José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Zanjó sus convulsiones con un sorbo de agua fresca. Por Dios, cómo había dejado la moqueta del comedor de Roger. Un hombre tan estético como Roger (¿era verdad que había jugado la noche anterior al ajedrez con veinticuatro j ó venes haciendo de piezas?), y miren lo que ella acababa de depositar sobre su moqueta, zumo de rábanos estrellado sobre su terso suelo italiano. Briseida se veía obligada a apartar los pies para no rozar el charco, y de esta manera abría los muslos. Pero, como ya no la sujetaban, podía cubrirse con las manos. El Ordenador Bueno (¿o era el Poli Bueno?) aguardaba con una Montblanc de oro apoyada en su sien. La rubia y los soldados respiraban detrás del sillón, prestos para actuar. Una ventanita de Windows con el título «Poli Malo» se agazapaba en la esquina opuesta a la ventana de Briseida. Pero Poli Bueno le había dicho que Malo, por el momento, deseaba descansar.

– ¿Se siente mejor?

– Sí. ¿Puedo vestirme?

Un lapso de duda.

– Terminaremos pronto, se lo aseguro. Ahora dígame todo lo que sabe sobre Óscar.

Empezó con fluidez. Un sedal de palabras tranquilas y técnicas sobre arte (eso la ayudó a relajarse). No miraba a la pantalla mientras hablaba, tampoco al suelo (el vómito), sino a una fuente de fruta que había sobre la mesa, tras el ordenador: peras y manzanas verdes tan calmantes como una infusión.

– Lo conocí en el MOMA de Nueva York la primavera pasada. Vigilaba el Busto, un aguafuerte de Van Tysch. Supongo que conoce la obra, pero puedo describírsela… Es un estudio preparatorio para Desfloraci ó n… Una niña de doce años metida en un cubículo de color negro con una abertura. La abertura permite ver tan sólo su rostro y sus hombros pintados en grises tenues sobre la piel imprimada con ácidos, al estilo de los aguafuertes humanos. Para verla, los espectadores tienen que desfilar uno a uno, subir los dos peldaños frente al cubículo y situarse a un palmo de distancia de su rostro. La niña mira sin pestañear con ojos cubiertos de negro de Marte y su expresión es casi… casi sobrenatural… Es un cuadro increíble…

«La sensación es como asomarte a un confesionario y descubrir que el cura tiene el aspecto de tus pecados», había dicho un crítico hispano a propósito de Busto, pero Briseida obvió aquel comentario porque no deseaba dar clases magistrales sobre arte. La obra había causado gran sensación en su gira americana, debido, sobre todo, a que la exhibición de Desfloraci ó n había sido prohibida por un comité de censores en Estados Unidos.

– Óscar era el coordinador de la vigilancia de Busto. Un día me vio aguardando turno al final de la larga fila de gente. Yo había ido al MOMA para contemplar un Elmer Fludd que se exponía en la sala contigua, pero no quería marcharme sin echar un vistazo al aguafuerte de Van Tysch. El fin de semana previo me había caído jugando al baloncesto y usaba muletas. Al verme, Óscar se acercó en seguida y se ofreció a facilitarme el acceso a la obra. Empezó a pedir paso y me llevó hasta el cubículo. Se portó como un caballero.

– ¿Y se hicieron amigos? -preguntó el hombre.

– Sí, empezamos a vernos con más frecuencia.

Salían a dar grandes paseos, pero, casi de forma inevitable, recalaban en Central Park. A él le encantaban los árboles, el campo, la naturaleza. Era experto en fotografía de paisajes y tenía todo un equipo: réflex de 35 mm, dos trípodes, filtros, teleobjetivos. Conocía profundamente la luz, el aire y los reflejos del agua, pero la vida no le interesaba mucho a partir de los insectos hacia arriba. Óscar era verde como un tallo, quizá también un poco inmaduro.

– A mí me hizo fotos en todas partes: junto a los estanques, los lagos, dando de comer a los patos…

– ¿Le hablaba alguna vez de su trabajo?

