Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– ¿Me va a atrapar? ¿A mí?… ¿Y por qué? ¿Qué pruebas tiene? ¿He matado yo a alguien? ¡No! ¿Entonces, de qué va a acusarme? ¿De haberme tirado a una mujer? ¿A la hija de un banquero? ¿Y qué? ¿Las hijas de los banqueros no folian? Folian dentro de una cámara acorazada, naturalmente. Pero lo hacen. Lo hacen, policía del servicio de alcantarillado. Y cada vez que se corren, sube la Bolsa. ¿Va a acusarme de eso? Y si un día Virgin reaparece, ¿qué? Menos motivo todavía para acusarme. Pero no se desanime, hombre… A lo mejor, tiene las pruebas contra mí en ese sobre que llevaba el muerto.

– Pues es posible -dijo Méndez.

No se trataba de una frase vana. En efecto, era posible. Méndez no sabía lo que había en el sobre hallado en el bolsillo del muerto. ¿Y si se trataba de una acusación contra Leo Patricio? Bien pensado, era lo más lógico.

Leo Patricio había ido demasiado lejos al desafiarle.

– Esto debería abrirlo el juez -gruñó-, pero ya encontraré una excusa. Yo a los jueces me los paso por el escroto, y a las juezas no quiera usted saber.

Abrió el sobre.

Dentro había una breve carta manuscrita, evidentemente con la letra de Orestes Gomara. La firma también era suya.

Méndez la leyó:

– «Yo maté a dos miserables llamados David Mellado y Alberto Parra. Lo declaro voluntariamente para que no se carguen responsabilidades a nadie más. También declaro que voy a poner fin a mi vida inmediatamente. Mi muerte será un acto voluntario sin otro culpable que yo mismo. Ruego a la policía y al juez que no busquen otros responsables. Gracias, Miguel Don.» Sólo eso.

Méndez quedó boquiabierto.

Aquello lo hundía todo.

Todo.

Leo Patricio se dio cuenta de su expresión. Deslizándose a espaldas de Méndez, leyó por encima de su hombro. Al acabar, lanzó una carcajada.

– Lo tiene perfecto, policía de bidés -dijo-. Atrévase a decir una palabra más.

– No puedo decir una palabra más -barbotó Méndez.

– Me han contado que usted lo averigua todo, pero que por una cosa u otra nunca logra detener a un culpable.

– Cada uno tiene lo suyo -gruñó Méndez-. Pero es verdad: nunca detengo a un culpable.

– A mí menos.

– Sí, Leo Patricio: a usted menos.

– Lo único que no entiendo es eso de «Gracias, Miguel Don».

A Méndez se le crisparon las mandíbulas mientras decía:

– Yo tampoco.

36 UNA CUESTIÓN DE COMPAÑÍA

Méndez sólo entendía una cosa: no iba a poder hacer nada contra Leo Patricio ni contra Virgin Gomara, cuando ésta apareciese. El muerto que ahora yacía en la calle se había atribuido toda la responsabilidad, y la carta era una decisiva prueba legal. Sus dedos sin fuerzas estuvieron a punto de dejar caer el papel al suelo.

Leo Patricio entendía lo mismo, pero para él era completamente distinto. Lanzó de nuevo una seca carcajada.

– Vuelvo a mi despacho, Méndez -dijo-. Le felicito por su éxito. Si piensa detenerme, envíeme una carta con un mensajero de esos que reparten pizzas.

Y volvió la espalda. Nadie le siguió. El centro de atención se había trasladado por completo a la calle, donde el tráfico estaba embotellado y donde crecía y crecía el círculo de curiosos alrededor del muerto.

Méndez gruñó desde la puerta:

– Aprovechando el mensajero, le enviaré una pizza con huevos, Leo.

– ¿Sí? ¿Qué huevos?

– Los suyos.

Y desapareció de la vista de Leo Patricio. Este sonrió burlonamente y se encogió de hombros, con un gesto de indiferencia total. Entró en el despacho.

De pronto, éste era su reino. Una sensación confortable, de poderío absoluto, le invadió. Ya no debía temer a Orestes Gomara, su dinero y su sed de mal. Ya no debía temer a la policía, sus pesquisas y sus ruindades. Virgin y él habían triunfado de lleno. Unos cuantos trámites y el imperio Gomara -un imperio poblado de sombras, pero sombras de oro- pasaría a ser suyo.

