Brenda se incorporó y Marcus encendió las luces de la pequeña habitación.
– Vaya -dijo-. Ha estado bien -agregó.
No obtuvo respuesta. Amigos, qu é silenciosa es esta chica. Los ojos de Brenda lo miraban sin parpadeos: puntos redondos y negros en un círculo de vacío azul. Los labios no estaban manchados. El semblante -perfecto, delineado- poseía una cualidad de enajenación, de poderosa independencia de las emociones y sucesos que Marcus sólo pudo definir con una palabra: símbolo. Brenda, de repente, se le antojó simbólica, una especie de arquetipo de sus deseos. Pensó que si algo echaba de menos en compañía de aquella chica era un poco de individualidad, de imperfección. Por su mente desfilaron preguntas sin respuesta: ¿era preferible lo individual a lo arquetípico?, ¿la imperfección a lo perfecto?, ¿lo emocional a lo intelectual?, ¿lo natural a lo artístico? Cuando cayó en la cuenta de que todas estas divagaciones le habían sobrevenido a raíz de una mamada, casi creyó comprender el trágico destino de los seres humanos.
Quiso besarla, pero Brenda se apartó.
– ¿Nos sentamos?
Antes de que ella se alejara, los dedos de Marcus habían logrado resbalar un fugaz instante por aquel cutis maravilloso.
Se percató (aunque le parecía increíble) de que era la primera vez que tocaba su piel desnuda. La textura era como la de un bebé un poco más firme de lo normal. Un bebé algo pasado de fecha. Entre las yemas de sus dedos quedó un punto (porque todo termina convertido en eso) sutil de aceite, una nadería viscosa. No creyó que fuera ninguna crema: Brenda tenía la piel más grasa de lo normal, eso era todo, había conocido casos así. Siempre se mantienen jóvenes. El secreto de la eterna juventud y de la muerte prematura es el mismo: la grasa. Quizá de esta simple, ínfima razón, se derive el triste hecho de que los únicos que pueden ser jóvenes para siempre son aquellos que mueren jóvenes.
No obstante, el mundo no debía de ser tan malo, después de todo, si la naturaleza podía producir seres como Brenda. Marcus se propuso disfrutarla palmo a palmo durante aquella noche interminable.
Recordó que disponía de una pequeña botella de Ballantines. Fue de aquí allí a lo largo de la habitación, preparando whiskies. Brenda se recostó en el único sillón que había y cruzó las piernas. Al alcance de su mano quedaba una mesilla repleta de los productos que Marcus necesitaba casi diariamente: lociones lipoescultoras, cremas cosméticas, kits de lentillas, aromas y tintes capilares. Junto a los diversos frascos reposaba una máscara negra. Brenda la cogió.
– Ten cuidado con eso, tengo que usarlo mañana -dijo Marcus. Estaba sirviendo los whiskies cuando de repente se detuvo-. ¡Oh, mierda…!
Acababa de darse cuenta de que había olvidado la bolsa de las pinturas (con los catálogos y la corona de plumas, joder) en el restaurante de Rudolf. Pero ya era demasiado tarde para recuperarla. «No importa -se dijo-, Rudolf me la guardará.»Brenda volvió a dejar la máscara en su sitio.
– Pensé que sólo te exhibías en Max Ernst.
Todavía dándole vueltas al tema de la bolsa olvidada, Marcus repuso distraídamente:
– No, también hago una obra de Gianfranco Gigli, una sustitución, pero sólo los martes. Mañana por la tarde me toca. De hecho, estoy en Munich principalmente por la obra de Gigli. ¿Te sirvo más?
– Lo que tú vayas a tomar.
A Marcus le gustó la respuesta y sirvió dos dosis generosas. La noche prometía ser larga. «Mañana, antes de irme, pasaré por el restaurante y recogeré la bolsa -pensaba-. No hay ningún problema.»
– ¿En qué galería te exhibes como el Gigli? -preguntó Brenda.
Se disponía a ofrecer la mentira de siempre («voy de una a otra»), pero contempló la tranquila actitud de la muchacha y decidió que no tenía nada que ocultar.
– En ninguna -dijo.
– ¿Estás comprado?
– Sí, por un hotel -sonrió («¡Mi gran secreto!», pensó, avergonzado)-. El Wunderbar, ¿lo conoces? Es uno de los más nuevos y lujosos de Munich. Su principal atractivo consiste en que se adorna con obras hiperdramáticas. Hoy día esto ya no constituye ninguna novedad, pero cuando se inauguró era casi el único hotel alemán de ese tipo. Yo soy el cuadro de una suite. ¿Qué te parece?
– Bien, si te pagan adecuadamente.
