Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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Luego, la muerte se agachó y cogió entre sus manos el almohadón del lado de Herman. Britta vio espantada cómo se acercaba lo blanco. La niebla definitiva.

El cuerpo se rebeló un instante, atosigado por la falta de aire. Intentó tomar aliento, hacer llegar otra vez el oxígeno a los pulmones. Las manos de Britta soltaron la sábana, manotearon frenéticas en el aire. Hallaron resistencia, tocaron piel. Arañaron y tiraron y lucharon para poder vivir un rato más.

Luego todo se volvió negro.

12

Grini, en las inmediaciones de Oslo, 1 944

Ya es hora de levantarse! -La voz del vigilante resonaba entre los barracones-, ¡Formación para pasar revista en el patio dentro de cinco minutos!

Axel abrió un ojo después de otro con esfuerzo. Por un instante, se sintió totalmente desorientado. El barracón estaba a oscuras y era tan temprano que apenas se filtraba alguna luz del exterior. Pese a todo, estaba en mejor situación que en la celda en la que había pasado aislado los primeros meses. Prefería la falta de espacio y el hedor del barracón a los días interminables de soledad. En Grini había tres mil quinientos prisioneros, según había oído decir. No le sorprendió. Adondequiera que miraba, veía a gente con la misma expresión resignada que él.

Axel se sentó en el catre y se frotó los ojos para ahuyentar el sueño. Recibían la orden de salir a formar varias veces al día, cada vez que se les antojaba a los soldados, y pobre del que no espabilase. Pero hoy le costaba salir de la cama. Había soñado con Fjällbacka. Se vio sentado en la cima de Veddeberget, contemplando el agua y los pesqueros que arribaban cargados de arenque. Casi llegó a oír el sonido de las gaviotas chillando mientras describían círculos sobrevolando los mástiles de los barcos. En realidad, un sonido increíblemente horrendo, pero, en cierto modo, se había convertido en parte del alma del pueblo. Soñó con la sensación del viento que lo envolvía, cálido, tibio en verano. Y con el aroma a algas que a veces arrastraba silbando hasta la cima de la montaña y que él aspiraba ávido por la nariz.

Pero la realidad era demasiado cruda y fría como para que pudiese aferrarse al sueño. Sí sentía, en cambio, el tejido áspero de la manta contra la piel cuando la retiró y bajó los pies del catre desvencijado. Sentía los zarpazos del hambre. Claro que les daban de comer, sí, pero demasiado poco y con demasiada poca frecuencia.

– Es hora de que salgáis -ordenó el más joven de los vigilantes mientras caminaba entre los prisioneros. Al llegar a Axel, se detuvo.

– Hoy hace frío -le dijo amablemente.

Axel evitó su mirada. Era el mismo muchacho al que había interrogado acerca de la prisión cuando llegó, el que le pareció más amable que los demás. Como así era. Jamás había visto al joven maltratar o humillar a nadie, tal como hacían la mayoría de los demás vigilantes. Pero los meses transcurridos en la prisión habían trazado una clara línea entre los dos. Prisionero y carcelero. Eran como dos mundos completamente independientes. Vivían vidas tan distintas que Axel apenas era capaz de mirar de frente a los vigilantes cuando pasaban delante de él. El uniforme de guardia era el más claro indicio de su pertenencia a una parte de la humanidad que, sencillamente, valía menos. Se había enterado por los demás prisioneros de que los obligaron a usar el uniforme de guardia a raíz de la huida de un prisionero en 1941. Axel se preguntaba cómo era posible que alguien tuviese fuerzas para huir. El se sentía tan apático, tan falto de energía, a causa de la combinación del duro trabajo al que los sometían, de la escasez de alimentos y de descanso, y del exceso de preocupación por su familia. Y, en general, por el exceso de miseria.

– Venga, espabila -lo conminó el joven vigilante dándole un leve empujón.

Axel obedeció y apremió el paso. Las consecuencias podían ser fatales si acudía tarde a la formación matutina.

