José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Y aun así, hubo de admitir que el maquillaje y la mezcla de verdes (chaqueta-pantalón, guantes-boina, ojos - sombras) eran perfectos. ¡Pasarela paramilitar! ¡Terrorismo pr ê t - à - porter! ¿Qué impide que los comandos especiales de la policía, el ejército o quién sabe qué otra imprevista mierda armada se adapten a la moda de los tiempos?, se preguntaba.

La rubia seguía invitándola a levantarse. Consultó a Roger con la mirada, que movió la mano como queriendo decir: «Ve, ve tranquila», y se levantó de la cama sin dejar de observar a todos los presentes.

«¿Son ladrones o polis? ¿Vienen a secuestrar a Roger? Veamos. Hagamos un recuento. Estuvimos anoche en esa fiesta…»Dios, cómo le dolía la cabeza. No podía pensar. Quizá se debiera a la mezcla de alcohol, hachís y pastillas que había probado en casa de los Roquentin. Además, la escena era tan curiosa que el terror que comenzaba a patalear dentro de su pecho tenía aún el bozal puesto. Todo había sido sabiamente preparado por el Dios del Arte: una combinación de lo fascinante -rubia en vestido de camuflaje-, lo ridículo -Roger y ella en pelotas, pegajosos de sueños densos- y lo absurdo -la chica maquillada de modelo con traje militar-; un cezannesco equilibrio verde cobalto, verde soldado, verde turquesa, verde tapete, verde manzana de las paredes del dormitorio. Si tuviera que morir joven, pensaba Briseida, escogería aquel preciso instante verde: y quizás, ah, la llama de la pistola brotara como una habichuela luminosa y su torso castaño (armonizado con el color jungla del vestido de camuflaje) surtiera agua de estanque con verdina cortada a cepillo.

Lástima que la impresión estética se pierda un poco cuando la rubia la empuja hacia los hombres que aguardan en el comedor.

La agarraron de los brazos con fuerza vertiginosa y la sentaron en un sillón frente a lo que parecía ser un ordenador portátil apagado. Briseida había gritado durante el trayecto quebrando, sin duda, cierto código de silencio, porque segundos después oyó palabras en francés y ruidos procedentes del dormitorio y palabras en holandés y más ruidos en el comedor. Pero las siguientes palabras fueron en inglés y dirigidas a ella.

– No vuelva a gritar -dijo Rubia-Ojos-Fascinantes inclinándose junto a su oído-. Y no intente levantarse.

No hubiera podido hacerlo, aun de haberlo deseado: dos pares de guantes de hierro la hundían en el asiento.

– Aquí tiene un vaso de agua. Puede beber, si quiere. Voy a pulsar una tecla de este ordenador y en la pantalla aparecerá una persona que le hará unas cuantas preguntas. Hable en voz alta y clara. No deje sin contestar ninguna pregunta y no demore en hacerlo. Si no sabe la respuesta o desea reflexionar, dígalo. Sabemos que domina el inglés, pero si no comprendiera algo, dígalo también.

La rubia pulsó una tecla y apareció el rostro de un hombre mayor, calvo, con canas junto a las orejas. En un recuadro del ángulo superior izquierdo los bytes convocaron a una muchacha de piel atezada, cabellera color carbón, pómulos elevados y labios carnosos aferrada por cuatro manos enguantadas a los hombros y los brazos, con los pechos desnudos. Se dio cuenta de que era ella. La estaban filmando y transmitiendo las imágenes en tiempo real a quién sabe qué jodido rincón del planeta. Un temporizador destacaba en el ángulo opuesto desgranando los segundos. «Síndrome alucinatorio como consecuencia de consumo desordenado de tóxicos»: así definía Stan Coleman, su inolvidable, adinerado (y cabrón) profesor de Arte Contemporáneo de Columbia todas las cosas extrañas que acontecían después de una orgie de drogas blandas. Tenía que tratarse de eso. Aquello no podía estar sucediéndole.

– Buenos días, señorita. Disculpe si la hemos molestado, pero necesitamos saber algo con urgencia y contamos con su generosa colaboración.

