desapareció. Su expresión, su pose perfecta, su voz, permanecieron inmutables, pero ella se había rendido. Algo a lo que, claramente, no estaba acostumbrada.
– Fue justo antes del vigesimoprimer cumpleaños de Laura. La mandamos a la clínica Hammond. Una clínica privada de Londres.
– ¿ Cuánto tiempo antes de su cumpleaños?
– Alrededor de una semana.
– Entonces ¿ocurrió hace casi diez años exactamente? -La pregunta de Fabel era más para sí mismo. Un aniversario-. ¿Quién era el padre?
Hubo una tensión casi imperceptible en la postura de la mujer. Luego una sonrisa se dibujó en sus labios.
– ¿Esto es verdaderamente necesario, Herr Fabel? ¿En verdad tenemos que meternos en todo esto?
– Me temo que sí, Frau Von Klostertadt. Tiene mi palabra de que seré discreto.
– Muy bien. Se llamaba Kranz. Era fotógrafo. O, más bien, era asistente de Pietro Moldari, el fotógrafo de moda que lanzó la carrera de Laura. En aquel entonces era un don nadie, pero creo que luego le ha ido bastante bien.
– ¿ Leo Kranz? -Fabel reconoció el nombre de inmediato. Pero no lo relacionaba con fotografías de modelos. Kranz era un fotoperiodista muy reconocido que había pasado los últimos cinco años cubriendo algunas de las zonas de guerra más peligrosas. Margarethe von Klostertadt leyó la confusión en el rostro de Fabel.
– Dejó la fotografía de moda y se metió en el periodismo.
– ¿Laura ha tenido alguna relación con él? Después de aquello, quiero decir.
– No. No creo que hayan estado relacionados. Aquello fue un episodio… desafortunado… y ambos lo dejaron atrás.
«¿En serio?», se preguntó Fabel. Recordó la mansión austera y solitaria de Laura en Blankenese. Dudaba mucho que Laura von Klostertadt hubiera podido dejar atrás parte de su tristeza.
– ¿Quién sabía lo del aborto? -preguntó.
Margarethe von Klostertadt no contestó enseguida. Contempló a Fabel en silencio. De alguna manera consiguió teñir esa mirada con un desdén suficiente para que Fabel se sintiera incómodo, pero no tanto como para que él se enfrentara a ella. Sus pensamientos vagaron hacia Möller, el patólogo, que siempre trataba de alcanzar este nivel de altanería arrogante; en comparación, era un torpe aficionado. Frau Von Klostertadt era una maestra. Fabel se preguntó si lo practicaba con sus sirvientes.
– No tenemos la costumbre de compartir detalles de los asuntos de familia con el mundo exterior, Herr Fabel. Y estoy absolutamente segura de que Herr Kranz no tenía ningún interés de que se conociera su participación en el asunto. Como he dicho, era un asunto de familia y se mantuvo dentro de la familia.
– ¿De modo que Hubert lo sabía?
Otro silencio helado. Luego:
– No lo creí necesario. No sé si Laura se lo contó o no. Pero me temo que nunca fueron muy íntimos como hermanos. Laura siempre era distante. Difícil.
Fabel no modificó su expresión. Estaba claro quién había sido el hijo favorito en la familia. Recordó el desprecio con que Heinz Schnauber había hablado de Hubert. Dos cosas habían quedado claras: primero, era cierto que Heinz Schnauber era lo más cerca a un familiar que Laura había conocido y, segundo, esa entrevista no le serviría de nada. Y no le serviría de nada porque, nuevamente, estaba interrogando a una conocida, no a una madre. Miró a Margarethe von Klostertadt: era elegante, tenía una belleza clásica y era una de esas mujeres en las que la edad parecía intensificar su atractivo sexual. En su mente, le superpuso la imagen de Ulrike Schmidt, aquella prostituta ocasional y drogadicta que había envejecido prematuramente, y cuya piel y pelo habían perdido el brillo. Dos mujeres tan diferentes que podían haber pertenecido a especies distintas. Pero una cosa las unía: una profunda falta de conocimiento sobre sus propias hijas.
Fabel sintió que una carga obtusa y pesada lo arrastraba de camino al coche: una tristeza plomiza y oscura. Volvió a mirar la amplia, inmaculada residencia y pensó en una niñita que hubiera crecido allí. Aislada. Separada de cualquier sentido verdadero de una familia. Pensó en cómo ella había escapado de esta jaula dorada sólo para construirse una propia, en lo alto de los bancales de Blankenese, junto al Elba.
Tuvo que admitir que el asesino no podría haber elegido a nadie mejor para su princesa de cuento de hadas. Y supo con seguridad que el asesino, en algún momento, debió haber tenido alguna clase de contacto con ella.
Lunes, 19 de abril. 13:15 h
Ottensen, Hamburgo
Fabel le había dado a Maria la tarea de entrevistar a la esposa de la última víctima, Bernd Ungerer. Y seguiría siendo su esposa, no su viuda. Maria sabía que se encontraría con alguien cuya pena estaría tan en carne viva como la piel de una quemadura, que esa mujer todavía estaría tratando de reconciliarse con una realidad nueva y absurda, pero permanente.
Los ojos de Ingrid Ungerer estaban inflamados con las lágrimas que había derramado antes de que Maria llegara. Pero había algo más allí. Amargura. Hizo pasar a Maria a la sala de estar, donde estaban solas, pero Maria oyó unas voces amortiguadas que venían de la planta superior.
– Mi hermana -explicó Ingrid-. Está ayudándome con los críos. Por favor… siéntese.
Una estantería de pino ocupaba toda una pared. En ella se veía la habitual mezcla descuidada de libros, discos compactos, adornos y fotografías que caracteriza una casa de familia. Maria notó que la mayoría de las fotografías eran de Ingrid con un hombre, que supuso que sería su esposo, Bernd, aunque el cabello parecía más ralo, y más gris, que el del hombre muerto hallado en el parque. Y, por supuesto, a diferencia del cadáver; el hombre de la fotografía tenía ojos con los que podía mirar a la cámara. En todas las fotos había dos chicos, que compartían el pelo oscuro y los ojos de su madre. Como siempre ocurre con esos retratos familiares, todos se veían felices. La sonrisa de Ingrid parecía feliz y relajada pero, cuando Maria contempló a la mujer que tenía delante, se dio cuenta de que la felicidad ya era un concepto completamente ajeno para Ingrid Ungerer y, le pareció a Maria, había sido así desde hacía algún tiempo. La cara de Bernd Ungerer también sonreía a la cámara. También allí la sonrisa parecía verdaderamente feliz. Satisfecha.
– ¿Cuándo podré ver el cuerpo? -preguntó Ingrid Ungerer con una expresión de compostura forzada y vacilante.
– Frau Ungerer… -Maria se inclinó hacia delante en su silla-. Debo advertirle de que su marido ha sufrido ciertas… heridas… que podrían ser angustiosas para usted. Creo que sería mejor…
– ¿Qué clase de heridas? -la interrumpió Ingrid-. ¿Cómo lo mataron?
– Por lo que sabemos, su marido fue apuñalado. -Maria hizo una pausa-. Escúcheme, Frau Ungerer, la persona que mató a su marido es claramente un individuo trastornado. Lamento decirle que le quitó los ojos. Lo siento mucho.
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