José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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– Ocúpate de tus propios asuntos -dijo Marcus medio en broma.

Sieglinde se echó a reír y siguió limpiándose. Marcus entró en una de las duchas y adosó un frasco de disolvente al grifo. El óleo de su cuerpo empezó a fluir rodillas abajo. Dio vueltas sumergido en aquel placer vertical. Distinguía partes de la anatomía de Sieglinde a través de la puerta entornada, rápidos atisbos de sus músculos jóvenes. «Juventud, un punto sin retorno -pensó-. Te compran antes y pagan más cuando eres un lienzo joven.» Recordó que Rinsermann había logrado vender a Sieglinde como exterior estacional a una antigua familia bávara. Vender un estacional no es fácil, porque son cuadros que se exhiben sólo durante una determinada época del año, el verano en el caso de Dr í ada. Marcus había visto aquella obra varias veces. No es que Rinsermann le gustara especialmente, pero encontraba Dr í ada más que aceptable. Se trataba de una especie de ninfa de los bosques pintada en naranjas, ocres y rosados diluidos y envuelta en zarzamoras cuyas espinas parecían clavarse en su cuerpo desnudo. La expresión del rostro era todo un acierto: entre miedo, sorpresa y dolor. Pero su dueño, en opinión de Marcus, era mejor que la obra. Uno de esos dueños que un cuadro sólo encuentra una vez cada diez años. No sólo había decidido instalar a Sieglinde en el jardín por un plazo de tres veranos antes de la sustitución (que era lo mismo que decir trabajo fijo durante tres meses y disponibilidad el resto del año), sino que, además, no había puesto inconveniente alguno en cederla para exhibición temporal a las galerías de la ciudad, como ahora sucedía con la Max Ernst, con lo cual Sieglinde cobraba un extra de mil quinientos, coma, treinta y dos euros mensuales en concepto de exposición de una obra vendida. Weiss se alegraba por ella, pero no podía dejar de sentir cierta punzada de envidia. Su amiga tenía en el rostro la felicidad que otorga haber sido comprada. En cambio, nadie quería jugar con ¿ Quieres jugar conmigo? Estaba seguro de que Kate tampoco lograría venderlo esta vez, como no lo había vendido en ocasiones anteriores. Ahora bien, ¿era culpa de Kate o de él?

Cerró el grifo de la ducha y repasó su cuerpo sin pintura con la mirada y las manos. Se mantenía en forma, desde luego. Sus músculos, perros fieles y entrenados, proseguían su inagotable labor arquitectónica. Gente como Kate Niemeyer seguiría pintándolo (o eso creía, al menos) durante algunos años más, pero sabía que a sus cuarenta y tres de edad ya podía empezar a prepararse para la artesanía si es que quería sobrevivir. Era un mercado que crecía a un ritmo imparable. Los coleccionistas atesoraban en privado Sillas, Pedestales, Mesas, Floreros, Ceniceros y Alfombras humanas, y empresas como Suke, Ferrucioli Studio o la Fundación Van Tysch diseñaban, vendían y usaban adornos de carne y hueso todos los días. Tarde o temprano las leyes tendrían que permitir la venta oficial de aquellos objetos, porque ¿adónde irían a parar, si no, los lienzos viejos y los jóvenes que eran rechazados como obras de arte? Marcus sospechaba que acabaría vendido como adorno en la casa de cualquier solterona sonriente. Llévese un recuerdo de Alemania, señora. Aquí está Marcus Weiss, preciosas cachas nacaradas, un souvenir ario que puede armonizar junto a su chimenea.