El hombre hablaba inglés con innegable acento continental, quizás alemán u holandés. En la parte inferior, tachando el cuello y el nudo de su corbata, aparecieron las frases subtituladas en francés y alemán. Briseida no necesitaba de más idiomas para sentirse aterrorizada.

– Sabemos muchas cosas sobre usted: veintiséis años, nacida en Bogotá, licenciada en Arte por una universidad de Nueva York, su padre trabaja como agregado cultural de su país en la ONU… Veamos… Me he perdido… -El hombre inclinó la cabeza y por un instante la pantalla fue un mapamundi pulido por su calvicie-. Está realizando un trabajo para la universidad… Tema: el coleccionismo entre pintores… Este año ha residido en los Países Bajos para estudiar la colección de objetos que guardaba Rembrandt en su casa de Amsterdam. Ahora se encuentra en París, con nuestro buen amigo Roger. Levin, y esta noche estuvieron juntos en la fiesta de Leo Roquentin… Todo eso es correcto, ¿verdad?

Briseida se disponía a decir «sí» cuando el hada madrina de la informática disolvió la imagen entre fogonazos verdes y surgió otra cara: una mujer delgada con el pelo cortado a lo gar ç on y gafas negras. Las letras de sus subtítulos iban en verde.

– Hola, yo soy el policía malo. -Su acento era más británico que el del hombre y su voz más inquietante. Su sonrisa parecía la hoz de una guadaña-. Sólo quiero saludarla. Menuda choza la de Leo Roquentin, ¿verdad? El salón es del siglo XVIII, según creo, y los frescos del techo están pintados por el maestro Luc Ducet y representan la historia de Sansón y Dalila. En el ala oeste, en una sala con dos globos terráqueos, se describe todo el diluvio universal, desde la construcción del arca hasta el regreso de la paloma con la rama de olivo en el pico. Conocemos mucho a Leo Roquentin… Su colección de arte HD también es buena, sobre todo los Elmer Fludd de la sala principal. Pero eso es tan sólo la punta del iceberg. ¿Participó usted esta noche en el art-shock que se celebraba en el inmenso sótano bajo la mansión? Se llamaba Art- É checs y era de Michel Gros, para veinticuatro jóvenes de ambos sexos y material plástico… Las figuras, desnudas por completo y pintadas en diversos tonos de verde, hacen de piezas de un tablero de ajedrez de treinta metros cuadrados y los invitados sugieren movimientos. Las piezas comidas pasan a disposición de los invitados. Se permite cualquier exceso con ellas. ¿No jugó…? Pero, claro, su amiguito Roger no le habrá contado nada. Usted se habrá limitado a ver los cuadros de arriba: el art-shock era para gente selecta. Leo los deslumbra con encuentros interactivos y luego les propone suculentos negocios con cuadros aún más prohibidos.

¿Decía la verdad aquella mujer? Era cierto que Roger se había ausentado un buen rato para charlar con Roquentin mientras ella vagaba de una esquina a otra sobre alfombras verdes, en el interminable billar de invitados, contemplando los magníficos óleos de Elmer Fludd. Después, cuando él regresó, ella le dijo que parecía un poco nervioso. El cuello de su camisa estaba desabrochado. «Un art-shock en forma de juego de ajedrez con piezas humanas…», pensó. ¿Por qué Roger no le había dicho nada? ¿Qué se movía en el subsuelo del mundo, bajo los pies de la gente rica?

La mujer hizo una pausa y volvió a sonreír de aquella manera tan desagradable.

– No se preocupe: los hombres son siempre iguales. Les encanta guardar secretos. Las mujeres, sin embargo, somos más sinceras, ¿no cree? Yo espero, al menos, que usted lo sea, señorita Canchares. Voy a dejarla con mi amigo el Poli Bueno, que le hará algunas preguntas. Si sus respuestas nos convencen, desenchufaremos el ordenador, nos marcharemos a casa y todos tan amigos. En caso contrario, el que se marchará será Poli Bueno y regresará Poli Malo, que soy yo. ¿Me ha comprendido?

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