Cuando bajaba la escalera camino del patio, tropezó. Notó que el pie perdía apoyo en el peldaño, que caía hacia delante, sobre el vigilante, que precedía la marcha. Agitó los brazos para recobrar el equilibrio pero, en lugar del aire, se encontró con el uniforme y el cuerpo del vigilante. Axel aterrizó en su espalda con un golpe sordo y se quedó sin aire al recibir el impacto con el pecho. En un primer momento, todo quedó en silencio. Luego notó unas manos que lo arrastraron por los pies.

– ¡Te ha atacado! -afirmó el otro vigilante, que sujetaba a Axel fuertemente por el cuello de la camisa. Se llamaba Jensen y era uno de los más crueles.

– No creo que… -balbució el más joven al tiempo que se levantaba y se sacudía el polvo del uniforme.

– ¡Te digo que te ha atacado! -Jensen tenía la cara roja de ira. Aprovechaba cualquier oportunidad para abusar de aquellos sobre quienes tenía algún poder. Cuando él pasaba por el campamento, la gente se dividía como el Mar Rojo ante Moisés.

– No, creo que…

– ¡He visto cómo se abalanzaba sobre ti! -gritó el vigilante de más edad dando un paso amenazador al frente-. ¡Bien! ¿Le vas a dar una lección, o prefieres que se la dé yo?

– Pero si… -El vigilante, que no era más que un niño, miraba desesperado a Axel y al vigilante de más edad alternativamente.

Axel lo observaba indiferente. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de reaccionar, que había dejado de sentir. Lo que ocurría, ocurría, y no había más. Oponer resistencia a los acontecimientos significaba no sobrevivir.

– En ese caso, yo mismo… -El vigilante de más edad se encaminó hacia Axel y levantó el arma.

– ¡No! ¡Lo haré yo! Es mi trabajo… -lo interrumpió el joven, interponiéndose entre los dos con la cara como la cera. Miró a Axel a los ojos, como si estuviese pidiéndole perdón. Luego levantó la mano y le propinó una bofetada.

– ¿Y a eso lo llamas tú un castigo? -masculló Jensen con voz bronca. En torno a ellos se había congregado un puñado de curiosos y los demás vigilantes se rieron esperanzados. Acogían encantados cualquier suceso que viniese a interrumpir la triste monotonía de la prisión.

– ¡Golpéalo más fuerte! -bramó Jensen con la cara aún más inflamada de rabia.

El joven volvió a mirar a Axel, que, una vez más, se negó a corresponderle. Entonces el vigilante tomó impulso y le estampó a Axel el puño cerrado en la mandíbula. La cabeza retrocedió, pero conservó el equilibrio.

– ¡Más fuerte! -Ahora eran varios los vigilantes que coreaban aquella exhortación y al joven vigilante le brillaba la frente cubierta de gotas de sudor. Pero esta vez no buscó la mirada de Axel. Con los ojos empañados por una membrana acuosa, se agachó, cogió el arma que yacía en el suelo y la levantó para golpearlo.

Axel volvió la cara en un acto reflejo y el golpe hizo impacto en la oreja izquierda. Sintió que algo le estallaba allí dentro y un dolor indescriptible. Cuando llegó el segundo golpe, lo recibió de frente. Y ya no recordaba más. Sólo sentía dolor.

* * *

No había en la puerta ningún letrero que indicase que el local alojaba a los Amigos de Suecia. Sólo un cartel sobre la ranura para el correo en el que se leía «No se admite publicidad» y el nombre «Svensson» en una placa. Los colegas de Uddevalla, que vigilaban las actividades de la organización, les habían dado la dirección a Martin y a Paula.

No habían llamado antes de ir, sino que decidieron confiar en que hubiera alguien allí en horas de oficina. Martin llamó al timbre. Se oyó un sonido estridente al otro lado de la puerta, pero, en primera instancia, ningún movimiento. Y ya iba a levantar el dedo para llamar otra vez, cuando se abrió la puerta.

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