– O sea, ¿ustedes dos no tienen ningún contacto? Pero ¿y Per, suele verlo? -intervino Martin, más por curiosidad que porque pensase que tuviera relevancia para la investigación.
– No, yo no tengo ningún contacto con él. Por desgracia, mi padre ha conseguido inculcarle a mi hijo un montón de tonterías. Cuando Per era pequeño, podíamos controlar que no tuviesen relación, pero ahora que es mayor y se mueve libremente… Bueno, no hemos podido evitarlo en la medida en que lo hubiésemos deseado.
– Bien, en fin, pues ya no tenemos mucho más que preguntar. Por ahora -añadió Martin al tiempo que se levantaba. Paula siguió su ejemplo. Ya en el umbral, Martin se dio media vuelta y preguntó:
– Está completamente seguro de que no tiene ninguna información sobre Erik Frankel que pudiera sernos de utilidad, ¿verdad?
Sus miradas se cruzaron un instante y se diría que Kjell dudaba. Pero finalmente, meneó la cabeza con firmeza y dijo:
– No, nada. Nada en absoluto.
Tampoco en esta ocasión lo creyeron los dos agentes.
Margareta estaba preocupada. Nadie cogía el teléfono en casa de sus padres desde que su padre estuvo en la suya el día anterior. Era muy extraño; e inquietante. Solían avisar siempre que iban a viajar a algún sitio, aunque últimamente no salían mucho. Y ella solía llamarlos todas las tardes para hablar con ellos un rato. Era como un ritual que llevaban muchos años manteniendo y no recordaba una sola ocasión en la que no hubiesen contestado. Ahora, en cambio, después de marcar un número que sus dedos conocían ya de memoria, el tono de llamada parecía resonar en el vacío, repitiéndose una y otra vez sin que nadie cogiese el auricular al otro lado del hilo telefónico. En realidad, le hubiese gustado acercarse a su casa la noche anterior, pero Owe, su marido, la convenció de que lo dejara para el día siguiente. Seguramente, le dijo, se habrían ido a dormir temprano. Pero ahora era de día, pronto sería media mañana, y seguían sin coger el teléfono. Margareta sintió crecer el desasosiego en su interior, hasta que se convirtió en la certeza de que algo había sucedido. No se le ocurría ninguna otra explicación.
Se puso los zapatos y el chaquetón y salió resuelta en dirección a la casa de sus padres. Estaba a diez minutos a pie, pero cada segundo que transcurría se recriminaba haberle hecho caso a Owe en lugar de ir a verlos la noche anterior. Allí había algo raro, lo presentía.
Cuando se encontraba a unos metros de la casa de sus padres, vio a alguien delante de la puerta. Entornó los ojos para distinguir quién era, pero, hasta que no estuvo más cerca, no comprobó que se trataba de la escritora aquella, Erica Falck.
– ¿Puedo hacer algo por ti? -preguntó Margareta con tono amable, aunque su voz traslucía la preocupación que sentía.
– Pues…, bueno, venía a ver a Britta, pero parece que no hay nadie… -La mujer rubia parecía un tanto despistada al pie de la escalinata.
– Yo llevo llamándolos desde ayer noche, y nadie contesta, de modo que he venido a comprobar que están bien -explicó Margareta-. Puedes entrar conmigo y esperar en el vestíbulo. -Sobre la puerta de la casa había un voladizo. Margareta estiró el brazo por encima de una de las vigas que lo sostenían y cogió una llave. Le temblaba la mano levemente mientras intentaba abrir.
– Pasa, yo iré a ver-dijo sintiendo cierto alivio al no verse allí sola. En realidad, debería haber llamado a alguna de sus hermanas, o a las dos, antes de ir a casa de sus padres. Pero no habría podido ocultarles lo grave que le parecía la situación ni la preocupación que la devoraba por dentro.
Recorrió la planta baja y miró a su alrededor. Todo estaba limpio y ordenado, como de costumbre.
– ¿Mamá? ¿Papá? -gritó sin obtener respuesta. Presa de un pánico incipiente, notó que le costaba respirar. Debería haber llamado a sus hermanas, debería haberlas llamado.
– Aguarda aquí, subiré a mirar -le dijo a Erica al tiempo que enfilaba la escalera. No apremió el paso, sino que fue subiendo despacio, muy despacio, hacia el piso de arriba. Reinaba una calma tan poco natural… Pero cuando llegó al último peldaño, oyó un ruido vago. Sonaba como si alguien estuviese sollozando. Como el llanto de un niño pequeño. Se quedó inmóvil un instante, para localizar el origen del sonido, y comprendió enseguida que procedía del dormitorio de sus padres. Con el corazón desbocado se dirigió apresuradamente hacia allí y abrió la puerta despacio. Le llevó unos segundos comprender la escena. Luego oyó, como de lejos, su propia voz pidiendo ayuda.
