– A mí no me va -le dijo Vicky-, pero es que me lo han regalado. Si quieres, quédatelo.
Antes de hablar de la obra, Vicky realizó uno de sus clásicos interrogatorios rápidos.
– ¿Qué signo eres?
– Aries -dijo Clara-. Nací el 16 de abril.
– Nos llevaremos mal. -Y desgarró el aire con sus uñitas pulcras-. Soy Leo.
Pero se llevaron bien, al menos al principio. Le contó el propósito que tenía en mente para Si é ntate. Yoli y Clara estarían sentadas sobre un andamio a seis metros de altura, pintadas en crudo, en actitud amorosa. El cuadro era un encargo para una mansión de Provenza sobrecargada de obras. A Vicky se le había ocurrido la idea de destacar su pintura por encima de las demás situándola en el techo. Pasarían allí un mes y cabía la posibilidad de que se exhibieran de forma permanente. Ello requeriría mucho esfuerzo y un equipo de mantenimiento de gran calidad, pero conllevaría una verdadera fortuna para las tres. «Qué bien me vende la moto», pensó Clara. Aceptó el trabajo y comenzó a ser abocetada al día siguiente.
Dos semanas después de aquel primer encuentro, durante una de las sesiones, sucedió algo. Vicky la estaba silueteando y deslizaba con suavidad la mano embadurnada en pintura color crudo por el contorno de su muslo. Al llegar a la rodilla, Clara notó la diferencia de presión, el silencio extenso, la inmovilidad, el cosquilleo sobre la piel pintada.
– ¿Te gustan las mujeres, Clara? -preguntó Vicky de repente, con toda tranquilidad.
– Me gustan algunas mujeres -respondió Clara con idéntica calma.
Estaba desnuda, pintada a medias en varios tonos, sentada sobre sus talones en el estudio de Vicky. Vicky llevaba puesto su uniforme de trabajo: camisa sucia y desabrochada y pantalones de chándal.
La mano aún seguía en su rodilla.
– ¿Has tenido experiencias con mujeres?
– Ajá -dijo Clara-. Y con hombres -agregó.
No resultaba extraño en un lienzo, y ambas lo sabían. Para una pintura era sencillo amar a otro cuerpo, fuera cual fuese: las barreras se volvían borrosas, los límites se perdían.
– ¿Te acostarías conmigo? -preguntó Vicky entonces.
A Clara le gustó ese suave susurro y la armonía del rubor de Vicky que, por un instante, pintó mucho más su rostro que el de Clara.
– Sí -dijo.
Vicky la miró y siguió pintando. Su mano se movía con pulcritud distribuyendo el color crudo por el contorno de la rodilla. Clara nunca supo cuándo ocurrió. Un momento antes había arte, técnica y gesto de pintor; un momento después, sensación, jadeo, abrazo de amante. Y la pincelada, de súbito, se hizo caricia.
Más tarde, cuando la relación entre ambas ya era una realidad, Vicky le reprochó que hubiera respondido con tanta calma. Lo utilizaba en su contra cuando se enfadaba con ella. «Dijiste que sí como si te hubiera ofrecido hacer parapente por la noche. Dijiste que sí como si te hubiera invitado a conocer a un premio Nobel de Física. Venga, vamos a probar, dijiste. No había verdadero amor ni sinceridad en tu declaración.» «Verdadero amor, no -replicó Clara-; sinceridad, sí.» «No tienes sentimientos», sentenció Vicky. «Procuro disimularlos: soy una obra de arte», repuso Clara. Y agregó: «Y tú eres una artista y no puedes esconderlos. Incluso te los inventas si no los tienes». Si é ntate fue exhibido en Provenza de forma permanente. Fue un período agotador: disponían de unas cuantas horas para descansar, comer y reponerse antes de regresar al andamio. Este lapso era variable, ya que estaba supeditado a la vida del comprador, las visitas que recibía o las fiestas que organizaba. El equipo de mantenimiento era muy bueno, pero pese a todo ambas figuras terminaron extenuadas. Sin embargo, la experiencia fue maravillosa para Clara. Ese mismo año, Vicky la pintó en cinco obras más, las primeras en pareja y el resto en solitario: El beso, Instante, Doble o nada, Ternuras y El vestido negro. Fuera del trabajo, su obsesión por Clara no cesaba: la llamaba por las mañanas, por las noches, lloraba en su hombro, le contaba intimidades repentinas sobre la frialdad de su padre (que era cirujano) o el desinterés de su madre (profesora de universidad) por su carrera de pintora. Según qué días, se consideraba «una mierdosa hija de papá» o la inmerecida víctima de «un matrimonio de pijos». Pero todo esto terminaba cuando se ponía a trabajar. En la cama podía ser una alma sensible pero con las manos sucias de pintura se convertía en una criatura de fuego capaz de dibujar sobre un cuerpo de mujer cosas grandiosas. Sin embargo, Vicky-humana y Vicky-artista no eran compartimentos estancos. Mientras que Vicky-humana se enamoraba de las modelos de sus cuadros, Vicky-artista utilizaba aquel amor para pintarlas. Era una característica curiosa, pero Clara ignoraba si pertenecía a su temperamento o a su modo de trabajar.
