Miraba a Per y veía a su padre. Pero también a sí mismo. Y a Kjell. Al hijo al que se esforzó por conocer durante las breves visitas en las salas de las instituciones penitenciarias y en los no menos breves períodos que pasaba fuera de ellas. Una empresa condenada al fracaso. Como así sucedió, de hecho. En honor a la verdad, ni siquiera sabía si quería a su hijo. Quizá lo quiso en su día. Quizá le saltaba el corazón en el pecho cuando Rakel llegaba a la cárcel con el hijo de ambos. Ya no lo recordaba.
Lo extraño era que ahora, sentado en la cocina con su nieto, el único amor que era capaz de recordar como tal era el que había sentido por Elsy. Un amor de sesenta años de edad y, aun así, el único que se había grabado a fuego en su memoria. Ella y su nieto. Eran las únicas personas por las que se preocupó en su vida. Las únicas que habían logrado provocar en él algún sentimiento. Por lo demás, todo estaba muerto. Su padre lo había matado todo. Hacía mucho que Frans no pensaba en ello. Que no pensaba en su padre. Que no pensaba en todo lo demás. Hasta ahora que el pasado había resucitado de nuevo a la vida. Y ya era hora de pensar en ello.
– Kjell se pondrá hecho una furia si se entera de que has estado aquí -advirtió Carina desde el umbral. Se tambaleaba levemente, pero estaba limpia y vestida. Tenía el pelo mojado y le goteaba, pero se había puesto una toalla en los hombros para no mojarse el jersey.
– No me importa lo que piense Kjell -replicó Frans levantándose para servirse un café y ponerle otro a Carina.
– No parece que eso pueda beberse… -objetó Carina, que ya se había sentado y ahora estudiaba el contenido de la taza, llena hasta el borde de un café negro como la pez.
– Bébetelo sin rechistar -ordenó Frans mientras abría armarios y cajones.
– ¿Qué haces? -preguntó Carina antes de tomar un sorbo de café. Hizo una mueca de disgusto-, ¡Eh, deja en paz mis armarios!
Frans no respondió, sino que empezó a sacar una a una las botellas y a vaciarlas en el fregadero.
– ¡No tienes derecho a inmiscuirte en esto! -le gritó Carina. Per se levantó con la intención de marcharse.
– Tú te quedas ahí -lo conminó Frans señalándolo con un dedo imperioso-. Ahora vamos a ir al fondo de todo esto.
Per obedeció en el acto y se desplomó de nuevo en la silla.
Una hora más tarde, cuando Frans había terminado de verter todo el alcohol, sólo quedaban las verdades.
Kjell miraba fijamente la pantalla. Los remordimientos lo importunaban sin tregua. Desde que los policías fueron a verlo el día anterior, había pensado en ir a casa de Per y Carina. Pero no tuvo fuerzas para ello. No sabía por dónde iba a empezar. Lo que más pavor le causaba era notar que empezaba a rendirse. Podía combatir a enemigos externos hasta la saciedad. Podía enfrentarse a los políticos y a los neonazis y luchar contra molinos de viento, por gigantescos que fueran, sin sentir el menor atisbo de agotamiento. Pero cuando se trataba de la que fue su familia, cuando se trataba de Per y Carina, era como si no le quedase un ápice de fortaleza. Debían de haberla devorado los remordimientos.
Contempló la fotografía de Beata y los niños. Claro que quería a Magda y a Loke, y que no le gustaría perderlos… Pero, al mismo tiempo, todo sucedió tan rápido y terminó tan mal. Se vio abocado a una situación en la que sólo cabía él, y aún se preguntaba si no entrañaría más perjuicios que beneficios. Quizá no fue el momento adecuado. Tal vez se encontraba en la crisis de los cuarenta o algo así, y Beata apareció en el momento más inoportuno. Al principio no podía creerse que fuera cierto. Que una chica joven y guapa se interesara por él, que debía de ser un viejo a sus ojos. Pero así era. Y él no supo resistirse. Acostarse con ella, sentir su cuerpo desnudo y firme, y la admiración que le profesaba como un foco potente, todo ello fue como una embriaguez. No fue capaz de pensar con claridad, ni de dar un paso atrás y adoptar ninguna decisión racional, sino que se dejó llevar, se dejó embriagar. Lo irónico, no obstante, era que acababa de experimentar los primeros síntomas de la desaparición de aquella embriaguez justo cuando la situación se le escapaba de las manos. Había empezado a cansarse de no hallar nunca oposición real en las discusiones, de que ella no supiese nada ni de los viajes a la Luna ni de la revolución en Hungría. Incluso había empezado a cansarse de la sensación de su piel tersa en los dedos.
