Craig Russell - Cuento de muerte

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El hallazgo del cadáver de una joven con una nota entre sus dedos que dice "He estado bajo tierra y ya es hora de que vuelva a casa", enfrenta al jefe de la brigada de homicidios de Hamburgo, Jan Fabel, con los designios de una mente oscura y enferma. Cuatro días después, dos cuerpos más aparecen en medio de un bosque, con unas notras entre sus manos que dicen "Hansel" y "Gretel", escritas con la misma letra roja, pequeña y obsesiva. Es evidente que los crímenes hacen referencia a los cuentos folclóricos recopilados doscientos años atrás por los hermanos Grimm. Pero los asesinatos de este cruel asesino en serie no son ningún cuento de hadas…
Finalista del premio Golden Dagger, el más prestigioso del mundo en la categoría de novela criminal

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– Supongo que eso es imposible.

– Me temo que sí. Siempre quise ser policía, desde que era un niño. Era una de esas cosas que sabes sobre ti mismo. -Hizo una pausa-. Entonces, ¿qué te parece? ¿He aprobado?

– ¿A qué te refieres?

– Bueno, todo esto tiene que ver con lo nuestro, ¿no? Ver si puedes trabajar conmigo.

Anna sonrió.

– Lo harás bien… Pero en realidad no era ésa la intención. Es sólo que trabajaremos juntos y sé que no he sido, bueno, muy amable contigo. Lo siento. Pero supongo que entiendes que las cosas todavía están un poco tensas. Después de lo de Paul, quiero decir. En cualquier caso… -Anna levantó la copa-. Bienvenido a la Mordkommission…

41

Miércoles, 14 de abril. 22:00 h

Sankt Pauli, Hamburgo

La última vez que trabajó con él, casi un año antes, Max se acostumbró a los largos silencios de su cliente. Los consideraba una señal de interés, incluso de fascinación, por el oficio que ejercía.

Pero esta noche aquel hombre enorme no había dicho palabra desde que había entrado por la puerta. Sólo se había quedado de pie, en absoluto silencio, en medio del estudio. Dominándolo. Llenándolo. Y lo único que podía oírse era su respiración. Lenta. Pesada. Deliberada.

– ¿Algún problema? ¿Se encuentra usted bien? -preguntó Max.

Otro silencio que pareció estirarse eternamente, hasta que, por fin, el hombre inmenso habló.

– Cuando trabajaste conmigo la última vez te pedí que no guardases ningún registro de ello. Y que no se lo contaras a nadie. Te pagué más por ello. ¿Lo hiciste tal como te lo pedí?

– Sí. Lo hice, lo hice… ¡Y si alguien le ha dicho algo distinto es una mentira! -protestó Max. Deseaba que ese tipo grandote se sentara. Así parado tan cerca de él, en los estrechos confines del estudio, a Max comenzaba a dolerle el cuello por tener que mirar hacia arriba todo el tiempo. El hombretón levantó una mano. Se quitó el abrigo y la camisa que llevaba debajo, revelándole a Max su propia obra. Su torso vasto y mus culoso estaba cubierto de palabras, incluso oraciones, con historias enteras, todas tatuadas en su carne con una caligrafía negra y gótica. El menor movimiento, una mínima contracción de un músculo, hacía que las palabras palpitaran como si estuvieran vivas.

– ¿Estás diciendo la verdad? ¿Nadie sabe que has hecho este trabajo sobre mí?

– Nadie. Lo juro. Es como una relación entre médico y paciente… Si usted dice que quiere mantenerlo en secreto, entonces lo mantengo en secreto. Aunque admito que me gustaría poder hablar de ello. Es el mejor trabajo que he hecho en mi puta vida. Y no lo digo sólo porque usted sea el cliente.

El hombre inmenso volvió a callarse. Esta vez su silencio sólo se interrumpió por el sonido de su respiración, que volvía a llenar el diminuto salón. Eran unas exhalaciones profundas y resonantes que salían del cavernoso barril que tenía por pecho. Su respiración se hizo más agitada.

– ¿Está seguro de que se encuentra bien? -preguntó Max con una voz que se había vuelto más aguda, con un tono que oscilaba entre la inquietud y un miedo muy real.

Tampoco hubo respuesta. El hombre metió la mano en el abrigo y sacó algo de uno de los bolsillos. Era una careta de goma muy pequeña, de niño. Una careta de lobo. Se la puso sobre su gran cara y los rasgos lobunos se estiraron y distorsionaron.

– ¿Qué hace con esa careta? -preguntó Max, pero tenía la boca seca y su voz sonó extraña. Se dio cuenta de que el corazón le latía más rápido en su pecho-. Mire, realmente estoy ocupado. He dejado abierto el taller sólo para usted. Ahora, si hay algo que desee… -Hizo lo mejor que pudo por insuflar un poco de autoridad en su tono tenso y atemorizado.

