– ¿Sí…? -Un hombre que rondaba la treintena los miraba inquisitivo y, al advertir los uniformes, frunció el entrecejo. Más ceñudo aún se mostró al ver a Paula. Durante unos segundos, la inspeccionó en silencio de arriba abajo de un modo tal que la agente sintió deseos de encajarle la rodilla en la entrepierna.
– Bien, ¿en qué puedo colaborar con el brazo del poder estatal? -dijo con sarcasmo.
– Quisiéramos intercambiar unas palabras con algún representante de los Amigos de Suecia. ¿Hemos llamado a la puerta adecuada?
– Por supuesto, adelante. -El hombre, que era rubio, alto y corpulento, con el físico de quien entrena de más, se hizo a un lado para dejarlos pasar.
– Martin Molin, y mi colega, Paula Morales. Somos de la policía de Tanumshede.
– Ajá, vienen de lejos -comentó el hombre precediéndolos hasta el pequeño despacho-. Yo soy Peter Lindgren. -Se sentó tras el escritorio y les indicó las dos sillas libres al otro lado.
Martin anotó el nombre mentalmente y se dijo que debía mirar en sus archivos en cuanto llegasen a la comisaría. Algo le decía que el registro contendría un montón de información sustanciosa sobre el hombre que tenía delante.
– Bueno, ¿y qué quieren? -Peter se retrepó y apoyó las manos entrecruzadas en la rodilla.
– Estamos investigando el asesinato de un hombre llamado Erik Frankel. ¿Le resulta familiar ese nombre? -Paula se obligó a sonar tranquila. Aquel hombre tenía algo que la hacía retorcerse de repugnancia. Pero, por irónico que pudiera parecer, seguramente a él le ocurría lo mismo ante alguien como ella.
– ¿Debería? -preguntó Peter mirando a Martin en lugar de a Paula.
– Sí, debería -asintió Martin-, Han tenido cierto… contacto con él. Amenazas, para ser exactos. Pero claro, usted no sabrá nada al respecto, ¿verdad? -ironizó Martin.
Peter Lindgren meneó la cabeza.
– No, no me suena de nada. ¿Tienen alguna prueba de tales… amenazas? -preguntó a su vez con una sonrisa.
Martin se sentía como si lo estuvieran radiografiando por completo. Tras dudar un instante, dijo:
– Lo que tengamos o dejemos de tener es ir relevante en estos momentos. Pero sabemos que habéis amenazado a Erik Frankel. Como sabemos que un hombre de vuestra organización, Frans Ringholm, conocía a la víctima y lo previno de las amenazas.
– Yo no me tomaría a Frans demasiado en serio -repuso Peter con un destello peligroso en los ojos-. Goza de gran prestigio en nuestra… organización, pero Frans está acusando ya la edad y… bueno, algunos de nosotros pertenecemos a una nueva generación, que quiere tomarle el relevo. Soplan nuevos aires, nuevas premisas y… la gente como Frans no siempre comprende las nuevas reglas del juego.
– Ajá, pero la gente como usted sí que las comprende, ¿verdad? -quiso saber Martin.
Peter descruzó las manos.
– Uno tiene que saber cuándo cumplir las reglas y cuándo contravenirlas. Todo consiste en hacer aquello que, a la larga, sirva mejor a la buena causa.
– ¿Y, en vuestro caso, la buena causa es…? -La propia Paula notó la acritud con que había formulado la pregunta. La mirada de advertencia de Martin se lo confirmó.
– Una sociedad mejor -respondió Peter con calma-. Quienes han gobernado este país no lo han administrado bien. Han permitido que… fuerzas ajenas ocupen un espacio demasiado grande. Y han permitido que lo sueco, lo puro, tenga que apretarse en un espacio reducido. -Miró con gesto desafiante a Paula, que tragaba saliva para obligarse a callar. No era ni el momento ni el lugar adecuado. Y estaba convencida de que aquel hombre estaba intentando provocarla.
– Pero nos hemos percatado de que ahora soplan otros vientos. La gente es cada vez más consciente de que vamos camino del abismo si seguimos actuando como hasta ahora, si permitimos que quienes ostentan el poder sigan destruyendo lo que construyeron nuestros antepasados. Y nosotros estamos en condiciones de ofrecer una sociedad mejor.
