Craig Russell - Cuento de muerte

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El hallazgo del cadáver de una joven con una nota entre sus dedos que dice "He estado bajo tierra y ya es hora de que vuelva a casa", enfrenta al jefe de la brigada de homicidios de Hamburgo, Jan Fabel, con los designios de una mente oscura y enferma. Cuatro días después, dos cuerpos más aparecen en medio de un bosque, con unas notras entre sus manos que dicen "Hansel" y "Gretel", escritas con la misma letra roja, pequeña y obsesiva. Es evidente que los crímenes hacen referencia a los cuentos folclóricos recopilados doscientos años atrás por los hermanos Grimm. Pero los asesinatos de este cruel asesino en serie no son ningún cuento de hadas…
Finalista del premio Golden Dagger, el más prestigioso del mundo en la categoría de novela criminal

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Mientras tanto, en cada nueva cita, Maria tenía que afrontar el pánico que le provocaba cada amenaza de intimidad con un hombre. Oskar había sido cortés hasta el final, cuando por fin llegó el momento en que pudieron dar por terminada la velada sin que pareciera demasiado prematuro, lo que habría sido una vergüenza. La llevó en coche hasta su casa y la dejó en la puerta de su edificio. Se besaron brevemente cuando ella se despidió; no lo invitó a pasar a tomar un café y estaba claro que él no esperaba que lo hiciera.

Se quitó el abrigo y tiró las llaves en el cuenco de madera que estaba junto a la puerta. Casi sin darse cuenta su mano empezó a moverse en torno al tirante de su vestido y siguió hacia el pecho, justo debajo del esternón, y luego rozó la seda del vestido. No podía sentir nada a través de la fina seda pero sabía que estaba allí. La cicatriz. La marca que él le dejó cuando le hundió la hoja en el abdomen.

Se sobresaltó cuando oyó un golpe en la puerta. Luego lanzó un suspiro de irritación. Oskar. Creía que se había dado cuenta de cómo eran las cosas. Puso la cadena antes de abrir. Se sintió casi desilusionada al ver que no era la cita de esa noche. Sacó la cadena y abrió la puerta del todo para dejar pasar a Anna Wolff y Henk Hermann.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, pero ya estaba abriendo el cajón de la cómoda que estaba junto a la puerta, donde guardaba su Sig-Sauer reglamentaria.

– Nuestro literario amigo ha estado ocupado nuevamente. La víctima es un hombre. Esta vez en el parque Sternchanzen, bajo la torre de agua.

– ¿Se lo habéis notificado a Fabel?

– Sí. Pero está en Osfriesiand. Me dijo que te llevara al escenario del crimen de inmediato, para empezar a mover las cosas. El ya está en camino y se reunirá con nosotros en el Präsidium más tarde. -Anna sonrió cuando vio que Maria, con la Sig-Sauer en una mano, se miraba su vestido de noche, como si acabara de darse cuenta de que no tenía dónde abrocharse la pistolera-. Bonito vestido. Esperaremos aquí mientras te cambias.

Maria sonrió con gratitud y se dirigió hacia el dormitorio.

– Ah, Maria -dijo Anna-. Éste es especial… El bastardo le arrancó los ojos.

La Schutzpolizei y el Spurensicherungsteam ya habían puesto una barrera de mamparas blancas a cincuenta metros del escenario del crimen. El cuerpo también estaba protegido por una segunda barrera de mamparas forenses. La escena estaba iluminada por lámparas de arco voltaico y al fondo podía oírse el grave zumbido del generador transportable que las alimentaba. El parque Sternschanzen seguía siendo un campo de batalla entre las familias jóvenes de clase media-alta, que se mudaban a esa zona cada vez más de moda, y los traficantes de drogas y adictos que merodeaban de noche por el parque. Esa noche, los árboles iluminados por los reflectores se cernían amenazadoramente sobre la escena y, más allá de los éstos, la Wasserturm, la torre de agua de ladrillos rojos, se elevaba hacia la noche. Maria notó que era una disposición casi idéntica a la del último escenario de un crimen, el Winterhuden Stadtpark a la sombra del Planetario, que también había sido originalmente una torre de agua. El asesino estaba tratando de decirles algo. Maria se maldijo por no tener el talento de Fabel para interpretar el perverso vocabulario de los psicópatas.

