José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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La tarde declinaba. El cuadro llevaba una hora y media de desarrollo. Como colofón de su bacanal privada, la chica se masturbó: lenta, imperiosamente, de espaldas sobre la arena. Jorge no creyó que fingiera.

– Pero, entonces -continuaba narrando Edith en su castellano foráneo y musical-, después del éxtasis comienza a sentir hambre y sed. También frío. Y recuerda que el alimento, el agua y el vestido están dentro de la habitación. De modo que vuelve a deslizarse por el agujero, entra en el cubículo, come, bebe, se pone otra vez el traje de novia y vuelve a ser la chica casta y educada del principio. Y el cuadro vuelve a empezar después de un descanso. Está cargado de mensaje, ¿eh?

– Típico de Vicky Lledó -definió Pedro mesándose la barba-. La liberación completa de la mujer será imposible mientras el hombre siga chantajeándola con los aparentes beneficios del estado de bienestar.

Aquella noche el lienzo regresaba a Madrid en taxi. Jorge se ofreció a llevarlo (por fortuna, Pedro prefirió marcharse por su cuenta). Vestida con jersey, vaqueros y pañuelo al cuello, no le pareció menos excitante que desnuda, despeinada y bronceada de sudor y arena. Su ausencia de cejas y el brillo de su piel resultaban llamativos. Ella le explicó que estaba «imprimada». Era la primera vez que él oía esa palabra. «Imprimar significa preparar un lienzo para ser pintado», definió ella. Durante el trayecto, con las manos pegadas al volante, le hizo algunas preguntas y obtuvo algunas respuestas: tenía veintitrés años (a punto de veinticuatro) y era modelo de arte HD desde los dieciséis. A Jorge le deleitó su desenvoltura, su inteligencia, su forma de mover las manos al hablar, el tono suave pero decidido de su voz. Ella le explicó cosas fantásticas sobre su trabajo. «Los modelos de arte HD no son actores, no te confundas: son obras de arte y hacen todo lo que los pintores deciden que hagan, sí, todo, sin trabas de ninguna clase. El hiperdramatismo se llama así precisamente porque va m á s all á del drama. No hay fingimiento alguno. En el arte HD todo es real, incluyendo el sexo, cuando lo hay, y la violencia.» ¿Qué sentía ella haciendo todo eso? Pues lo que se suponía que debía sentir, lo que el pintor quería que sintiera. En el caso de La reina blanca: claustrofobia, libertad absoluta, incomodidad y regreso a la claustrofobia. «Increíble profesión», admitió él. «¿Y tú en qué trabajas?», preguntó ella. «Yo soy radiólogo», replicó él.

Después vinieron las citas, los paseos, las noches compartidas.

Si le hubieran pedido una palabra para resumir aquella relación, habría respondido sin titubeos: «Extraña y excitante».

Todo en ella le fascinaba. La forma en que se maquillaba a veces. Las esencias remotas con que se perfumaba en ocasiones. La lujuriosa elegancia de su vestuario. Su suprema indiferencia a la hora de exhibirse desnuda. Su bisexualidad sin tapujos. Los escandalosos ejercicios que a veces debía realizar cuando la pintaban. Y, sin embargo, pese a todo, su ingenuidad de actriz debutante. En ella, las contradicciones eran la norma. Él devoraba sus cualidades hasta empalagarse. Entonces añoraba un poco de sencillez. Beatriz se volvía sencilla tras espiar la copulación de sus bacterias. ¿Por qué Clara no podía serlo cuando se despojaba de la pintura? ¿Por qué esa terrible sensación de fetichismo, como si acostarse con ella fuera igual que besar un zapato de lujo?

