Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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– Esperaba poder llegar a Suecia. Los alemanes… Bueno, digamos que ya no puedo seguir en territorio noruego y que tengo la vida en alta estima.

Elof guardó silencio un buen rato, mientras pensaba. No le gustaba que lo engañasen de aquel modo, pero, por otro lado, ¿qué otra opción tenía aquel muchacho? ¿Acaso iba a habérsele acercado en el puerto, en presencia de todos los alemanes que lo vigilaban, para preguntarle educadamente si podía ir a Suecia en su barco?

– ¿De dónde eres? -preguntó al fin sin dejar de examinar al joven de arriba abajo.

– De Oslo.

– ¿Y qué has hecho para no poder seguir en Noruega?

– No es bueno hablar de lo que uno se ha visto obligado a hacer durante la guerra -repuso Hans con el semblante ensombrecido-, Pero digamos que he dejado de serle útil a la resistencia.

«Seguro que ha estado ayudando a gente a cruzar la frontera», se dijo Elof. Era una tarea peligrosa y, si los alemanes empezaban a sospechar de uno, lo más sensato era huir mientras se conservara la vida. Elof sintió que empezaba a ablandarse. Pensó en Axel, que tantas veces había viajado a Noruega sin considerar jamás las consecuencias para su persona, y que al final, había pagado un alto precio por ello. ¿Por qué iba a ser aquel joven peor que el joven hijo del doctor Frankel? Elof tomó la decisión sin más consideraciones.

– Bueno, puedes seguir con nosotros. Vamos a Fjällbacka. ¿Has comido algo?

Hans meneó la cabeza y tragó saliva.

– No, desde anteayer. El viaje desde Oslo ha sido… difícil. No se puede ir derecho -confesó bajando la mirada.

– Calle, procura que le traigan algo de comer al muchacho. Ahora tengo que encargarme de que lleguemos a casa enteros. Malditas sean las minas que los alemanes se empeñan en plantar en estas aguas… -Meneó la cabeza y empezó a bajar la escala. Se dio media vuelta y su mirada se cruzó con la del joven. Sintió una compasión sorprendente. ¿Qué edad tendría? Dieciocho, no más. Aun así, era mucho lo que llevaba escrito en una mirada que debería estar más limpia. La juventud perdida y la inocencia que debería llevar aparejada. Sin duda, la guerra había cosechado muchas víctimas. No sólo aquellos que estaban muertos.

* * *

Gösta se sentía ligeramente culpable. Si él hubiese cumplido con su obligación, quizá el tal Mattias no se encontrara ahora en el hospital. O, bueno, en realidad, ignoraba si eso había tenido algo que ver. Pero quizá, de haberlo hecho, hubiese averiguado que Per se había colado en la casa de los Frankel ya la primavera pasada, y quizá eso habría dado otra dirección al curso de los acontecimientos. De hecho, cuando estuvo en casa de Adam tomándole las huellas, el chico mencionó que alguien había estado ya allí y que, según ese alguien, la casa estaba llena de «cosas chulas». Y eso era lo que había estado rumiando inconscientemente, la idea que lo acechaba y se le escapaba todo el tiempo. Si hubiese estado un poco más atento. Si hubiese sido más exhaustivo… En definitiva, si hubiese hecho su trabajo. Exhaló un suspiro. Ese suspiro especial a lo Gösta que había perfeccionado gracias a años enteros de entrenamiento. Sabía lo que tenía que hacer ahora. Debía intentar enderezar las cosas en la medida de lo posible.

Salió del garaje y cogió el coche de policía que quedaba. Martin y Paula se habían llevado el otro a Uddevalla. Cuarenta minutos más tarde, aparcaba delante del hospital de Strömstad. La recepcionista lo informó de que el estado de Mattias era estable y le indicó cómo llegar a su habitación.

