– Quieres más dinero -lo interrumpió Brenda.
– Quiero más dinero y más información. Déjate de rollos mitológicos. Desde tiempo inmemorial, las excusas más utilizadas por el arte han sido la mitología y la religión. El art-shock que hice en Chiemsee era supuestamente religioso, ¿te imaginas? -Tuvo un repentino acceso de risa, pero cuando vio que la muchacha no lo imitaba prefirió contenerse-. En el fondo, todo ha consistido siempre en mostrar desnudos y violencia, da igual que sean Miguel Ángel y la capilla Sixtina o Taylor Warren y su cueva de Liverpool. Ése ha sido siempre el arte mejor y más caro de todos. -Alzó el dedo índice para subrayar sus frases-. Diles a tus «amigos» que quiero información exacta sobre lo que tendré que hacer. Y también quiero firmar un contrato de límites prefijados y otro de exención de responsabilidades; no sirven de mucho cuando te acusan de haber hecho cosas con menores de edad, pero los artistas se llevan la peor parte si hay denuncias. Y quiero pruebas de que el cuadro será limpio y de que no habrá niños, ni voluntarios ni involuntarios. Y quiero el doble de lo que dijiste ayer: veinticuatro mil euros. Todo esto para empezar. ¿Me he explicado con claridad?
– Sí.
Después hubo un silencio. Marcus pensaba de repente, con amargura, que había hecho mal contándole lo del art-shock de Chiemsee. Ella iba a creer que sólo lo llamaban para hacer arte marginal, lo cual era cierto en parte. En sus buenos tiempos, Weiss había sido vendido en varios grandes originales hiper-dramáticos. Pero ahora casi todo su sueldo provenía de encuentros interactivos de tipo art-shock. Obras como el cuadro de Niemeyer (o el de Gigli, que prefería no mencionar) constituían mediocres excepciones.
– ¿Nos vamos? -propuso.
Cuando salieron del café, casi todas las tiendas estaban encendidas. En los escaparates de las galerías que poblaban Maximilianstrasse lienzos tardíos seguían exhibiéndose en cuadros de dos o tres figuras. Las siluetas, el vestuario (o su ausencia) y el color se disputaban la atención de un público numeroso y heterogéneo. Cuadros para casi todos los bolsillos, desde los pobres diablos que hacían de bocetos de autores desconocidos a tres o cuatro mil euros cada uno, hasta las obras de los grandes maestros cuyo precio siempre se discutía durante una cena y cuyos lienzos dejaban de exhibirse pronto (nunca en escaparates) y eran conducidos hacia sus hoteles o casas alquiladas por personal de custodia. Muchachas con patines repartían catálogos de galerías aún más marginales y de retratistas expertos en cerublastina. Marcus coleccionaba toda la propaganda. Al llegar a la esquina del Nationaltheater, iluminado para una noche de estreno, se volvió hacia la chica y dijo:
– ¿Y bien?
– Transmitiré tus peticiones a mis amigos y te responderé pronto.
Marcus se inclinó hacia su oído para hacerse escuchar por encima del tráfico. Entonces comprobó que Brenda no olía a nada. Es decir, olía a algo que era como un punto: líneas de olor que se entrecruzan (es imposible no oler a nada: siempre hay algo, una minucia, una mácula de aroma). Celebró aquella nueva característica. No soportaba la orfebrería nasal a que lo sometían algunas mujeres.
– No te pregunto sobre el trabajo sino sobre esta noche -matizó con sonrisa de seductor-. ¿Adónde te gustaría ir?
– ¿Y a ti?
Conocía varios lugares que podrían haberle divertido. Algunos, como el encuentro interactivo de Haidhausen donde el visitante, fuera modelo o no, se transformaba en cuadro, resultaban atractivos. Sin embargo, la mano que apoyaba en la chaqueta de la muchacha pareció tomar una decisión por su cuenta.
– Estoy hospedado en un motel de Schwabing. No es un gran sitio, pero abajo hay un magnífico restaurante vegetariano.
– De acuerdo -dijo Brenda.