Entró del todo en el despacho, entornando la puerta a su espalda. Su primera mirada fue hacia la ventana por la que había saltado Gomara: estaba perfectamente cerrada y sin huella alguna de violencia. Él había tenido la precaución lógica de cerrarla después de la caída del banquero. Estáte tranquilo, Leo.

La segunda mirada fue para la butaca en que había estado sentado Gomara.

Gomara ya no estaba, claro.

Pero en su lugar había alguien.

Leo Patricio balbuceó asombrado:

– … ¿Qué diablos?…

La mole enorme se levantó del asiento. Todos los muelles de la butaca crujieron cuando los dejó libres aquella masa de músculos. El aire del despacho se hizo más espeso, como si lo absorbiese por ley de gravitación aquella especie de estatua de acero.

Miguel Don avanzó dos pasos.

Su boca apenas se movió al preguntar:

– ¿Sorprendido, Leo Patricio?

– ¿Cómo has entrado aquí?…

– No era tan difícil colarse, con el tumulto que se ha armado abajo.

– ¿Y cómo has dado con esta casa?

– Tampoco ha sido tan difícil. Orestes Gomara me tenía al corriente de todas las visitas que pensaba hacer, o al menos de parte de ellas. Y me dijo que iba a visitar aquel centro del placer privado en el que él y tú teníais una parte del capital: la Real Academia de las Putas. De modo que yo también fui y hablé con la dueña. Ella me dijo que habían estado conversando acerca de Lina y su domicilio, o sea, éste. Pensé que era razonable darme una vuelta por aquí y visitarlo.

Sonrió.

Sus dientes eran como los de un tiburón. Sólo les faltaba haber sido afilados por un espadero de Toledo.

– … ¿Qué quieres? -balbuceó Leo Patricio.

Sus ojos parpadearon de pronto, pero no veía nada. No veía más que una especie de manchas, no veía más que la mole de Miguel Don y su sonrisa carnívora.

Y el despacho al fondo. La ventana y las luces de Barcelona al fondo. Y el ordenador que casi podía tocar con las manos, pero que enviaba parpadeos desde una dimensión remota.

– No quiero nada -contestó Miguel Don-. No quiero nada, pequeño hijo de puta.

Leo Patricio miró febrilmente hacia el cajón de la mesa central. Allí siempre tenía un revólver. Con un gruñido fue a saltar hacia aquella mesa, mientras en su frente nacían como en una explosión mil gotitas de sudor helado.

No llegó a tiempo. Realmente no llegó a tiempo ni de tensar las piernas para el salto.

Los dedos de Miguel Don eran como pinzas de acero. Se clavaron en el cuello de Leo y le cortaron instantáneamente la respiración. Toda la habitación se nubló. La sangre no llegaba al cerebro de Leo, que movió los brazos desesperadamente. Tuvo la sensación de que sus puños chocaban contra algo. Los dos impactos alcanzaron de lleno la cara de Miguel Don, pero el único efecto que produjeron fue un leve pestañeo.

Y los dedos se cerraron aún más.

Sostenían materialmente a Leo Patricio en el aire.

Éste pateó mientras dejaba absolutamente de ver. Los ojos se le escaparon de las órbitas.

Miguel Don susurró:

– Lástima que tenga que hacer contigo un trabajo rápido. Lástima que no pueda dedicarte el mismo tiempo que a los otros.

Y lo dobló sobre la mesa.

Su enorme cuerpo aplastó materialmente a Leo. Todo el peso pareció concentrarse en sus manos, y las manos plancharon el cuello de su víctima. La lengua de Leo Patricio pareció salir disparada. Hasta la cara de Don saltó un manantial de saliva mezclado con gotas de sangre.

Miguel Don no se dio prisa.

Sus dedos presionaron poco a poco, permitiendo que, durante uno o dos segundos, Leo Patricio pudiera respirar. Pero apenas la víctima daba una boqueada, los dedos se cerraban de nuevo. Lo último que vio Leo Patricio fue aquella cara de piedra que estaba materialmente encima de la suya. Los ojos tan quietos y fijos que parecían dos bolas de acero. Y el techo de la habitación, un techo absurdo que se movía y al que parecían llegar los parpadeos del ordenador. Luego nada.

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