José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Brenda parecía una muñeca que hubiera recibido la escueta instrucción de asentir con la cabeza y sonreír a todo lo que se decía. Weiss pensaba que no necesitaba hablar: el discurso de su rostro era prodigioso.

– Brenda no es un cuadro -explicó-, aunque lo parezca… Es algo así como… una marchante.

– Oh, asunto de negocios, pues. -Jovialmente, Sieglinde estampó un beso en los labios de Weiss. Después guiñó a Brenda uno de sus ojos sin pestañas-. Entonces creo que os voy a dejar solos para que negociéis tranquilamente. Nos vemos pasado mañana, señor Weiss.

– Qué remedio, señorita Albrecht.

Aunque la galería abría al día siguiente y Sieglinde debía ir a trabajar, Marcus se tomaba los martes libres. Sieglinde ignoraba la razón de tan excepcional medida en un cuadro que aún no había sido vendido, pero sus aviesas preguntas al respecto habían chocado contra un muro de lacónicas respuestas y no se había atrevido a indagar más. Estaba segura, sin embargo, de que Marcus realizaba otro trabajo en un lugar mucho menos público (y más escandaloso) que Max Ernst.

El pelo de Sieglinde se convertía en un punto dorado al alejarse por Maximilianstrasse. Marcus apoyó suavemente una mano en la espalda de Brenda y la invitó a acompañarlo en la dirección opuesta. Era el último lunes de junio y la gente abarrotaba la calle.

– Pensé que no ibas a venir.

– ¿Por qué? -preguntó Brenda.

Él se encogió de hombros.

– No sé. Supongo que ayer todo sucedió muy rápido. Oye, no te habrá molestado que le dijera a Sieglinde que eras marchante, ¿verdad? Algo había que decirle. Además, Sieglinde no es curiosa.

– Está bien. ¿Adónde vamos?

Marcus se detuvo y miró el reloj. Adoptó un tono de vaga improvisación, aunque en realidad lo había planeado todo la noche previa.

– ¿Qué te parece si tomamos algo antes de cenar?

El sitio al que la condujo se llamaba La Minucia. Se encontraba en una bocacalle cercana a la galería, pero los cuadros y bocetos no lo frecuentaban tanto como los que flanqueaban la avenida, de modo que, con suerte, disfrutarían de un poco de intimidad. La Minucia lo vendía todo en pequeño: los licores venían en botellitas, como en las habitaciones de los hoteles, y los cubos de hielo tenían el tamaño de dados de póquer. Era autoservicio, y más allá de la barra (que llegaba a la cintura de una persona adulta) se distinguían una máquina de café expreso como una caja plateada de zapatos con tres palancas, anaqueles estrechos como zócalos, pizarritas que aconsejaban los platos del día en una caligrafía no apta para miopes y diminutas bombillas colgando del techo que, al llegar la noche, otorgaban aires de teatro de títeres a todo el lugar. La música de fondo era un solo de violín, afilado y trémulo. A partir de ahí, Gulliver pasaba al país de los gigantes y todo crecía inesperadamente: los camareros situados tras la barra eran de estatura más que normal y los precios de la carta superaban la talla media. Marcus sabía que La Minucia quedaba muy por encima de su presupuesto, pero no deseaba escatimar gastos con Brenda: deseaba impresionarla para que la chica supiera que él estaba acostumbrado a lo mejor.

Encontraron una esquina apartada con una mesa y un par de taburetes. Aunque su intención era comenzar con una cerveza, Marcus se decantó por imitar a Brenda cuando ella pidió whisky. Consiguió dos preciosas monerías de Glenfiddich y dos vasos de un hielo tan puro y reducido que parecía luz. Mientras se acercaba a la mesa con las bebidas dispuso de tiempo para valorar a la chica. Su opinión no varió mucho de la que había emitido la víspera. Ella era bastante delgada pero innegablemente atractiva y llevaba el pelo frondoso y rubio estrangulado en una cola que descendía por su espalda en forma de abultado pincel. Como vestuario, una chaquetilla y una minifalda azul oscuro (el día anterior habían sido blusa y pantalones cortos vaqueros). La ropa estaba arrugada y un poco descolorida, pero, por eso mismo, a Marcus le atraía más. Los tacones de los zapatos eran de aguja, una moda que a él nunca le parecía anticuada. Se dio cuenta de que no llevaba bolso. Tampoco medias. Quiso pensar que no llevaba nada más que lo que mostraba.