Últimamente la obligaba a discutir: era su manera de obtener sencillez. «Todas las parejas discuten. Nosotros también. Conclusión: nosotros somos como todas las parejas.» La lógica de aquel razonamiento le parecía rigurosa. El último combate lo habían mantenido el día del cumpleaños de Clara, el 16 de abril. Salieron a cenar a un nuevo restaurante (candelabros, acordeones y platos que exigían una lengua flexible para ser nombrados) descubierto por él. Jorge cierra los ojos y puede verla con la apariencia que tenía aquella noche: un vestido de Lacroix en piel y una gargantilla con la firma del diseñador colgando de una anilla de plata. Todo eso y sólo eso, sin prendas íntimas, porque se exhibía desnuda por las mañanas en un cuadro de Jaume Oreste. La mirada de Jorge zigzagueaba desde aquella anilla al lomo de los pechos comprimidos por el escote. Los pechos respiraban como ballenas blancas, la anilla oscilaba como el ojo de buey de un barco. Por supuesto que estaba excitado (siempre lo estaba cuando salía con ella) pero también tenía ganas de destruir aquella suntuosa armonía. Era como la tentación que impulsa al niño a romper el plato más caro de la vajilla. Comenzó sibilinamente, sin desvelar sus verdaderas intenciones, aprovechando un giro de la conversación.

– ¿Sabías que «Monstruos» ha sido la exposición más visitada de la Haus der Kunst de Munich desde su inauguración? Me lo dijo Pedro el otro día.

– No me extraña.

– Y en Bilbao se están dando de hostias para llevar «Flores» al Guggenheim, pero dice Pedro que les va a costar un huevo. Y eso no es nada: según todos los pronósticos, la nueva colección que se presenta este año, «Rembrandt», va a superar a «Flores» y «Monstruos» en número de visitantes y precio de las obras. Algunos dicen que va a ser la exposición más importante de la historia. En fin, que tu «Maestro» ha conseguido que el arte hiperdramático sea uno de los negocios más lucrativos del siglo XXI…

¡Buen anzuelo, capitán Achab! Las dos simétricas ballenas se yerguen a la vez. El barco de plata retiembla.

– Y tú, como siempre, piensas que el mundo se ha vuelto imbécil.

– No, el mundo es imbécil desde sus comienzos, no es eso. Lo que ocurre es que no estoy de acuerdo con la opinión que la mayoría de la gente tiene sobre Van Tysch.

– ¿Cuál?

– Que es un genio.

– Es que lo es.

– Perdona, Van Tysch es un listo, que no es lo mismo. Mi hermano dice que el arte hiperdramático lo fundaron Tanagorsky, Kalima y Buncher a principios de la década de los setenta. Ellos sí que fueron artistas, pero no se comieron una rosca. Entonces llegó Van Tysch, que de joven había heredado una fortuna de una especie de pariente rico de Estados Unidos, inventó un sistema para comprar y vender los cuadros, creó una Fundación que gestionara sus obras y se dedicó a forrarse con el hiperdramatismo. Qué negocio más redondo, joder.

– ¿Y eso te parece mal?

Ella mostraba una insoportable tranquilidad. Acostumbrada a dominarse, usaba este dominio como ventaja frente a él. A Jorge le resultaba muy difícil alterarla, porque la paciencia de un lienzo es infinita.

– Lo que me parece es eso: negocio, no arte. Aunque, bien pensado, ¿no fue tu querido Van Tysch quien dijo esa parida de «el arte es dinero»?

– Y tenía razón.

– ¿Tenía razón? ¿Acaso Rembrandt es un genio porque sus cuadros valen hoy millones de dólares?

– No, pero si los cuadros de Rembrandt no valieran hoy millones de dólares, ¿a quién le importaría que fuera un genio? -Él se disponía a replicar cuando una imprevista gota de natillas (era el postre: crepes en forma de rollitos cebados de crema) fue a caer en aquel momento sobre su corbata (chof, capitán Achab, te ha cagado una gaviota), lo que le obligó a desplegar el irritante ritual de la servilleta mientras ella proseguía-. Van Tysch comprendió que para crear un nuevo arte sólo se necesita que produzca dinero.

– Ese razonamiento únicamente es aplicable a los negocios, querida.

– El arte es un negocio, Jorge -sentenció ella inmutable, y la llama de las velas, fotocopiada por sus ojos azules, parpadeó.

– ¡Dios mío, oigan ustedes la opinión de una obra de arte! ¿Así que, según tú, que eres un cuadro profesional, el arte es un negocio?

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