– ¿Y en qué sentido podría… en teoría… un señor mayor, profesor de Historia jubilado, constituir una amenaza para… una sociedad mejor?
– En teoría… -Peter volvió a entrecruzar las manos-. En teoría, lógicamente, una persona así no constituiría ninguna amenaza. Pero podría haber contribuido a difundir una imagen errónea, una imagen que los vencedores de la contienda se han esforzado mucho por transmitir. Y, naturalmente, eso no podría tolerarse. En teoría.
Martin iba a decir algo cuando Peter lo interrumpió. Obviamente, no había terminado.
– Todas las visiones, todos los relatos de los campos de concentración y de cosas por el estilo son meras construcciones, mentiras hiperbólicas que luego se han machacado como si fueran verdad. ¿Y sabe por qué? Pues sí, para anular por completo el mensaje inicial, el mensaje correcto. Son los vencedores de las guerras quienes escriben la historia, y ellos decidieron ahogar la realidad en sangre, tergiversar la imagen que debía mostrarse al mundo para que nadie se atreviese a rebelarse y a cuestionar si fue el lado bueno el que ganó. Y de ese oscurantismo, de esa propaganda formaba parte Erik Frankel. De ahí que… en teoría… alguien como Erik Frankel pudiera constituir un impedimento para la sociedad que deseamos crear.
– Pero, según dice y por lo que usted sabe, ninguno de ustedes le dirigió una amenaza expresa, ¿verdad? -Martin lo observaba. Sabía perfectamente cuál sería la respuesta a su pregunta.
– No, nunca. Trabajamos conforme a las reglas de la democracia. Voto. Programa electoral. Acceder al poder mediante el voto del pueblo. Cualquier otra cosa queda totalmente excluida de nuestras acciones. -Miró a Paula, que se agarró las rodillas con las manos. La agente vio ante sí a los soldados que se llevaron a su padre. Tenían la misma expresión en la mirada.
– Bueno, pues entonces no vamos a molestarlo más -dijo Martin poniéndose de pie. Tenemos el nombre de los demás miembros del consejo, nos los facilitó la policía de Uddevalla… Así que, como es natural, también hablaremos con ellos.
Peter se levantó y asintió.
– Por supuesto. Pero ninguno tendrá otra cosa que decir que lo que ya les he comunicado. Y por lo que a Frans se refiere… Bueno, yo no le haría mucho caso a un viejo que vive en el pasado.
A Erica le costaba concentrarse en su tarea de escribir. Los pensamientos sobre su madre interferían constantemente en su trabajo. Sacó el montón de artículos de la biblioteca y lo colocó boca arriba, con la foto en primer lugar. Era frustrante. Contemplar las caras de aquellas personas y no poder obtener respuestas. Se acercó a la instantánea, con la cara muy próxima al papel. Los examinó uno por uno. Primero, a Erik Frankel. Expresión seria mirando a la cámara. Rígido en su postura. Un halo de tristeza lo envolvía y, sin saber si acertaba o no, Erica concluyó que sería el hecho de que hubiesen capturado a su hermano lo que había dejado en él esa huella. Aunque poseía la misma aura de gravedad y de pesar cuando fue a verlo en junio para preguntarle por la medalla de su madre.
Erica estudió con atención a la persona que había a la derecha de Frans. Su madre. Elsy Moström. Desde luego, tenía una expresión más dulce de lo que Erica le vio jamás, pero existía cierta rigidez en torno a aquella sonrisa tímida que denotaba que no apreciaba en absoluto dónde le había colocado el brazo. Erica no pudo evitar reparar en lo bonita que era su madre. Tenía una apariencia tan adorable. La Elsy que ella había conocido de niña era fría, inaccesible. Con una aridez que de ningún modo se intuía en la muchacha de la foto. Muy despacio, pasó el dedo por el rostro de su madre. ¡Qué distinto habría sido todo si Elsy hubiese sido la madre que la imagen presagiaba! ¿Qué le ocurrió a aquella niña? ¿Qué le arrebató la dulzura? ¿Qué tornó la timidez en indiferencia? ¿Por qué no fue nunca capaz de rodear a sus hijas con los brazos amables que se atisbaban bajo la manga corta de sus vestidos estampados? ¿Por qué no fue capaz de acogerlas en su abrazo?
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