José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Y ni siquiera entonces: después de morderlo, lo trituraría.

– Nos la ha pegado, nos la ha pegado… -repitió ella en un tono casi musical, silbante, separando apenas las dos hileras de perfectos dientes blancos, lo único blanco en la oscuridad de la habitación.

Una muesca blanca sobre fondo negro.

SEGUNDO PASO

LAS FORMAS DEL BOCETO

Puntos, líneas, círculos, triángulos, cuadrados, polígonos… Debemos pensar en estos términos al comenzar a abocetar un cuadro humano. Luego tendremos que añadir sombras.

Tratado de pintura hiperdram á tica

Bruno van Tysch

– Si crees que somos figuras de cera… deberías pagar…

– ¡Por el contrario…! Si crees que estamos vivos, ¡deberías hablarnos!

Carroll

Un punto no es una forma, en realidad. Se equivoca quien piense que un punto es redondo. El punto existe en la medida en que existen líneas que se entrecruzan. Sin embargo, las líneas y todo lo demás, el resto de formas y de cuerpos, están hechos de puntos. El punto es lo invisible-imprescindible, lo inmensurable-inevitable. Puede que Dios sea un punto, solitario y remoto en Su perfecta eternidad, piensa Marcus.

Marcus Weiss sostiene un punto entre sus dedos cerrados. Amigos, es m á s jodido de lo que parece. El gesto es: brazo izquierdo extendido, palma de la mano hacia arriba, los cinco dedos formando una pequeña cúspide. Si las yemas se juntan lo suficiente, el vacío central desaparece entre las curvas de carne. Y ahí, en el centro, está el punto que sostiene Weiss. ¿ Cre é is que es f á cil? Pues no, amigos, es jodido.

Durante los bocetos, Kate Niemeyer colocó sobre los dedos de Marcus una pelotita de pimpón. La pelotita se convirtió en canica en el boceto siguiente; luego en garbanzo y guisante, como en los cuentos infantiles. Por último, Kate decidió que no hubiera nada. «La idea es seguir con la pelotita, pero invisible. Tú se la ofreces al público. La gente te mirará y se preguntará: ¿qué tiene entre los dedos? Llamarás la atención y se acercarán a ti.» Marcus comprende que la curiosidad es un gran anzuelo para el artista que sabe utilizarla.

Llevaba varias horas aquella tarde sosteniendo el punto invisible. Una niña de rizos rubios, vestido naranja y gafas rojas (una de las últimas visitantes) se había alzado de puntillas para ver lo que Marcus escondía entre los dedos. Weiss se quedó sin conocer la expresión de su rostro cuando por fin la niña comprobó que no había nada: estaba obligado, como obra de arte, a mirar al frente con ojos pintados de blanco. Se preguntaba qué diablos hacía una niña tan pequeña en la galería, donde se exponían sólo cuadros para adultos. De hecho, Marcus se hubiera prohibido a sí mismo para menores de trece. No tenía hijos (¿qué cuadro podía tenerlos?), pero respetaba profundamente a los niños y consideraba que su «atuendo» como obra de Niemeyer distaba de ser infantil: se hallaba completamente desnudo, con el cuerpo barnizado de color bronce mediante aerógrafo dérmico, y el pene y los testículos (depilados, visibles) en blanco mate, igual que los ojos. Una fastuosa corona de plumas amarillas y celestes con puntos en púrpura, en forma de ornamento azteca o librea de ave tropical, ceñía su frente. Sus músculos artesanos, trabajados durante años con paciencia de constructor de maquetas, relucían en metal broncíneo uno a uno, reflejando sombras móviles y destellos de focos halógenos.