Fue Per quien abrió la puerta cuando llamó.
– Abuelo… -imploró el muchacho con la expresión de un cachorro necesitado de una palmadita.
– ¿Qué demonios has hecho? -le espetó Frans con brusquedad apartándolo para entrar en el vestíbulo.
– Pero si yo… ese… ese idiota no decía más que un montón de basura. ¿Qué querías que hiciera? ¿Aguantarme y ya está? -Per sonaba herido. Creía que, si había alguien capaz de comprenderlo, ese sería el abuelo-. Además, no es nada comparado con las cosas que tú has hecho -replicó en tono rebelde, aunque sin atreverse a mirar a Frans a los ojos.
– ¡Precisamente por eso, yo sé lo que digo! -Frans lo cogió por los hombros, lo zarandeó y lo obligó a mirarlo a los ojos.
– Vamos a sentarnos y a charlar un rato tú y yo, a ver si puedo inculcar algo de sentido común en esa cabeza tan dura que tienes. Por cierto, ¿dónde está tu madre? -Frans miró a su alrededor buscando a Carina, dispuesto a luchar por su derecho a estar allí y a hablar con su nieto.
– Supongo que estará durmiendo la mona -respondió Per dirigiéndose indolente a la cocina-. Empezó a beber ayer, en cuanto llegamos de la comisaría, y anoche, cuando me fui a la cama, aún seguía. Ahora llevo sin oírla unas horas.
– Voy a ver dónde está. Tú, entre tanto, pon una cafetera -le ordenó Frans.
– Pero si yo no sé cómo… -comenzó Per con voz quejumbrosa y protestona.
– Pues ya es hora de que aprendas -le espetó Frans ya camino del dormitorio de Carina.
– Carina -dijo en voz alta antes de entrar en la habitación. No obtuvo más que un fuerte ronquido por respuesta. La mujer estaba a punto de caerse de la cama y tenía un brazo en el suelo. Olía a alcohol revenido y a vómito.
– Joder -maldijo Frans en voz alta. Pero luego respiró hondo y se le acercó. Le puso una mano en el hombro y la zarandeó un poco.
– Carina, es hora de despertarse. -Ella seguía sin reaccionar. Frans miró a su alrededor. Se accedía al baño desde el dormitorio, de modo que entró y empezó a llenar la bañera. Mientras caía el agua, se puso a desnudarla con expresión asqueada. No tardó mucho, sólo llevaba el sujetador y las bragas. La llevó a la bañera envuelta en la colcha y la dejó caer en el agua sin más contemplaciones.
– ¡Qué coño…! -bufó su ex nuera medio dormida-. ¿Qué coño haces?
Frans no respondió, sino que se acercó al armario, abrió la puerta y sacó ropa limpia que dejó sobre la tapa del retrete, junto a la bañera.
– Per ha puesto café. Lávate, vístete y baja a la cocina.
Por un instante, pareció que Carina quería protestar, pero al final asintió sumisa.
– Bueno, ¿has conseguido la proeza de poner una cafetera? -le preguntó a Per, que se examinaba las uñas sentado a la mesa de la cocina.
– Seguro que sabe a rayos -protestó enojado-, pero al menos parece que está saliendo algo.
Frans examinó la negrísima bebida que había empezado a gotear en la jarra.
– Sí, y parece que estará lo bastante concentrado, desde luego.
Abuelo y nieto se quedaron un buen rato sentados en silencio. Era tan extraño ver la propia historia reflejada en la de otra persona… Porque era innegable que veía en el chico rasgos de su padre. Del mismo padre al que hoy lamentaba no haber matado en su día. De haberlo hecho, quizá todo hubiese resultado diferente. Si hubiera utilizado la rabia que le hervía dentro contra quien en realidad la merecía. En cambio, se le disparó sin rumbo, sin destino. Aún llevaba dentro aquella rabia. Lo sabía. Sólo que no dejaba que arrasara sin ton ni son, como hacía cuando era más joven. Ahora era él quien controlaba la ira, no al revés. Y era lo que debía hacer comprender a su nieto. La ira no tenía nada de malo, pero se trataba de ser uno mismo quien decidiese el momento de dejarla libre. Que la rabia era como una flecha arrojada con puntería, no como un hacha que uno iba blandiendo de un lado a otro sin dirección. El había probado aquel camino. Y lo único que le había reportado era una vida transcurrida principalmente en la cárcel y un hijo que apenas soportaba mirarlo siquiera. No había nadie más. Los miembros de la asociación no eran amigos. Jamás cometió el error de tomarlos por tales ni de intentar que llegaran a serlo. Todos rebosaban su propia ira personal, que impedía que se estableciesen entre ellos ese tipo de vínculos. Compartían un objetivo. Eso era todo.
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