¡Cuánta razón tenía! Con una sola frase, Brenda le había demostrado que no había nada de qué avergonzarse.
– Me pagan muy bien. Y la verdad es que no me importa estar en un hotel. Soy un cuadro profesional, me da igual dónde me coloquen. El problema son los inquilinos. -Torció el gesto y bebió un sorbo-. Pero, si te parece, vamos a cambiar de tema…
– De acuerdo.
Brenda no quería nada, no pedía nada, no mostraba ninguna curiosidad. Y esa actitud de cofre cerrado desmontaba las defensas de Marcus.
– Bueno, qué importa que lo sepas. Pero no lo comentes con nadie, porque a nadie le interesa. ¿Sabes quiénes están hospedados en esa suite…? Suena irónico, pero se les considera uno de los más grandes cuadros de la historia del arte. -Había pronunciado aquellas palabras con calculado desprecio, cargadas de ironía-. Nada menos que las dos figuras de Monstruos, de Bruno van Tysch.
Si había pretendido causar alguna reacción en la muchacha, no lo había conseguido. Brenda permanecía tranquila, las piernas cruzadas (aquel brillo perfecto de sus muslos desnudos, tan similar al lujo de sus zapatos: la naturaleza es más artística que el arte cuando imita al arte, ¿no, Marcus?).
Marcus estaba dejándose llevar por emociones largo tiempo reprimidas. Ahora que por fin le había contado a alguien la parte desagradable de su trabajo, no podía detenerse.
– A veces me ocurre algo extraño, Brenda. No entiendo el arte moderno. ¿Puedes creerlo? Esa exposición… «Monstruos»… Supongo que la has visto alguna vez, o has oído hablar de ella. Esta temporada se exhibe en la Haus der Kunst. Te aseguro que uno de los grandes misterios del arte consiste en saber por qué el creador de «Flores» se dedicó después a pintar esa colección… Serpientes vivas en el pelo de una chica, un enfermo terminal, un tarado… y esos dos criminales sebosos para los cuales hago de cuadro. -Hizo una pausa y bebió otro sorbo-. Está mal que una obra de arte no entienda el arte, ¿no crees…? -Ella compartió brevemente su sonrisa. De repente el semblante de Marcus se ensombreció-. Pero no es eso. Son esos dos cerdos. A mí me toca soportarlos un solo día a la semana, pero cada vez me cuesta más esfuerzo… Oyéndolos me dan ganas de… de vomitar… Me parece increíble que ese par de degenerados sea una de las grandes pinturas de todos los tiempos y que lienzos como yo, en cambio, tengamos que adornar las habitaciones donde se hospedan…
Poseído por una furia repentina, se llevó el vaso a los labios y descubrió que estaba vacío. Brenda lo escuchaba absolutamente inmóvil. Marcus se avergonzó un poco de haber abierto su corazón de aquella forma delante de una desconocida (por mucho que le costara creerlo, Brenda seguía siendo una desconocida, a fin de cuentas). Contempló su vaso vacío y levantó la vista hacia ella.
– En fin, no vamos a estropear una noche como ésta hablando de trabajo, ¿no? -dijo-. Aún tengo pintura encima. Voy a ducharme y vengo en seguida. Sírvete más whisky. Ponte cómoda.
Brenda sonrió ligeramente.
– Te esperaré en la cama.
En la ducha, Marcus Weiss recordó de repente a qué se parecían los ojos de Brenda: era la misma mirada de la Venus Verticordia, de Dante Gabriel Rossetti. Una copia de aquel cuadro prerrafaelista estaba enmarcada y colgada en la pared del salón de su apartamento de Berlín. La diosa sostenía una manzana y una flecha y miraba directamente al espectador mostrando uno de los senos, como dando a entender que el amor y el deseo, a veces, pueden resultar peligrosos. A Marcus le gustaban Burne-Jones, Duncan, Rossetti, Holman Hunt y otros prerrafaelitas. En su opinión, nada podía igualar el misterio y la belleza de las mujeres pintadas por estos artistas, el aura sagrada que desprendían sus figuras. Pero el arte es menos hermoso que la vida, y eso Marcus lo sabía, o creía saberlo, aunque pocas veces había encontrado pruebas tan palpables de la veracidad de tal aserto como Brenda. Ningún prerrafaelista hubiera podido inventar a Brenda, y ahí estaba la causa -sospechaba él- de que la vida siempre aventajara al arte en su carrera hacia la realidad. ¿Quién sabe? Quizá no era demasiado tarde para la vida, aunque ya lo fuera para el arte. Quizá la vida lo aguardaba en algún sitio: hijos, una compañera, estabilidad, el nirvana burgués donde poder reposar para siempre. Disfrutemos un poco de la vida, amigos, al menos por esta noche.
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