A Weiss le quedaban pocas oportunidades. Las oportunidades también son puntos, átomos, líneas que se entrecruzan, cosas ínfimas e invisibles, residuos de la nada. ¿Cuántas había perdido él? No llevaba la cuenta. Era modelo desde los dieciséis años. Había estudiado arte HD en su ciudad natal, Berlín, y trabajado para algunos de los mejores pintores de su generación. Y de repente todo se había eclipsado. Empezó rechazando ofertas debido a que, en parte, quería vivir en paz. Le gustaba ser cuadro, pero no tanto como para inmolar por ello toda su vida sentimental. Sabía, sin embargo, que las obras maestras viven solas, aisladas, no se casan, no tienen hijos, no aman ni odian, no gozan ni sufren. Las verdaderas obras maestras como Gustavo Onfretti, Patricia Vasari o Kirsten Kirstenman apenas podían llamarse «personas»: lo habían entregado todo -cuerpo, mente y espíritu- a la creación artística. Pero Marcus Weiss añoraba demasiado la vida, y quizá por eso había empezado a aflojar el ritmo. Ahora ya era demasiado tarde para rectificar. Lo peor era que seguía solo. No era una obra maestra, pero tampoco el ser humano que le hubiese gustado ser. No había conseguido ni una cosa ni otra.

Se angustió al pensar que aquello que Brenda le iba a proponer esa tarde muy bien podía convertirse en su última oportunidad.

Sieglinde lo esperaba en la puerta del vestuario cuando él salió. Solían marcharse juntos. Bajaron la escalera con sus mochilas al hombro: en la de él viajaba el penacho de plumas sintéticas de papagayo azteca, en la de ella las ramas de zarzamora. Las etiquetas colgadas de la muñeca de ambos oscilaban con los gestos. Sieglinde hablaba y Marcus respondía con monosílabos. Se sentía cada vez más nervioso. Si Brenda no había cumplido su palabra, si no estaba esperándolo abajo tal y como había prometido, podía despedirse también de aquella oportunidad.

Decidió sacar algún tema de conversación para evitar las preguntas indiscretas de su amiga.

– ¿Sabes? Hoy por la tarde una niña de nueve o diez años se ha dedicado a mirarme durante media hora por lo menos. No entiendo lo que pasa. Las leyes contra la pornografía infantil son cada vez más estrictas, pero no hay vigilantes que prohíban la entrada de un niño en una galería para adultos.

– Estamos considerados patrimonio artístico, Marcus, ya lo sabes. Los niños pueden ver el David de Miguel Ángel de igual forma que pueden ver ¿ Quieres jugar conmigo? de Kate Niemeyer. Lo contrario sería agravio comparativo.

– Sigo pensando que con los niños se debería hacer algo -insistió Marcus-. No me gustan como espectadores, pero menos aún como cuadros. No debería permitirse ningún cuadro menor de trece años.

– ¿A qué edad empezaste tú?

– Bueno, pongamos menor de doce.

Sieglinde se echó a reír. Después dijo:

– La verdad es que el tema de las obras menores de edad es difícil. Si las prohíbes, tendrías que prohibir también la aparición de niños en películas y obras de teatro, por ejemplo. Y piensa en los anuncios. A mí me parece mucho más indecente usar el cuerpo de un niño para vender toallitas higiénicas que pintarlo y colocarlo inmóvil como obra de arte. Creo que… ¡Eh! ¿Me estás escuchando?

Marcus no respondió.

Brenda estaba allí, de pie entre dos columnas.

Saludó a Marcus con un gesto de la cabeza y él respondió con una sonrisa. Su corazón latía con fuerza, como si en lugar de bajar la escalera se hubiera dedicado a subirla de tres en tres peldaños.

– Hola -dijo Marcus acercándose.

La chica volvió a mover la cabeza. No miraba a Marcus sino a su acompañante. Weiss se vio obligado a iniciar las presentaciones.

– Ésta es Brenda. Brenda, te presento a Sieglinde Albrecht. Sieglinde puede darte un par de lecciones sobre cómo ser un exterior estacional y que te compren.

– ¿Eres cuadro también? -preguntó Sieglinde con una sonrisa franca, enarcando unas cejas de las que carecía por completo y mirando a Brenda de arriba abajo.

– No -dijo Brenda.

– Pues deberías serlo. Te comprarían rápidamente, fuera cual fuera el pintor.

A Marcus le deleitó percibir en el tono de su amiga un leve acorde de celos.

– Brenda, por favor, disculpa la mente perversa de Sieglinde -bromeó.

– ¡Eh, que ha sido un piropo, idiota! -lo golpeó Sieglinde con la palma de la mano.

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