Cuando se sentó, descubrió que ella lo miraba sin sonreír.

Sus ojos azules sin destellos le recordaban algo que en aquel momento no podía precisar: eran puntos fijos, penetrantes. Puntos como estanques en miniatura de aguas negras.

– Y ahora -le dijo mientras le servía el Glenfiddich, sin apartar la vista de aquellos puntos-, vas a decirme la verdad.

– Siempre te digo la verdad -replicó ella.

Fue la primera vez que él supo con certeza que mentía.

Comenzaron las preguntas. La clientela que abarrotaba La Minucia se renovaba continuamente sin que él se percatara: estaba concentrado en el interrogatorio. Marcus era un cuadro viejo y nadie iba a engañarlo fácilmente, y menos con una muñeca como aquélla. Cuando se dio cuenta, el hielo liliputiense había licuado el sabor de su whisky. Ella tampoco había bebido mucho que digamos: se llevaba el vaso a los labios entre respuesta y respuesta, pero no parecía tragar. En realidad, no parecía hacer nada. Permanecía sentada cruzando sus bonitas piernas desnudas y mirando a Marcus mientras contestaba.

– ¿Por qué han pensado en mí tus amigos para este trabajo?

– Ya te respondí a eso.

– Quiero oírlo otra vez.

– Están buscando figuras. Me han enviado a Munich para verte, ya te lo he dicho.

Hablaba perfectamente el alemán, pero Marcus no lograba identificar su acento.

– Eso no responde a mi pregunta.

– Supongo que les has gustado como cuadro, no lo sé. Tendrías que preguntarles a ellos. Yo estoy aquí, tan sólo, para intentar captarte.

Desde luego, la chica trataba de ser honesta. Marcus bebió otro sorbo de Glenfiddich. El violín de La Minucia inició un vals de cajita musical.

– Háblame otra vez de la obra.

– Tardará un mes en ser creada, no puedo decirte dónde. Después la venderán automáticamente. De hecho, se trata de un encargo. Tampoco podrás saber quién es el comprador, pero iréis al sur. Probablemente a Italia. Es una acci ó n no interactiva de exterior. Dura cinco horas diarias y se prolongará hasta otoño.

– ¿Cuántas figuras participan?

– No lo sé, es una pintura mural. Sé que hay figuras adultas y adolescentes. El tema es mitológico, creo.

– ¿Habrá manchas o estará limpia?

– Estará limpia. Todos son modelos voluntarios.

– ¿Niños?

– Sólo adolescentes.

– ¿Edades?

– Mayores de quince.

– Bueno. -Marcus sonrió, inclinándose hacia ella. La cafetería se llenaba por momentos y le impedía hablar en voz baja desde cierta distancia-. Me has contado la excusa. Ahora quiero saber la verdad.

– ¿A qué te refieres?

– Adolescentes y adultos juntos en una acci ó n mural que ya está vendida antes de haber sido pintada… Y, como avanzadilla, una chica enviada para «captarme». -Intentó sonreír con aires de lienzo astuto-. Escucha, llevo muchos años en el oficio. Me han pintado Buncher, Ferrucioli, Brentano y Warren. Tengo cierta experiencia, ¿sabes?

No abandonó la visión de aquellos ojos ni siquiera cuando levantó el vaso en vertical para beber hasta la última gota. Un alud de hielo sepultó su nariz. ¿Estaba un poco mareado? No lo creía.

– Te contaré algo. El verano pasado trabajé en un art-shock clandestino en Chiemsee. Nos pintaron en un taller de Berlín y nos compraron para exhibirnos tres días a la semana durante el verano en una finca privada a orillas del lago. Había cuatro figuras adolescentes y tres adultos, incluyéndome. -Marcus observaba la etiqueta colgada de su muñeca-. Fue una experiencia… ¿Cómo definirla? Creo que la palabra es «aterradora». Quiero decir, desde el punto de vista en que son aterradores los art-shocks. Pero existía cierto riesgo, claro. Una de las figuras no tenía más de trece años…

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