José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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– Ajá. Igual que la medicina.

«Ajá.» Esa maldita costumbre suya al hablar. Abría la boca y enarcaba una de sus falsas cejas pintadas al pronunciar aquella simétrica palabra. Ajá.

– Tú cobras por tus radiografías como un pintor por sus cuadros -prosiguió ella-. ¿No te cansas siempre de decir que tal o cual colega debería saber que «la medicina es arte»? Pues eso.

– ¿Pues eso qué?

– Que la medicina es arte, y por lo tanto es negocio. Hoy todo es igual: arte y negocio. Los verdaderos artistas saben que no hay diferencias entre ambas cosas. Al menos, hoy día ya no hay ninguna.

– De acuerdo, admitamos que el arte es un negocio. Entonces el arte hiperdramático es el negocio de comprar y vender personas, ¿no?

– He captado tu segunda intención, pero debo decirte que los modelos no somos personas cuando hacemos una obra de arte: somos cuadros.

– No me vengas con chorradas. Para engañar al público, esa tontería está bien. Pero las personas no somos cuadros.

– Ahora te pareces a los que opinaban, a principios del siglo pasado, que los cuadros impresionistas no eran cuadros de verdad. La historia del arte admitió el impresionismo, después el cubismo, y ahora ha admitido el hiperdramatismo.

– Porque son buenos negocios, ¿verdad? -Ella encogió sus hombros perfectos sin replicar-. Mira, Clara, no quiero ser iconoclasta, pero el arte hiperdramático consiste en colocar a chicas como tú desnudas o casi desnudas en diversas posturitas. También hay chicos, por supuesto. Y muchas adolescentes, e incluso niños. Pero ¿cuántos hombres o mujeres maduros ves en obras de arte HD? ¡Dime! ¿Quién pagaría veinte millones de euros por llevarse a un gordo pintado a su casa y colocarlo en una posturita?

– Te recuerdo que el cuadro que da nombre a la colección «Monstruos» de Van Tysch son dos personas gordísimas. Y vale mucho más de veinte millones, Jorge.

– ¿Y los adornos? Convertir a alguien en Cenicero o en Silla, ¿qué te parece? ¿También es arte…? ¿Y el art-shock…? ¿Y los cuadros «manchados»…?

– Todo eso es completamente ilegal y no tiene nada que ver con el hiperdramatismo ortodoxo.

– Dejemos el tema. Ya sé que es pecado tomar el nombre de Dios en vano.

– ¿Quieres otro rollo o te basta con el que estás soltando? -Señaló ella su plato con los rollitos de crepes intactos (otra consecuencia de su trabajo: controlaba las calorías con precisión, vigilaba su peso con aparatos electrónicos portátiles -la nueva moda-, cenaba zumos hipervitaminados, nunca parecía tener hambre).

Aquella noche hicieron el amor en el piso de él. Resultó como siempre: un ejercicio de placentera delicadeza. Ella era un lienzo y él tenía que ser cuidadoso. A veces él le preguntaba por qué no era tan «cuidadosa» consigo misma en uno de esos encuentros interactivos brutales llamados art-shocks en los que participaba en ocasiones. «Eso es distinto porque es arte -replicaba ella-. Y en arte todo está permitido, incluso estropear el lienzo.» «Ah», decía él. Y seguía admirándola.

Estaba loco por ella. Estaba harto de ella. No quería abandonarla jamás. Quería dejarla para siempre.

– No podrás -le advirtió un día su hermano Pedro-. Cuando nos encaprichamos con un cuadro siempre nos pasa lo mismo: no sabemos por qué nos gusta, pero no podemos deshacernos de él.

Clara ignoraba lo que sentía por Jorge. No era amor, por supuesto, ya que no creía haber sentido en toda su vida verdadero amor por nada ni por nadie, salvo por el arte (gente como Gabi o Vicky eran facetas de ese diamante). Y suponía que tampoco Jorge estaba enamorado. Comprendía que para él fuera muy satisfactorio cepillarse a un lienzo: eso pertenecía, digamos, al mismo estatus que comprarse un Lancia o un Patek Philippe, vivir en aquel piso de Conde de Peñalver o dirigir una próspera empresa de diagnóstico radiológico. «Acostarte con un óleo es algo casi lujoso, ¿no, Jorge? Algo propio de tu clase social.»Naturalmente que él le gustaba: aquel pelo blanco y aquel bigote erguidos en su fenomenal estatura, los ojos grises y la mandíbula fuerte. La excitaba pensar que él era un hombre mayor a quien ella pervertía. Lo adoraba cuando lo hacía enrojecer. Pero disfrutaba también imaginando lo contrario: que era él quien la pervertía a ella. El maestro del pelo blanco. El mentor bronceado de rayos UVA. Por si fuera poco, Jorge no pertenecía al mundo del arte, un detalle que le resultaba delicioso por su rareza.

