– Te refieres al trabajo hiperdramático.
– Sí. Me llevó al bosque de Edenburg… Allí encontró una expresión… Encontró algo en mi cara que le gustaba… Me dijo que era increíble… Que yo era… que era como un recuerdo suyo…
El pie izquierdo se movía en lentos círculos sobre la moqueta negra: una aguja torneada sobre un disco de vinilo. La firma del tobillo destellaba durante las órbitas.
– No me importaría no ser comprada. Sólo quisiera… que él no sufriera por mi causa… Yo he hecho todo lo que me ha pedido. Todo. Sé que es egoísta por mi parte pensar que él me debe algo a cambio, porque al pintarme en Desfloraci ó n me… me ha dado… lo mejor del mundo, lo sé, pero…
Se quedó callada.
– Dime -la animó el hombre.
Al elevar la vista, los ojos verdes de Annek brillaban un poco más.
– Me gustaría… me gustaría decirle… que no puedo evitar… no puedo evitar hacerme mayor… No es mi culpa… Me gustaría que mi cuerpo fuera de otra forma… -Su voz se quebraba-. No es mi culpa…
En ese instante sucedió algo increíble. El cuerpo de Annek se abrió en silencio por la mitad, como una flor, de la cabeza a los pies. La silla en la que se sentaba también quedó hendida. En medio de las dos mitades penetró con ímpetu un hombre mayor, de traje oscuro y ostentosa calva circundada de canas. Se detuvo bruscamente y dijo:
– Oh, lo siento. Estabas con un vídeo-escáner. No lo sabía.
Lothar Bosch se apartó y la figura tridimensional de Annek se recompuso en un silencio puro, como el agua se apresura a rellenar el vacío cuando el dedo sumergido la abandona. La señorita Wood pulsó el botón de pausa y la adolescente quedó inmóvil en medio de la habitación.
– Ya había terminado -dijo Wood, y bostezó-. Esto es más de lo mismo.
Presionó el rebobinado y Annek comenzó a ejecutar un terrorífico baile de San Vito. Entonces se quitó el visor de RA y lo dejó sobre la mesa, conjurando el espectro de la adolescente. La mesa era una mitad de elipse incrustada en la pared. Se trataba del único mueble de color madera que había en aquella pequeña cámara audiovisual del Museumsquartier. Todo lo demás era negro, incluyendo las sillas de patas finísimas. Wood ocupaba una de las sillas y su conjunto de rebeca y vestido rosados brillaba en la negrura. Junto a ella se erguía una pila de cintas de RA. En la pared, a su izquierda, sobresalían como gárgolas cámaras y reproductores.
Bosch, en elegante traje gris (la tarjeta roja de la solapa parecía un clavel de boda), ocupó la silla opuesta y desenvainó las gafas de lectura.
– ¿Desde cuándo estás aquí? -preguntó.
Se preocupaba por ella. Llevaban cinco días en Viena, incluyendo aquel lunes 26 de junio, trabajando sin descanso. Estaban hospedados en el Ambassador, pero apenas utilizaban sus respectivas suites para otra cosa que para dormir. Y cada vez que Bosch acudía al Museumsquartier, por temprano que fuera, ella estaba allí haciendo algo. De repente pensó que, probablemente, Wood ni siquiera se acostaba por las noches.
– Desde hace un rato -dijo ella-. Me faltaban algunas entrevistas de Apoyo por revisar, y mi padre me aconsejaba no dejar trabajo pendiente.
– Un buen consejo -admitió Bosch-. Pero ten cuidado y no abuses de los visores de Realidad Aumentada. Pueden dañar los ojos.
La señorita Wood se estiró en el asiento y la rebeca se abrió como un par de alas y surtió perfume hacia Bosch. Pequeños montículos de senos tatuaron el vestido rosa. Bosch bajó la vista confundido. Le gustaba todo en aquella mujer: la llamarada de olor de sus perfumes, su cuerpo menudo y cristalino esculpido con arabescos, aun la extrema delgadez de aquellas piernas cuyas rodillas atisbaba por encima de la mesa. Y el luto de su voz grave, que ahora escuchaba.
