Salió del baño y cogió una toalla. Se había quitado la etiqueta del cuadro de Niemeyer, ya que al día siguiente no la necesitaría. Su erección volvía a ser intensa. Se sentía, si cabe, más excitado que antes, durante su impetuosa entrada en el cuarto. Por si fuera poco, la bebida no lo había afectado. Estaba seguro de poder continuar activo hasta el amanecer, y con una chica como Brenda ello no iba a resultar difícil.
La habitación estaba a oscuras otra vez, salvo la escasa luz de los neones de la calle filtrada por la persiana. Bajo esa penumbra parpadeante Marcus pudo distinguir a la muchacha. Le había dicho que lo esperaba en la cama y allí estaba. Se había cubierto con las sábanas hasta el cuello. Sus ojos miraban al techo. Venus Verticordia.
– ¿Tienes frío? -preguntó Marcus.
No hubo respuesta. Brenda continuaba inmóvil, con la vista fija en un punto de la oscuridad. No era una actitud muy normal para iniciar otra sesión de amor, pero Marcus ya estaba más que acostumbrado a su enigmático comportamiento. Llegó hasta el borde de la cama y apoyó una rodilla.
– ¿Quieres que te descubra poco a poco, como las sorpresas? -sonrió, inclinándose y apoyando las manos.
En ese instante sucedió algo que Marcus, al principio, apenas pudo creer. El rostro de Brenda tembló y osciló, torciéndose en un ángulo imposible, como una mortaja que se deslizara por encima de un cadáver. Luego se movi ó . De hecho, se arrastró hacia la mano de Marcus como una rata fláccida, un roedor moribundo. Fueron un par de segundos irracionales, buen material para una de las numerosas anécdotas que Marcus coleccionaba. Ahora os contar é el d í a en que el rostro de Brenda se desprendi ó y camin ó hacia mi mano. Menuda sensaci ó n, amigos. Como en estado de trance, Marcus observó el conjunto desinflado de nariz, labios y ojos vacíos escurriéndose por la almohada hasta llegar a sus dedos. Retiró la mano como si hubiese recibido una quemadura y lanzó un gemido sofocado de horror, antes de percatarse de que estaba contemplando una especie de máscara confeccionada con algún tipo de material plástico, probablemente cerublastina. En la almohada, el copioso cabello rubio atado con una cola permanecía hueco e inmóvil, tan absurdo como un techo sin paredes.
Os voy a contar el d í a en que Brenda se transform ó en canica, en guisante, en minucia, en Nada. Os contar é el horrible d í a en que Brenda se transform ó en un punto del microcosmos.
Apartó las sábanas y descubrió que lo que había tomado al principio por el cuerpo de la chica no era sino su ropa (la chaqueta y la falda, incluso los zapatos) retorcida y hecha un guiñapo. Esa clase de bromas que gastan los colegiales para hacer creer que hay alguien dormido bajo la manta.
Pero, la máscara… La m á scara era lo incomprensible.
Una ráfaga de escalofríos le hizo entrechocar los dientes.
– Brenda… -murmuró en la oscuridad.
Oyó el ruido a su espalda, pero estaba desnudo y en cuclillas sobre la cama, y reaccionó demasiado tarde.
Líneas.
Su cuerpo era un haz de líneas. Por ejemplo, el pelo: suaves curvas hasta la nuca. O los ojos: elipses que albergaban redondeles. O el círculo concéntrico de los senos. O la ínfima raya del ombligo. O la huella de gaviota del sexo. Se palpó. Llevó la mano derecha al cuello, la hizo descender por la hondonada entre los pechos y el angosto músculo del vientre. Luego abrazó la curvatura de sus bíceps. Al tacto todo era distinto. Se percibió un poco más viva: superficies mullidas, exprimibles, deformables; contornos donde la mano podía demorarse, dulces laberintos aptos para dedos o insectos. Tocándose adquirió volumen.
Le entraron ganas de llorar, como cuando se despidió de Jorge. ¿Qué veía? Una piel de madreperla amarilla. Supuso que una hipotética lágrima, siguiendo el trayecto vertical desde su párpado hasta la comisura del labio, adoptaría también forma de línea. No estaba triste, sin embargo, aunque tampoco feliz. Su deseo de llorar era producto de una emoción sin colores, un sentimiento lineal que el futuro, sin duda, pintaría con más definición. Se encontraba al inicio, en la l í nea de salida (justo término), una figura alabeada que esperaba en el mundo de la geometría a que un artista la escogiera y le imprimiera sombras y carácter. A partir de ahí, ¿qué? Tendría que esperar para saberlo.