Cansado de sostener la Nada, se alegró de saber que ya había llegado la hora de cierre. Lo supo cuando vio entrar al técnico de mantenimiento de Ritmo/Equilibrio, de Philip Mossberg. Ritmo/Equilibrio era el óleo que se exhibía frente a él, un lienzo de diecisiete años llamado Aspasia Danilou pintado en colores suaves, casi desleídos, que no disimulaban su anatomía. Su pubis no estaba depilado porque Mossberg siempre usaba lienzos sin depilar para sus cuadros. Aspasia parpadeó, se movió, le entregó al técnico la sábana de raso que sostenía con la mano izquierda y se marchó hacia el baño ágilmente, no sin antes despedirse de Marcus con un gesto. Hasta mañana, Marcus, ya nos veremos, por supuesto que sí, estaremos todo el día mirándonos. No era mal lienzo la preciosa Aspasia. Marcus pensaba que llegaría lejos, pero sólo tenía diecisiete años y éste era su primer original. Había intentado ligársela recién llegada a la galería, pero la chica había pretextado varias excusas y rechazado sistemáticamente sus asedios hasta que él pudo darse cuenta de que, en ciertas materias de la vida, Aspasia ya contaba con amplia experiencia.

Marcus era la obra de Kate Niemeyer ¿ Quieres jugar conmigo? Valía doce mil euros y no confiaba en ser vendido. El último en marcharse era él. Ningún técnico lo ayudaba, nadie se acercaba para quitarle el penacho de plumas: tenía que irse solo. La mano con que sostenía la Nada le dolía un poco. El brazo también.

Au revoir, Habib.

Au revoir, señor Weiss.

Apartó los pies descalzos pintados de bronce y negro del reluciente camino de la aspiradora de Habib. Se llevaba muy bien con el encargado de la limpieza de aquella planta. Habib había vivido en Aviñón antes de trasladarse a Munich, y Weiss, que conocía y admiraba aquella ciudad (estuvo expuesto en dos ocasiones en una galería a orillas del Ródano), disfrutaba invitando al marroquí a cerveza y cigarrillos y perfeccionando su francés. Además, el gran Habib practicaba meditación zen: nada mejor que eso para hacer buenas migas con Marcus. Compartían libros y pensamientos.

Pero aquella noche sólo se dirigió a Habib para despedirse. Tenía prisa.

¿Estaría esperándolo ella? Pensaba que sí, no se atrevía a suponer lo contrario. Se habían conocido la tarde anterior, pero Marcus poseía suficiente experiencia para saber que aquella muchacha no era de las que se toman las cosas a broma. Fuera quien fuese y quisiera lo que quisiese de él, Brenda iba en serio.

Bajó la escalera hasta el cuarto de baño de la segunda planta. Sieglinde, que era Dr í ada, de Herbert Rinsermann, ya había llegado y se encorvaba sobre el lavabo cuando Marcus entró. Tenía la cabeza bajo el grifo y se frotaba el pelo con fuerza. Su atlética figura era un arco de carne sin átomo de grasa. Las falsas ramas de zarzamora que la envolvían en el cuadro se apoyaban en la pared, adornadas de puntos rojos, gotas de sangre artificial. En su tobillo izquierdo se retorcía la complicada firma de Rinsermann. Marcus y Sieglinde se habían conocido dos años antes durante unas clases de Ludwig Werner para lienzos de todas las edades en Berlín. Desde entonces eran amigos. Y ahora habían vuelto a coincidir en la galería Max Ernst.

Marcus se inclinó junto a ella, cuidando de no estropear su penacho de plumas, y habló con voz cavernosa.

– Buenas tardes.

El rostro de Sieglinde emergió del agua repujado de perlas diminutas.

– ¡Hola, Marcus! ¿Qué tal te ha ido?

– No demasiado mal -sonrió enigmáticamente mientras se quitaba la corona.

– Muy contento te veo hoy. ¿Acaso te han comprado?

– Ni lo sueñes.

– ¿Otro original en perspectiva, entonces?

– Quizá.

Sieglinde giró hacia él y apoyó manos y glúteos en el borde del lavabo. Su pelo corto era un húmedo yelmo de oro. Miraba a Weiss con toda la burla de sus diecinueve años de edad.

– Vaya, me alegro. Ya estaba harta de verte pintado de bronce. ¿Y se puede saber quién es el artista que quiere pasar a la posteridad haciendo algo con usted, señor Weiss?

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