José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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– No lo digas. Seguro que me trae mala suerte si lo dices. Aún no lo sé con seguridad. Además, recuerda que en la Fundación hay varios artistas. Podría ser Rayback, Stein, Mavalaki…

– Pero… la colección «Rembrandt»…

– ¡Sí, sí, ya! ¡Esa colección es suya y aún hay tiempo de que yo sea uno de sus cuadros! ¡Pero, por favor, no lo digas! ¡Soy tan feliz con lo que tengo que no quiero pensar en nada más…!

Se miraron. Clara resplandecía bajo los tubos fluorescentes. Jorge se sentía un tanto oscuro. No compartía nada con aquella figurita alienígena, aquella porcelana a medio terminar (por Dios, le producía dentera ocular verla así, aquel amarillo era para sus ojos como una uña patinando sobre el encerado; hubiera estado dispuesto a añadirle esa capa de rosa carne que le faltaba). Comprendía su excitación, pero no podía dar un paso más. ¿Quién se lo reprocharía? Era radiólogo, tenía cuarenta y cinco años y el pelo encanecido y brillante como el algodón que imita la nieve en los abetos de Navidad, pero este rasgo constituía una de las dos únicas excepciones luminosas de su existencia. Su bigote era gris, por ejemplo. Y cinco años de matrimonio fracasado con una bióloga, Beatriz Marco, le habían convencido de que su vida no resplandecía más que su bigote. Clara era la otra excepción luminosa. La había conocido el año anterior, en primavera, un día en que el sol parecía empeñado en pintarlo todo de amarillo. Su hermano Pedro lo había invitado a un cóctel en casa de una coleccionista, una belga afincada en Madrid llamada Edith que deseaba mostrar al mundo su flamante adquisición: La reina blanca, la última obra de Victoria Lledó. Por aquella época, los trámites de divorcio traían a Jorge de cabeza. No le faltaba trabajo (su consulta de radiología se hallaba satisfactoriamente asediada), pero se encontraba más solo que el rey de ajedrez del bando perdedor. No imaginaba que conocer a La reina blanca cambiaría su vida. Un infalible sexto sentido («lo heredaste de tu padre», decía su madre) le hizo aceptar aquella invitación decisiva que su hermano había improvisado con el mero propósito de distraerlo.

Edith No-sé-quién-weke, pródiga en túnicas y perfumes, los paseó por su choza de La Moraleja enseñándoles su colección completa de obras hiperdramáticas: hombres y mujeres pintados y quietos, colocados en el salón, la biblioteca y la terraza. «¿Qué coño hacen ahí parados? -se interrogaba Jorge, abismado en la fatigada hermosura de los rostros-. ¿En qué piensan mientras los miramos?»Estaban llegando al jardín, donde se exhibía la obra de Vicky Lledó.

– Es una outside performance -dijo Edith, y se volvió hacia Pedro-: Aquí las llaman acciones de exterior, ¿verdad?

– ¿Qué significa eso? -preguntó Jorge.

– Son cuadros HD en los que las figuras se mueven y ejecutan cosas planeadas por el artista -repuso Pedro, didáctico-. Se llaman «exteriores» porque se exhiben al aire libre, y acciones porque se desarrollan cada cierto tiempo y se repiten en un ciclo continuo que nada tiene que ver con la presencia de público. Si se exhibieran como cualquier otro espectáculo y el público tuviera que acudir a una hora determinada para verlos, serían encuentros.

– Entonces, ¿esto es como un art-shock?

Edith y Pedro compartieron una sonrisa de complicidad.

– Los art-shocks, querido hermano, son encuentros interactivos, es decir, espectáculos con horario en los que el propietario del cuadro o sus amigos pueden participar si lo desean. La mayoría son de tipo sexual o violento y completamente ilegales. Pero no pongas esa cara de cabrón, macho, porque hoy no vas a tener tanta suerte: La reina blanca no es un art-shock sino una acci ó n no interactiva. O sea, un cuadro que hará algo cada cierto tiempo sin participación directa del público. En fin, lo más inocente de lo más inocente, ¿no es verdad, Edith? -La belga asentía con una risita afable.

Jorge se preparó para aburrirse. No sospechaba lo que estaba a punto de presenciar.