– Poco. Que había sido vigilante en una galería de la cadena Brooke antes de ser contratado en el año 2000 por la Fundación Van Tysch de Nueva York, con sede en la Quinta Avenida. Que su jefe era una chica llamada Ripstein. Que ganaba un pastón pero que vivía solo. Y que odiaba esa manía estética de su empresa, como él la definía: por ejemplo, que le hubieran obligado durante un tiempo a llevar peluquín.

– ¿Qué le dijo respecto a eso?

– Que si él era calvo, o si se estaba quedando calvo, a nadie le importaba. Que por qué diablos tenían que ordenarle que usara peluquín. «Los jefazos están todos calvos, salvo Stein, y a nadie le importa -me dijo-. Pero los demás tenemos que parecer bonitos.» Y añadió que la Fundación Van Tysch era como una comida en un restaurante de diseño: mucha imagen, mucho sabor, mucho dinero, pero al salir aún te caben en el estómago un par de perritos calientes y una bolsa de papas fritas.

– ¿Eso le dijo?

– Sí.

¿El hombre había sonreído o era sólo un error de imagen?

– Decía también que no podía ver a las personas que custodiaba como obras de arte… Para él eran seres humanos, y algunos le daban mucha pena… Me habló de una tal… No recuerdo el nombre… Una modelo que se pasaba horas enteras encogida dentro de una caja en un original de Buncher, una de las «Claustrofilias». Me contó que la había custodiado varias veces, y que era una chica inteligente y agradable que en sus ratos libres escribía poemas al estilo de Safo de Lesbos…

«Pero ¿a quién coño le importa esa faceta suya? -se quejaba Óscar-. Para la gente, ella sólo es una figura que se exhibe desnuda dentro de una caja durante ocho horas diarias.» «Pero el cuadro es hermoso -replicaba ella-. ¿Acaso no son hermosas las "Claustrofilias", Óscar? Y el Busto… Una niña de doce años encerrada en un cubículo oscuro… Lo piensas y dices: "Qué barbaridad, pobre niña". Pero luego te acercas y ves ese rostro pintado de gris, esa expresión… ¡Por Dios, Óscar, es arte! A mí también me da pena encerrar a una niña en una caja, pero… ¿Qué podemos hacer si la figura que resulta es tan… tan hermosa? »

Teníamos discusiones de ese tipo. Yo terminaba preguntándole: «¿Y por qué sigues vigilando cuadros, Óscar?». Él respondía: «Porque me pagan como en ninguna otra parte». Pero lo que de verdad le gustaba era saber cosas sobre mí. Le hablé de mi familia en Bogotá, de mis estudios… Se entusiasmó con la idea de poder volver a vernos este año en Amsterdam, porque él tenía trabajo que hacer en Europa…

– ¿Le dijo qué clase de trabajo?

– Custodiar cuadros durante la gira de la colección «Flores» de Bruno van Tysch.

– ¿Le habló sobre eso?

– No mucho… Se lo tomaba como un encargo más… Me dijo que iba a estar un año en Europa y que los primeros meses los pasaría entre Amsterdam y Berlín… Me pedía que le hablara de mi investigación… Le encantaba saber que Rembrandt coleccionaba cosas como cocodrilos disecados, familias de conchas, collares tribales y flechas… A mí me interesaba, por otra parte, conseguir un permiso para visitar el castillo de Edenburg, y pensé que él podría ayudarme.

– ¿Por qué quería usted visitar Edenburg?

– Para ver si era verdad lo que dicen sobre Van Tysch: que colecciona espacios vacíos. Los que han estado en Edenburg aseguran que en el castillo no hay muebles ni adornos, sólo habitaciones desnudas. No sé si será cierto, pero pensé que podía constituir un buen… un buen colofón para mi trabajo…

– En Amsterdam siguió viendo a Óscar, ¿verdad? -inquirió el hombre.

– Una sola vez. El resto fueron llamadas telefónicas. Él no paraba de ir con la colección de Berlín a Hamburgo, de Hamburgo a Colonia… No tenía mucho tiempo libre. -Briseida se frotaba los brazos. Sentía frío, pero trataba de concentrarse en las preguntas.

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