Tomaron un taxi, pese a que Marcus siempre cogía el metro en Odeonsplatz. El restaurante era pequeño y estaba lleno, pero Rudolf, el dueño y cocinero, sonrió al ver a Marcus y los instaló en una mesa apartada. Para el señor Weiss siempre había mesa y hasta una botella de vino, faltaría más, y a él le encantaba ser tan agasajado delante de Brenda. Pidió unos strudels de verdura y unos sabrosísimos espárragos de temporada. Durante la mayor parte de la comida habló de su afición al zen, la meditación y la comida vegetariana, y de cómo todo esto lo había ayudado a ser cuadro. Su budismo era pr ê t - à - porter, y él mismo lo reconocía, un mero artificio, una nadería con la que soportaba la vida, pero Marcus dudaba que hubiera alguien en el siglo XXI con creencias más profundas que las suyas. También contó varias anécdotas sobre pintores y modelos que hicieron que aquellos misteriosos y perfectos labios se distendieran aún más. Sin embargo, conforme fue pasando el tiempo, los temas de conversación se le agotaron. Era extraño en él, casi nunca le ocurría. Entre sus amigos tenía fama de hablador y poseía una excelente memoria para las anécdotas. Ahora os contar é algo sobre una chica llamada Brenda a la que conoc í en Munich. «Si Sieglinde me viera…» Descubrió entonces que se sentía completamente loco de deseo por Brenda. Eso le irritaba, porque sabía que ella había sido enviada como «gancho», y él no sólo había mordido el anzuelo sino que se deleitaba paladeándolo. Pero había que reconocer que aquellos tipos, fueran quienes fuesen, habían acertado al elegirla: Brenda era la mujer más tentadora que había conocido en mucho tiempo. Su pasividad, su forma de mantener el misterio al tiempo que dejaba la puerta entreabierta, lo enardecían. Amigos, os contar é qu é clase de chica era. Sin embargo, intentaba disimularlo. No quería que ella supiese que había conseguido demasiado pronto su propósito. Pero ¿acaso no lo sabía ya? Aquellos puntos en azul denso, ¿no lo miraban con cierto brillo burlón?
– No eres alemana, ¿verdad? -le preguntó a los postres.
– No.
– ¿Norteamericana?
Ella negó con la cabeza.
– Si no quieres, no me lo digas -indicó Marcus.
– No te lo digo -repuso ella.
– No me importa un comino de dónde seas.
Sus labios temblaban. Los de ella parecían dibujados sobre madera.
Pagó con rapidez y se marcharon. El punk que atendía en la recepción del motel casi tenía preparada la llave antes de verlo. El cuarto era pequeño y olía a humedad, pero en aquel momento podría haberse tratado de los salones de la Residenz o de un aseo público, a Marcus le daba igual. Empujó a Brenda hacia la oscuridad y buscó su boca con la suya. Ella se deshizo con facilidad de aquellas caricias, flexionó las rodillas y comenzó a resbalar como algo ingrávido por su torso. Marcus gimió cuando comprendió sus intenciones.
Aquello no era lo que había esperado. Confiaba en prolongar los preliminares mientras ella se desnudaba, o desnudarla él mismo, por ejemplo en el suelo, como le gustaba a Kate Niemeyer. La pintora era una de sus últimas relaciones estables y durante sus visitas a Munich habían hecho el amor en el motel de Marcus, en el hotel de ella, incluso, en cierta ocasión, en una galería de museo, lienzo y artista entrelazados. Pero Brenda iba demasiado rápido. Marcus estaba seguro de que explotaría antes de haber podido siquiera tocarla.
– Espera -murmuró, trémulo-. Espera un momento…
No ocurrió lo que temía. Ella sabía cuándo detenerse o aumentar el ritmo y qué lugares debía dejar intactos al principio. Tras un enervante preámbulo, la boca de Brenda envolvió su miembro como una funda de piel tórrida al tiempo que sus manos, aferradas a las nalgas de Marcus, lo atraían hacia ella. Dios, aquella chica era una bomba de vacío. Kundalini, la sierpe de la energía sexual, enderezó su braquicéfala cabeza dentro de él y preguntó qué ocurría. Marcus gimió, arañó la cal de las paredes, se mordió el labio en un increíble instante de descontrol. Cuando todo finalizó, continuaron en la misma posición, él con la frente apoyada en la pared paladeando el inequívoco sabor de su propia sangre -tenía los labios agrietados por los disolventes y la mordedura los había abierto-; ella arrodillada, paladeando también algo de Marcus. Aquel equilibrio de fluidos en sus bocas se le antojó a Weiss de una artística simetría.
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