– No te preocupes, también he dado algún paseo por los alrededores. Un lunes en Viena al amanecer puede resultar reconfortante. Y me he percatado de algo: la gente aquí compra mucho pan, ¿no te parece? He visto a varios tipos con una barra de pan bajo el brazo, como en París. Me pareció que se habían puesto de acuerdo para pasear el pan ante mis narices.
– En realidad, son hombres de Braun encargados de vigilarte.
La sonrisa de ella le hizo saber que había acertado con la broma. El tema de la comida era peligroso para Wood.
– No me sorprende -dijo Wood-, aunque harían bien en vigilar otras cosas. Nuestro pájaro se ha esfumado, ¿no?
– Por completo. Ayer fue domingo y no pude hablar con Braun, pero mis amigos de Investigación Criminal aseguran que no se ha efectuado ni un solo arresto. Y no te creas que las demás noticias son mucho mejores.
– Comienza. -Wood se restregaba los ojos-. Dios, mataría por un buen café. Un café negro, muy negro, un buen schwarze vienés, caliente y fuerte.
– Un adorno está sirviendo a la gente de Arte esta mañana. Le dije que pasara por aquí.
– Eres un ser perfecto, Lothar.
Bosch se sintió como si estuviera desnudo. Por suerte, el sonrojo se apagó al instante. A los cincuenta y cinco años ya no hay combustible para quemar un rubor duradero, pensaba. La sangre añeja pierde fuerza.
– Te voy conociendo -replicó.
Los papeles temblaban ligeramente entre sus dedos, pero su voz era firme. La señorita Wood se acodó sobre la mesa y apoyó los dedos en las sienes mientras lo escuchaba.
– Dijimos el otro día que este mueble tiene tres patas, ¿no? La primera se llama Annek, la segunda Óscar Díaz y la tercera podríamos denominarla la Competencia. -Tras observar que Wood asentía, prosiguió-: Bien, respecto de la primera, no hay nada. La vida de Annek fue desastrosa, pero no he encontrado gente capaz de hacerle daño por alguna circunstancia personal. Su padre, Pieter Hollech, es un enfermo mental. Actualmente cumple condena en una cárcel de Suiza por provocar un accidente de tráfico mientras conducía ebrio. La madre de Annek, Yvonne Neullern, obtuvo el divorcio y la custodia de su hija cuando Annek tenía cuatro años. Trabaja como reportera gráfica especializada en fotografiar animales. Ahora mismo está en Borneo. Conservación se ha puesto en contacto con ella para darle la noticia…
– Bien, la familia del cuadro queda descartada. Sigue.
– Los compradores previos de Annek tampoco ofrecen nada concreto.
– Wallberg se enamoró del lienzo, ¿no?
– Annek le gustaba, en efecto -asintió Bosch-. Wallberg la compró en tres obras: Confesiones, Puerta entornada y Verano. Este último era una acci ó n no interactiva. ¿Recuerdas la reunión que tuvimos con Benoit, cuando nos dijo que era preciso aclarar lo que realmente sentía Wallberg hacia Annek…? No, no fue así. Dijo: «Deberíamos distinguir entre la pasión artística y la pasión erótica del señor Wallberg…».
La risa coral (más breve en Wood) lo animó. Su imitación de Benoit también había sido oportuna. «La estoy haciendo reír, Dios mío. Esto es genial.»De improviso, todo rastro de alegría desapareció de Bosch: fue algo tan brusco como la oscuridad imprevista de una cortina de nubes. Su mueca perdió luz, los labios se posaron en las comisuras.
– Pobre Annek -dijo.
Tras un lapso de parpadeos, exploró los papeles que tenía delante.
– Sea como fuere, Wallberg agoniza ahora en un hospital de Berkeley, California. Cáncer de pulmón. El resto de los compradores tampoco parecen sospechosos: Okomoto está en Estados Unidos, rastreando cuadros; Cárdenas sigue en Colombia y sus antecedentes continúan tan oscuros como antes, pero no molestó a Annek mientras se exhibía en La guirnalda, y tampoco ha molestado a las sustitutas… -Tosió y su dedo índice buscó el siguiente epígrafe-. En cuanto al vasto panorama de locos… Según nuestros datos, casi todos están ingresados en hospitales o cumpliendo condena en prisión. Quedan algunos como aquel inglés que llenó de pasquines la fachada del Nuevo Atelier acusando a la Fundación de comerciar con pornografía infantil…
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