Respiró hondo antes de abrir la puerta. Seguramente habría allí alguien de su familia. A Gösta no le gustaba ver a los familiares. Todo resultaba siempre tan emocionalmente cargado, era tan difícil mantener la distancia con respecto al trabajo…

Aun así, en algunas ocasiones había sorprendido a sus colegas y a sí mismo dando muestras de cierta sensibilidad en el contacto con personas que se hallaban en situaciones difíciles. Si tuviese fuerza y energía, tal vez habría podido usar ese talento en el trabajo y convertirlo en un recurso. Ahora, en cambio, era como un huésped raro al que él mismo no acogía demasiado bien.

– ¿Lo habéis cogido? -Un hombre corpulento con traje y la corbata torcida se levantó al ver entrar a Gösta. Hasta ese momento, el hombre abrazaba a una mujer llorosa que, por la semejanza con el chico que yacía en la cama, debía de ser su madre. Aunque el parecido que Gösta advirtió procedía más bien del recuerdo del encuentro con el muchacho ante la casa de los Frankel. Porque, en efecto, el muchacho que yacía en la cama no se parecía a nadie. La cara era una pura inflamación, completamente llena de heridas con una zona amoratada. Tenía los labios tan hinchados que estaban al doble de su tamaño normal y no parecía capaz de ver más que parcialmente y por un ojo. El otro se veía totalmente cerrado por la inflamación.

– Cuando yo pille a ese… pandillero asqueroso… -maldijo el padre de Mattias cerrando los puños. Tenía los ojos llenos de lágrimas y Gösta volvió a reparar en el detalle de que aquello de las víctimas y los familiares y sus sentimientos era algo con lo que prefería no tener nada que ver.

Pero allí estaba. Y cuanto antes acabase, tanto mejor. Sobre todo, teniendo en cuenta que los remordimientos crecían por segundos mientras contemplaba el rostro maltratado de Mattias.

– Deje que la policía haga su trabajo -respondió Gösta sentándose en la silla que había junto a los padres del chico. Se presentó con su nombre y apellido, y miró a los ojos a los padres de Mattias a fin de asegurarse de que lo estaban escuchando.

– Hemos estado interrogando a Per Ringholm en la comisaría. Se ha confesado autor de la agresión, lo que tendrá consecuencias para él. En estos momentos, ignoro cuáles serán, eso es decisión del juez.

– Pero, lo tendrán encerrado, ¿verdad? -preguntó la madre de Mattias con voz trémula.

– Ahora mismo, no. El juez dictamina el encarcelamiento de un menor sólo en casos excepcionales. En la práctica, es una medida insólita. De modo que Per se ha ido a casa con su madre, mientras continúa la investigación. De todos modos, nos hemos puesto en contacto con los servicios sociales.

– O sea, que él se va a casa con su madre, mientras que mi hijo está aquí con… -La voz del padre de Mattias se quebró de pronto. El hombre miraba alternativamente a Gösta y a su hijo, sin comprender nada.

– Por el momento, sí. Pero habrá consecuencias. Se lo garantizo. En cualquier caso, ahora quisiera hacerle unas preguntas a su hijo, si es posible, para comprobar que no hemos dejado ningún cabo suelto.

Los padres de Mattias se miraron y asintieron.

– Vale, pero sólo si se siente con fuerzas. Sólo está despierto a ratos. Está tomando analgésicos.

– Iremos al ritmo que él aguante -aseguró Gösta en tono tranquilizador, al tiempo que acercaba la silla a la cama. Le costó un poco entender las palabras que el muchacho iba balbuciendo, pero finalmente su versión le confirmó cómo había sucedido todo. Y coincidía al cien por cien con lo que les había confesado Per.

– ¿Podría tomarle las huellas dactilares?

Una vez más, los padres intercambiaron una mirada inquisitiva. Y, una vez más, el padre de Mattias tomó la palabra:

– Sí, supongo que no hay problema. Siempre que sea necesario para… -No concluyó la frase, sino que miró a su hijo con los ojos nuevamente anegados en lágrimas.

– Tardaré apenas un minuto -dijo Gösta sacando el material necesario.

Poco después, se hallaba de nuevo en el coche, aún en el aparcamiento, mirando la caja con las huellas de Mattias. Quizá no tuviese ninguna importancia para la investigación. Pero él había hecho su trabajo. Por fin. Era un flaco consuelo.

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