– ¿Qué tiene que ver en esto?
– Utilizó una foto de Desfloraci ó n para ilustrar los pasquines.
– Ya.
– Está en paradero desconocido. Pero seguiremos investigando. Y la pata «Annek» queda lista.
– Descártala. Pasemos a Díaz.
– Bueno, lo de Briseida Canchares…
– Descartada también. Esa ninfómana del arte no tiene nada que ver con lo ocurrido. Lo que más nos interesa es lo que dijo sobre una supuesta «indocumentada». Sigue. -Wood jugaba con su encendedor, una preciosa miniatura Dunhill en acero negro. Sus largos y delgados dedos lo hacían girar como un naipe de mago.
– Los amigos de Díaz en Nueva York lo definen como un ingenuo con buen corazón. Sus compañeros de gira son más «científicos», como tú dirías: según ellos, es un solitario inadaptado. No quería relacionarse con nadie y prefería buscar la diversión por su cuenta. Por cierto, el segundo registro de su casa de Nueva York no ha ofrecido ningún resultado. Todo dedicado a la fotografía, pero nada que ver con una supuesta obsesión por destruir cuadros ni por el arte. En su habitación del hotel de Kirchberggasse hemos encontrado la dirección y el teléfono de Briseida en Leiden y… atiende esto… una agenda con fotos de paisajes que en realidad es… un diario.
La cabeza de Wood, con su casquete de pelo corto y brillo de charol, ejecutó un movimiento tan rápido que Bosch pensó por un momento que el cráneo había crujido. Se apresuró a tranquilizarla.
– Pero no nos ofrece ninguna pista: Díaz acostumbraba a anotar localizaciones de paisajes para regresar a fotografiarlos cuando la luz fuera mejor. De vez en cuando habla de Briseida o de algún amigo, pero refiriéndose a asuntos banales. También escribe sobre su amor por el campo. Incluso hay un poema. Y algunas reflexiones sobre su trabajo, al estilo de «yo las veo como personas, no como obras». La última entrada es del 7 de junio. -Enarcó las cejas-. Lo siento: nada sobre un indocumentado, hombre o mujer.
– Mierda.
– Eso es lo que yo dije. Pero, en cambio, tengo una buena noticia. Hemos encontrado un café cerca del hotel Marriott aquí en Viena donde el barman recuerda a Díaz. Al parecer, era uno de los lugares que frecuentaba cuando dejaba a los cuadros en el hotel. El barman dice que solía pedir bourbon, lo cual no era típico entre sus clientes, y que por eso se fijó en él, y también por su acento americano y su tez oscura.
– Nueva York corrompió por completo a nuestro buen fotógrafo de paisajes -comentó Wood. Sus dedos aderezaban el peinado. Bosch observó que se movían como los de una médium: no era la conciencia de Wood la responsable de aquellos gestos suaves, inacabablemente estéticos, tan comunes en ella. La conciencia de Wood estaba concentrada en las palabras de Bosch («no en mí, en mis palabras, no te engañes, viejo») con la expresión de un náufrago que atisba en la negrura la luz de un barco.
– Pero hay un dato curioso -dijo él-. El barman asegura que la última vez que lo vio fue el jueves de hace dos semanas, el 15 de junio. Recuerda la fecha con exactitud por otra coincidencia: ese día era el cumpleaños de un amigo suyo y lo había dispuesto todo para abandonar pronto el local. Dice que Díaz estaba charlando en la barra con una chica desconocida, morena, delgada, atractiva, muy maquillada. Le pareció que hablaban en inglés. Los camareros la recuerdan a medias, porque esa noche había mucha clientela. Díaz y ella se marcharon juntos. El barman no los ha vuelto a ver desde entonces.
– ¿Cuándo llamó Díaz a su amiga colombiana para pedirle información sobre permisos de residencia?
– El domingo 18 de junio, según nos dijo Briseida.
El perfil de Wood parecía tallado en piedra.
– Tres días: un buen período para intimar. Nuestro amigo Óscar se apiadó de la colombiana en menos tiempo.