2004 fue el año Vicky, al menos para Clara: un torrente del que sólo cabía alejarse o dejarse arrastrar. Era de esa clase de personas que se consumen cuanto más brillan, como las velas. Lo peor eran sus celos. Pero, por aquella época, ni siquiera tenía motivos. Clara había abandonado a Gabi Ponce, su primer novio y su primer pintor, y vivía sola en el ático de Augusto Figueroa. Tampoco se relacionaba ya con Alexandra ni Sofía Lundel, las dos amigas con las que alguna vez había compartido cama. Y todavía no había conocido a Jorge Atienza. Sin embargo, Vicky no sólo inventaba sentimientos sino también motivos. Una noche armó una escenita en un restaurante en el que cenaban juntas a propósito de una pintora italiana que había invitado a Clara a trabajar en un art-shock con otros tres lienzos femeninos. Vicky le dijo que no aceptara, y cuando Clara no le hizo caso tiró los cubiertos al suelo y empujó al maître, que acudía solícito, como el buen pastor, a calmar a su rebaño. Horas después llamó a Clara para reconciliarse: «Había bebido demasiado, perdóname. -Y, sin transición, Vicky-artista tomó la palabra-: Quería decirte que tu rostro hoy, en el restaurante… Dios mío, tu palidez mientras yo te gritaba… Clara, por favor, déjame usar esa palidez… Esos ojos con que me mirabas hoy…».
Se había inspirado. En tres semanas tuvo listo el nuevo cuadro. Clara, pintada de marfil con sombras cerúleas, yacería bocabajo sobre un manto de terciopelo, una tela idéntica a la del traje que llevaba puesto la tarde en que se conocieron, y su rostro adoptaría la palidez natural de su disgusto. Vicky pensaba titularlo Ternuras. Durante el ensayo hiperdramático representaron la escena de la pelea en el restaurante tal como la recordaban. La pintora quería atrapar aquella palidez huidiza de sus mejillas, pero Clara no se sentía a gusto mezclando el arte con la vida real. Al fin, Vicky se enfadó de verdad y empezó a insultarla. De repente, en medio de sus propios gritos, se detuvo y se abalanzó sobre el rostro de Clara. «¡Así! ¡Tu palidez de nuevo! ¡Esto es lo que busco!», exclamaba desaforada. Y Vicky-artista tomó las riendas.
Un día, Clara le reprochó aquel desmedido abuso de los sentimientos reales para pintar sus cuadros. Vicky sonrió de forma extraña.
– Haría cualquier cosa por el arte, tía -le dijo-. Cualquier cosa. Por encima del arte no me mola nada: ni sentimientos, ni justicia, ni piedad, ni familia, ni salud, ni amor, ni dinero… Bueno -reflexionó-, quizás el dinero. El dinero sí. El arte es dinero.
Ternuras fue adquirido por un coleccionista madrileño al doble de su precio real. Clara se exhibió en su casa todo un mes.
A principios de 2005, Vicky intentó matarse con una sobredosis de heroína, pero no fue a causa de Clara sino de su nuevo amor, Elena Valero, con la que Clara había trabajado en Instante. El día en que la ingresaban en la UVI de La Paz llegaba la noticia de que la Fundación Van Tysch le concedía el premio Max Kalima por toda su obra. Aturdida bajo los efluvios del oxígeno, Vicky escuchó la buena nueva de labios de una enfermera. Cuando se recuperó, afirmó haber recobrado también la estabilidad sentimental. Planeaba un nuevo cuadro con Clara para finales de año, pero ya no la llamaba con la frecuencia de antes. Después de La fresa no habían vuelto a verse. Clara ignoraba lo que sentía por ella: ¿estaba enamorada de Vicky o sólo admiraba su genialidad? Lo cierto era que quería olvidarla pero no podía. En ocasiones, se veía a sí misma recostada sobre el terciopelo en el salón del coleccionista de Ternuras, la rodilla izquierda flexionada sobre el vientre, el talón en dirección a su sexo, los ojos cerrados y el rostro convulso en esa «palidez color disgusto» que Vicky le había extraído, mientras pensaba que todo aquello era el único rastro que la pintora había logrado dejar al desaparecer de su vida: una textura de terciopelo, unas mejillas exangües.
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