El jefe del SpuSi, el equipo forense, que estaba de servicio a esa hora no era Brauner, sino un hombre más joven a quien ella nunca había visto antes. Maria apartó de su cabeza el pensamiento de que aquélla era la noche de los sustitutos. Cuando entró en la escena protegida, con las manos metidas en guantes de látex y los pies cubiertos por chanclos, ella y el jefe del equipo forense se saludaron formalmente con un movimiento de cabeza y él se presentó como Grueber. Llevaba unas gafas detrás de las cuales brillaban unos ojos grandes y oscuros; tenía un aspecto casi juvenil, una tez muy pálida y el pelo muy oscuro que le caía descuidadamente sobre una frente alta y amplia. Maria lo bautizó mentalmente como «Harry Potter».

En el centro de la escena protegida había un hombre tumbado, como si lo hubiera dejado allí el enterrador, con un traje gris claro, una camisa blanca y una corbata dorada. Tenía las manos dobladas sobre el pecho y entre ellas alguien había dejado un mechón de cabello rubio, en la misma posición en que había aparecido una rosa entre las manos de Laura von Klostertadt. En la camisa, debajo de las manos, Maria pudo ver una pequeña mancha oscura y roja.

Los ojos no estaban. Los párpados magullados caían sobre las cuencas, sin cubrirlas del todo. La sangre se había coagulado alrededor de la zona en donde habían estado los ojos, pero no tanta como Maria esperaba. Maria se dio cuenta de que no podía dejar de mirar ese rostro sin ojos. Era como si, al quitarlos, también le hubieran quitado su humanidad. Incluso si hubiera estado allí tumbado con los ojos cerrados, habría quedado algo humano en el cadáver.

– ¿ Un disparo? -le preguntó a Grueber, señalando la mancha de sangre debajo de las manos. No había ninguna otra herida obvia en el cuerpo que sugiriera una lucha o un ataque frenético con un cuchillo.

– Aún no lo he examinado -dijo Grueber, el jefe forense; dio la vuelta alrededor del cuerpo y se agachó a su lado-. Podría ser una bala, o una única puñalada. Pero los ojos no fueron arrancados con un elemento afilado. Mi suposición es que el asesino los arrancó con sus pulgares. Éste es uno de esos asesinos que hacen las cosas con sus propias manos. -Se puso en pie y se volvió para mirar a Maria directamente-. La víctima tiene entre treinta y cinco y cuarenta años, varón, evidentemente, un metro setenta y siete de estatura, y yo diría que pesa unos setenta y cinco kilos. Hay ruptura capilar alrededor de la nariz y los labios, así como el evidente traumatismo por estrangulación en el cuello, lo que parece ser la causa de la muerte.

– Eso de los ojos. ¿Pre o post mortem?

– Es difícil de decir ahora mismo, pero la relativa ausencia de sangre sugeriría que fue hecho después de la muerte o inmediatamente antes. Aunque de todas formas habría grandes cantidades de sangre.

Anna Wolff llegó a la zona protegida acompañada de Henk Hermann. Reprimió un grito cuando vio la cara sin ojos. Hermann se agachó junto al cuerpo.

– Apuesto a que los análisis nos dirán que ésta es la parte que falta del pelo de Laura von Klostertadt. -Se volvió hacia Grueber-. ¿Puedo moverle las manos? Creo que encontraremos una nota del asesino en una de ellas.

– Déjeme hacerlo a mí -dijo Grueber-. Como he dicho, me parece que este asesino es muy proclive a hacer las cosas manualmente. Es probable que la víctima consiguiera, a su vez, ponerle las manos encima. Podría haber células de la piel del asesino debajo de las uñas. -Con cuidado, separó una de las manos y metió el mechón de pelo en una bolsa para pruebas. Levantó la segunda mano. Debajo había una tirita de papel amarillo.

– Ahí está -dijo Hermann. Grueber levantó la tirita con unas pinzas y la metió en una bolsa de plástico transparente. Se la entregó a Hermann, quien la giró bajo la lámpara de arco voltaico y examinó su contenido. «Rapunzel, Rapunzel, Lass mir dein Haar Herunter.» También aquí la caligrafía era pequeña, apretada y con la misma tinta roja.

– «Rapunzel, Rapunzel, tu trenza deja caer» -leyó Hermann en voz alta.

– Genial -dijo Maria-. De modo que ya tenemos al número cuatro.

– El número cinco -acotó Anna-. Si incluyes a Paula Ehlers.

Grueber examinó la pechera de la camisa, desabrochando un botón con mucho cuidado y mirando la herida que estaba debajo. Movió la cabeza.

– Qué extraño… No le dispararon. Parece la herida de una sola puñalada. ¿Por qué no se defendió?

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