Por lo demás, su estado actual podía calificarse como ingrávido. La imprimación la había liberado de lastre. Apenas se percibía. Estaba completamente desnuda y no sentía frío, ni siquiera fresco, ni siquiera algo capaz de ser denominado «temperatura». Pese a las incomodidades del viaje, seguía ágil y enérgica: podría haber descansado plegada sobre sí misma, o de puntillas. El conjunto misterioso de pastillas que había comenzado a ingerir por decisión de F &W difuminaba su fisiología. Le parecía maravilloso no debatirse en el dilema de una víscera cualquiera. Más de doce horas habían transcurrido desde que había ido al baño por última vez. No comía -ni añoraba- nada sólido desde el sábado. No estaba nerviosa, no estaba tranquila: esperaba, tan sólo. Todo su ánimo era un proyecto. Por primera vez en su vida se sentía un lienzo de verdad. O ni siquiera eso. Una herramienta. Un martillo, un tenedor o un revólver -dedujo- podrían comprenderla mejor que una persona.
Su cabeza se encontraba despejada. Increíblemente despejada. Pensar era para ella como contemplar un horizonte ondulado en el desierto. También se alegraba de eso. No era amnesia, por supuesto: lo recordaba todo, pero el recuerdo no la estropeaba. Es decir, estaba ahí, en la biblioteca, bien ordenado y a mano (si ella quería, podía ponerse a recordar a sus padres, a Vicky, a Jorge), pero no necesitaba hojear su pasado para vivir. Era una sensación fenomenal ésta de ser otra sin dejar de ser ella misma.
La casa estaba llena de silencio. Ignoraba adónde la habían trasladado después de que el avión aterrizara en el aeropuerto de Schiphol en Holanda. Suponía que se hallaba en algún lugar no lejos de Amsterdam. El vuelo había durado una hora o poco más, pero una hora puede ser muy larga si llevamos los ojos vendados y somos incapaces de movernos. Sin embargo, el tiempo y el cuerpo de Clara se habían hecho amigos y apenas había sentido molestias.
Fue transportada como material artístico. Era la primera vez que le ocurría esto. Bueno, en cierta ocasión, en The Circle, cuando era adolescente, la habían atado con cuerdas de nailon, vendado los ojos, envuelto en papel acolchado e introducido en una caja de cartón. Se llamaba Prueba de Anulación: servía para que el futuro lienzo asumiera su condición de objeto. Pero esto era distinto, porque se trataba de un verdadero traslado de material. La ley consideraba «material artístico» a cualquier lienzo imprimado y etiquetado aunque no estuviera pintado todavía. Todos los viajes que ella había hecho por motivos de trabajo habían sido como persona: las imprimaciones habían tenido lugar en el sitio de exhibición. De esta forma, el pintor se ahorraba costes de transporte, riesgos de desperfecto y, en su caso, pago de impuestos en la aduana. La evasión de obras de arte en forma de individuos que viajaban como pasajeros normales y después eran repintados en otro país constituía un delito no tipificado, y urgía alguna legislación al respecto. Pero ella había sido trasladada como material artístico con todos los requisitos necesarios.
No pudo ver la forma del reactor de diez plazas al que desembocó en el extremo final de aquel pasillo, siguiendo el rastro del hombre de uniforme. Un operario vestido con un mono color naranja la aguardaba en el interior de la cabina. En ningún momento se dirigió a ella por su nombre. En realidad, apenas le habló (de cualquier forma, no hablaba español). La cogió con guantes (todo el mundo la cogía con guantes desde que había sido imprimada) y la ayudó a tenderse en una camilla acolchada con el respaldo alzado cuarenta y cinco grados y las letras FRAGILE bordeando el grosor del cuero. Un cojinete igualmente levantado servía para apoyar los pies: eso la obligaba a mantener las rodillas flexionadas. No hubo necesidad de que se desnudara (que se quitara el top y la minifalda). Todo lo contrario: el hombre la envolvió con un sudario de plástico adicional, una túnica amplia, sin mangas, y la adornó de pegatinas de advertencia en holandés e inglés. Sólo le quitó los zapatos. Ocho bandas elásticas fijaron su anatomía a la camilla: una en la frente, dos en cada axila, otra en la cintura, cuatro más en muñecas y tobillos. Eran de una suavidad prodigiosa. Al ajustarías, el operario tuvo en cuenta que, en lugares como la muñeca derecha y el tobillo homólogo, las etiquetas debían quedar por fuera. Sólo le habló al colocarle el antifaz, que era muy semejante a los que se distribuyen a los pasajeros para invocar el sueño.
Читать дальше