– Hans el listo… -El hombre sonrió e inclinó la cabeza a un lado. Era una postura infantil, que se veía extraña, surrealista, en alguien de su estatura. El estiramiento del cuello hizo que se movieran las palabras que se curvaban alrededor de la base de la garganta.

– ¿Qué? Yo no me llamo Hans. Usted lo sabe. Me llamo Max…

– Hans el listo… -repitió el hombre, inclinando la cabeza para el otro lado.

– Max… Me llamo Max. Oiga, hombretón, no sé qué le ocurre. ¿Ha tomado algo raro esta noche? Creo que será mejor que regrese cuando…

El hombre dio un paso hacia delante y apretó ambas manos simultáneamente contra los lados de la cabeza de Max, aprisionándola y presionando con fuerza.

– Oh… -dijo-. Hans el listo, Hans el listo…

– ¡No me llamo Hans! ¡No me llamo Hans! -Max estaba gritando. Su mundo entero se había llenado de un blanco, eléctrico temor-. ¡Soy Max! ¿Me recuerda? ¡Max! ¡El de los tatuajes!

Detrás de la careta estirada y grotesca, los inmensos rasgos del rostro del hombre de pronto se llenaron de tristeza y su tono pasó a ser de ruego, de queja.

– Hans el listo, Hans el listo… ¿por qué no le pones ojos tiernos?

Max sintió que sus mejillas se apretaban contra sus dientes. El torno en que estaba atrapada su cabeza comenzó a aplastar y retorcer sus rasgos.

– Hans el listo, Hans el listo… ¿por qué no le pones ojos tiernos?

El grito de Max se convirtió en un chillido agudo y animal cuando los enormes pulgares de su atacante presionaron la carne debajo de sus cejas, justo encima de la protuberancia de los párpados. La presión aumentó y se convirtió en un dolor de una intensidad increíble. Los pulgares empujaron más. En las cuencas de los ojos. El chillido de Max se convirtió en un gorgoteo burbujeante cuando el hombre le arrancó los ojos de la cabeza y sintió náuseas en la garganta.

Max, que se había quedado ciego, colgaba flojo de las manos inmensamente fuertes de su atacante, que lo apretaban de manera inexorable. Su universo se había transformado en relámpagos y chispas, e incluso pensó que podía ver de nuevo la silueta de su atacante, como grabada en neón, mientras los nervios ópticos y el cerebro trataban de dar sentido a la repentina ausencia de los ojos. Luego sobrevino la oscuridad. El apretón de torno comenzó a ceder. Pero antes de que Max pudiera desplomarse al suelo, sintió que una sola mano lo agarraba del pelo y lo tiraba hacia arriba. Hubo un momento de silencio en la oscuridad. Una vez más, sólo podía oírse la respiración tranquila, profunda y resonante del gigante que lo había dejado ciego. Luego oyó el sonido de algo metálico que salía de un estuche. Como una funda de cuero.

Max dio un pequeño salto de sorpresa cuando sintió el golpe a través del cuello y la garganta. Una minúscula fracción de tiempo, durante la cual se preguntó por qué el otro no lo había golpeado con más fuerza, se estiró hasta el infinito. Cuando se dio cuenta de que tenía la garganta cortada y de que las salpicaduras calientes y espasmódicas que sentía sobre los hombros y el pecho eran su propia sangre, Max ya estaba deslizándose hacia la muerte.

Lo último que oyó fue la extraña mezcla de la voz resonante y el tono infantil de su atacante.

– Hans el listo, Hans el listo… ¿por qué no le pones ojos tiernos?

42

Viernes, 16 de abril. 19:40 h

Sankt Pauli, Hamburgo

¿Qué era ese olor? Era un olor sucio. Débil, difuso e imposible de identificar, pero desagradable. Punzante. Era como el hedor que a veces sentía en su casa. Pero ahora también estaba allí, como si estuviera siguiéndolo. Acosándolo.

Bernd había cogido el S-Bahn. Era difícil aparcar en Kiez y a él le gustaba el anonimato del transporte público cuando salía en una de sus excursiones. En cualquier caso, probablemente se tomaría algunos tragos. Después.

Había una joven sentada frente a él en el S-Bahn. Tenía poco más de veinte años, el pelo rubio corto, como el de un chico, y un mechón rosado. Llevaba un abrigo de estilo afgano que le llegaba hasta las pantorrillas, pero abierto. Su figura era plena, casi regordeta, y llevaba la camiseta muy ceñida a los pechos. El se concentró en la franja de piel pálida y suave que estaba expuesta entre la parte inferior de su camiseta y la cintura baja de sus téjanos de tiro corto. La piel desnuda estaba interrumpida por las tachuelas que llevaba en su ombligo perforado.

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