En el otro platillo de la balanza colocaba su absoluta vulgaridad. El doctor Atienza mantenía la ridícula opinión de que el arte hiperdramático era una forma de esclavitud sexual legalizada, la prostitución del siglo XXI. Le parecía inconcebible que alguien pudiera comprar a un menor de edad desnudo con el cuerpo pintado para exhibirlo en su casa. Pensaba que Bruno van Tysch era un vividor cuyo único mérito había consistido en heredar una fortuna prodigiosa. Ella escuchaba sus exabruptos con amargura, porque si había algo en este mundo que la enervaba por encima de todo era la mediocridad. Clara añoraba a los genios como un pájaro la infinitud del aire. Sin embargo, era capaz de comprender la razón de tanta vulgaridad. La profesión de él no consistía, como la de ella, en entregar cuerpo y espíritu. Jorge nunca había sentido aquel escalofrío completo, la fragilidad y el fuego de un modelo en las manos de un pintor experto; desconocía el nirvana de la Quietud, los latidos del tiempo en la parálisis de un salón, las miradas del público como acupuntura fría sobre la carne.

Ambos ignoraban adonde les conduciría aquella relación de camas y veladas. Probablemente a la ruptura. Jorge quería tener hijos. En ocasiones se lo decía. Ella lo miraba con dulce compasión, como un mártir miraría a quien le preguntara: ¿le duele? La única vida que le apetecía reproducir, respondía, era la de ella. «Cada vez que soy cuadro es como si me diera a luz a mí misma, ¿no comprendes?» Por supuesto que no la comprendía.

Quizá lo que más le agradaba de él era la utilidad de su carácter tranquilo y consejero. Incluso dormido, Jorge resultaba terapéutico: respiraba en su momento, las pesadillas no lo tensaban, no le daba miedo la oscuridad de un cuarto (a ella sí), te aleccionaba sobre la forma perfecta de descansar. Sus palabras eran cremas recetadas por un médico amable y su sonrisa un sedante exacto e instantáneo. Tan lejano de todo lo que ella hacía, y tan apropiado.

En aquel instante necesitaba mucha dosis de Jorge.

– ¿Estás segura de que no te engañan? -preguntó él, intentando mostrarse escéptico.

– Por supuesto que estoy segura. Esto va a ser lo más importante de mi vida. No sólo voy a ganar más dinero del que nunca he soñado, sino que voy a convertirme… estoy segura de que voy a convertirme en… en una… en una gran obra de arte. -Jorge se dio cuenta de que había vacilado: como si supiese que todo lo que podía decir quedaría muy por debajo de la realidad-. Hoy me aseguraron que dentro de veinticuatro mil años seguirá hablándose de m í -agregó en un murmullo-. ¿Puedes creerlo? Me lo dijo la mujer de la Fundación. Veinticuatro mil a ñ os. No puedo dejar de pensar en eso. ¿Te imaginas?

Acababa de hacerle un apresurado resumen de lo sucedido. Le habló de la visita de los dos hombres a GS y de su entrevista con Friedman el jueves. El trabajo de imprimación se lo habían repartido cinco expertos: el propio Friedman se ocupó del examen de su cabello y su piel; el señor Zumi, de los músculos y articulaciones; el señor Gargallo puso a punto su fisiología; los hermanos Monfort afinaron su concentración y sus hábitos. El primero la recibió en el sótano del edificio de Desiderio Gaos después de que la hubieron desnudado, destruido su ropa y hecho fotos para la compañía de seguros. La palpó minuciosamente. Su pelo -dijo- debía recortarse. Y era preciso recubrirlo con un gel capaz de admitir la pintura. La suavidad de su piel no le pareció la adecuada. Prescribió cremas. Anotó los rebordes, los frunces. Observó el hueso de su laringe al tragar, de qué forma se hacía patente el teclado de sus costillas, la reacción de los pezones a la presión y al frío, la personalidad de sus músculos. Luego exploró todos y cada uno de sus orificios y oquedades correspondientes con dedos y luces. «Evítame los detalles», rogó Jorge.

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