– Cierto -admitió Bosch-, pero si metemos a Chica Desconocida en el saco, entonces puede que Díaz sea inocente del todo. Imagina por un momento que ella trabaje con cómplices. Se las arreglan para extraerle información a Díaz sobre la recogida del cuadro y el miércoles se introducen en la furgoneta y obligan a Díaz a conducir hacia el Wienerwald.
– ¿Dónde está Díaz entonces? -preguntó Wood.
– Lo han obligado a acompañarlos, como rehén…
– ¿Arriesgándose a que escape y los delate? No. Si Díaz no es culpable, entonces está muerto. Es una conclusión que me parece obvia. La pregunta fundamental es: ¿por qué su cad á ver no ha aparecido todavía? Eso es lo que no acabo de entender. Incluso teniendo en cuenta que lo necesitaran para conducir la furgoneta, ¿por qué no ha aparecido dentro de ésta? ¿Adónde se lo han llevado? ¿Por qué ocultar el cadáver de Díaz?
– Eso equivale a pensar que Díaz también es culpable.
– Quitemos a la Indocumentada. ¿Qué nos queda?
– En ese caso, la teoría de la policía parece funcionar: Díaz hace la grabación y corta a Annek dentro de la furgoneta. Después conduce hasta un rincón apartado, envuelve a Annek en un plástico, la deja en la hierba y la desnuda. Coloca la grabación a sus pies y se larga hacia otro lugar cuarenta kilómetros al norte, donde le aguarda otro coche.
– A mí esa teoría ya no me funciona.
– ¿Por?
– Díaz es un capullo -dijo la señorita Wood-. Escribe poemitas, fotografía paisajes y se deja manipular por chicas como Briseida. Si ha tenido algo que ver en esto, no ha actuado solo.
– Como agente de Seguridad, era muy competente -objetó Bosch-. Escogimos a los mejores para el traslado de cuadros al hotel, recuérdalo.
– No digo que fuera un mal agente de Seguridad. Digo que es un capullo. Un papanatas campestre. No ha podido montar solo todo este tinglado.
Suaves toques en la puerta y una lenta brisa perfumada. El adorno no era una Mesilla ni ningún otro Mueble sino un Aderezo de esquina, un pobre objeto desgraciado que trabajaba los lunes (día de descanso de las obras de arte en el Museumsquartier), uno de esos ornamentos que Decoración inventaba para distraer las habitaciones vacías, lo cual se percibía sobre todo en su inexperiencia a la hora de servir el café. Bosch demoró varios segundos en percatarse de que se trataba de un hombre joven, probablemente un chico de dieciocho o diecinueve años. El peinado era un garabato de bucles endrinos y simétricos en forma de volutas cribado de plumas plateadas. La túnica, larga y tubular, en terciopelo negro, desnudaba un escote drástico en la espalda, casi un defecto, que en su extremo inferior no alcanzaba a cubrir la mitad de unas nalgas prietas y pintadas, como todo el cuerpo, en castaño bruno. Depositó dos tazas de café sobre la mesa. Su maquillaje no desvelaba pensamientos o ánimos; era la máscara de un guerrero polinesio o un espíritu vudú. La etiqueta blanca colgada del cuello decía «Michel». La firma en la parte baja del lomo era de un tal Grath. Llevaba cobertores auditivos.
Cuando el adorno giró hacia Bosch, éste pudo observar sus manos: brillaban de bronce oscuro; las uñas eran ónices.
– Todo es demasiado perfecto, Lothar -decía, mientras tanto, la señorita Wood-: un segundo vehículo esperando en el Wienerwald, probablemente documentación falsa… Un plan minucioso, en suma. Admitiría que alguien le hubiera pagado para que llevara el cuadro al Wienerwald, pero ni siquiera eso me parece creíble.
– Entonces quieres que descartemos también la pata «Díaz». Te advierto que el mueble se nos va a caer…
– No podemos descartar a Díaz del todo. Creo que su papel ha sido el de chivo expiatorio. Lo que no comprendo es por qué ha desaparecido.
– Puede que hayan ocultado su cadáver para que las sospechas recaigan sobre él, y que el verdadero criminal pueda escapar -apuntó Bosch.
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