Aun recordaba con claridad el instante en que todo ocurrió. Lo recordaba como si hubiese sido ayer. La cita en la cafetería. Sus ojos azules cuando, radiante de alegría, le reveló que iba a ser padre, que iban a tener un hijo. Y que ahora tenía que contárselo a Carina, tal y como le había prometido.
Recordaba cómo, en ese instante, comprendió perfectamente su error. Recordaba la sensación de pesadumbre en el corazón, la certeza de que el error era irreparable. Por un instante, sopesó la posibilidad de dejarla allí sentada a la mesa, sin más. Dejarla e irse a casa a tumbarse con Carina en el sofá, a ver con ella las noticias mientras su hijo Per, de cinco años, dormía tranquilo en su cama.
Pero su instinto viril le decía que no existía para él alternativa. Había amantes que no se lo contaban a las mujeres. Y había otras que sí lo hacían. Y él sabía también por instinto a qué categoría pertenecía Beata. Ella no se detendría a pensar qué vidas destrozaba si él destrozaba la suya. Beata pisotearía su vida, destruiría toda su existencia sin volver la vista atrás. Y lo dejaría allí, en medio de los despojos.
Kjell lo sabía y había elegido el camino del hombre cobarde. No soportó la idea de quedarse solo. De verse en un triste piso de soltero mirando las paredes y preguntándose adonde demonios había ido a parar su vida. De modo que eligió el único camino que se le ofrecía. El camino de Beata. Ella ganó la batalla. Y él dejó a Carina y a Per. Como desechos en el camino. Despreciados por sus propios ojos. Insuficientes. Había humillado y herido a Carina. Y había perdido a Per. Ese fue el precio que tuvo que pagar por la sensación de una piel joven en las yemas de los dedos.
Tal vez hubiese podido conservar a Per. Si hubiera tenido la fuerza suficiente de imponerse a la culpa que le pesaba como una losa en el pecho cada vez que pensaba en aquellos a los que había abandonado. Pero no fue capaz. Hizo apariciones esporádicas, jugó a representar el papel de autoridad, jugó a ser padre en contados momentos con un resultado lamentable.
Y ahora ya había perdido a su hijo. Era un extraño para él. Y Kjell se sentía incapaz de volver a intentarlo. Se había vuelto como su padre. Esa era la amarga verdad. Había dedicado toda la vida a odiar a su padre por haberlos relegado a él y a su madre y haber elegido una vida que los excluía.
Y ahora se daba cuenta de que él había hecho exactamente lo mismo.
Kjell dio un puñetazo en la mesa, con la idea de que el dolor físico sustituyese al que sentía en el corazón. No sirvió de nada, así que abrió el último cajón para echarle un vistazo a lo único que podía apartar sus pensamientos de aquel lugar que tan tortuoso le resultaba visitar.
Se quedó mirando la carpeta. Por un instante, estuvo tentado de dejarle el material a la policía, pero el profesional que llevaba dentro puso el freno en el último momento. No era mucho lo que le había proporcionado Erik. Cuando fue a visitarlo a su despacho, se anduvo por las ramas un buen rato, como si dudara de qué era lo que quería contar, y de cuánto quería revelar. Durante unos segundos, dio la impresión de que daría media vuelta y se marcharía sin haberle transmitido ninguna información.
Kjell abrió la carpeta. Le habría gustado hacerle a Erik más preguntas y averiguar qué quería que hiciera exactamente, en qué dirección debía buscar. Lo único que tenía eran unos artículos de periódico que Erik le había entregado, sin más comentarios, sin más aclaraciones.
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