El jardín era amplio y se hallaba protegido de la curiosidad con un muro muy alto. La obra se exhibía sobre el césped. Era un cubículo sin techo con tres paredes blancas y un suelo de baldosas ajedrezadas. En la pared del fondo, a ras del suelo, se distinguía una abertura rectangular a través de la cual destellaba la hierba. En el interior del cubículo había una mesa, sillas, bocadillos, agua y una percha, todo de color blanco. Una muchacha de opulento pelo rubio vestida con un traje de novia muy blanco se recostaba lánguida sobre las baldosas. Rostro y manos resplandecían con lividez etérea. De pronto, mientras Jorge miraba, se puso a cuatro patas, gateó hacia la abertura, introdujo la cabeza, retrocedió, la introdujo otra vez. La imagen resultaba chocante, como una película surrealista.

– ¿Veis? -explicaba Edith-. Quiere salir por ese agujero, pero no puede, porque con el vestido de novia no cabe…

– La metáfora es simple -dijo Pedro-: está harta de vivir encerrada en el matrimonio burgués.

Inútiles esfuerzos por introducir los encajes festoneados. Retroceso. Vuelta a intentarlo. Cintura cimbreante, trasero en alto, caderas encajadas en el marco. Jorge sufría contemplándola: él se sentía, en cierto modo, en idéntica situación con Beatriz.

– La chica comprende -proseguía Edith- que tiene que quitárselo para lograr su propósito… Ah, mira: ahora se lo quita y lo cuelga de la percha… Vence sus prejuicios, por así decir, se desnuda y escapa… -Y, haciendo un gesto hacia sus invitados-: Vamos al otro lado del jardín para ver la continuación.

Su hermano tuvo que darle un codazo.

– Jorge nunca había visto un cuadro acci ó n en vivo -se reía Pedro.

– Es hermoso, ¿eh? -Edith guiñaba un ojo.

Se sintió caminando en sueños hacia la parte posterior del jardín, tras el cubículo. Había allí un espacio cuadrado recubierto de arena húmeda que también pertenecía a la obra. La muchacha yacía recostada sobre él. Parecía feliz. El sol estallaba en diminutos puntos de fulgor sobre su cuerpo pintado como en un lienzo de Seurat. Jorge (la boca abierta) nunca había visto una desnudez tan perfecta. Los pechos no eran muy grandes, pero sobresalían exactos en aquel torso con suaves peldaños de costillas. La ondulación del vientre era genuina, no un artificio de la contracción muscular. A él se le antojó que podía abarcar la cintura con sus manos. Las piernas derrochaban longitud: era fácil equivocarse al tornear piernas así, pero Jorge las exploró a cámara lenta con ojos radiológicos sin descubrir ningún defecto a todo lo largo del asfalto muscular. Ni siquiera los pies y las manos (siempre tan difíciles, ay, para un pintor y para la genética) resultaban erróneos: dedos largos y equilibrados, grosor justo, tendones que destacaban sólo para señalar que estaban vivos. Sus arquetipos culturales, sincronizados a la belleza de fines del siglo XX y principios del XXI, fueron unánimes: una obra maestra.

Pero no sólo la forma sino el gesto, las expresiones contradictorias de un rostro a la vez malicioso e ingenuo, el subrayado de las articulaciones, el uso de músculos que en cuerpos como el de Jorge dormían toda la vida hasta que las convulsiones de la agonía los despertaban (quizá). Era el conjunto más armónico que había contemplado en su vida. La muchacha daba vueltas rebozándose en arena fresca. Luego se levantó e inició una danza brutal -su pelo convertido en un torbellino de lingotes-, gritó y fabricó un taparrabos con hojas de morera ajustándolo a su elástica cintura. Durante todo aquel furioso ejercicio su piel exudaba pintura: un tono muy claro de limones exprimidos que su hermano definió como «amarillo gutagamba». En la mente febril de Jorge la palabra adquirió rumor de danza sagrada. Mientras entraba en la casa a por más bebida y regresaba velozmente al jardín para asistir a la continuación, murmuraba para sí: «Gutagamba. Gutagamba». Se convirtió en un ritmo obsesivo.

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