El señor Zumi, un japonés misterioso y lacónico, la atendió en la primera planta cuando Friedman terminó con ella. Allí había un gimnasio, de cuyos aparatos Clara colgó durante varias horas. Zumi sorprendió cierta laxitud en sus cervicales y tendencia a acumular ácido láctico en las piernas. Envuelta en sudor, ella lo veía sonreír en silencio ante cada siniestra tortura: equilibrio sobre un solo pie, colgada del techo por los tobillos, de puntillas en una plataforma, doblando la espalda, levantando los brazos con pesas atadas a sus bíceps. Dos horas después, el agotado material pasó a manos del señor Gargallo, en la tercera planta. Gargallo era especialista en reacciones fisiológicas de lienzos, y coleccionaba un sinfín de experimentos filmados, una videoteca en DVD absolutamente repugnante. Estaba convencido de su propia inutilidad.
– La única víscera que importa es la única en la que no soy experto -le dijo a Clara, y se señaló la cabeza-. Por suerte, soy experto en la segunda más importante. -Se señaló la entrepierna.
Era un tipo afable, adiposo y amarillento, con barbita de chivo y gafas redondas y sucias. Comenzó advirtiendo que todo su trabajo era «una guarrada imprescindible». «Ya nos gustaría, ya, ser puros objetos de arte como un lienzo de tela o un trozo de alabastro -filosofaba Gargallo-. Pero somos vida. Y la vida no es arte: la vida es asquerosa. Mi tarea consiste en impedir que la vida se comporte como vida.» Sus ejercicios fueron otra pesadilla: el material -ella, inmóvil y desnuda- tuvo que soportar cuerpos extraños en los párpados espolvoreados con una pipeta; cosquilleo de plumas por remotos pliegues; drogas que removían al unísono vientre y vejiga o modificaban el ánimo, aumentaban o disminuían la excitación sexual o provocaban dolor de cabeza; sustancias que desplomaban la tensión o hacían sentir frío, calor o picores (esas ganas de rascarse, Dios mío, prohibidas para cualquier cuadro); el vértigo del hambre intensa; la rugosa maldición de la sed; el punzante asedio de los insectos y otras alimañas -«en los cuadros de exterior es frecuente que trepen por las piernas», decía Gargallo-; el cansancio extremo y el sueño, esa apisonadora de la conciencia que derrota la voluntad de cualquier cuadro permanente. Gargallo probaba nuevas molestias, ajustaba aquí y allá cuando veía que el material fallaba, indicaba pastillas en algún caso, anotaba incidentes.
La dejaron descansar unas cuantas horas y, aún agotada, tuvo que subir a la quinta planta y entregarse a Pedro Monfort. «Empecé en un sótano y voy a terminar en el ático», pensó con un cerebro extenuado pero decidido a resistir. Los Monfort eran hermanos, él muy joven y ella madura. Se dedicaban a la imprimación de pensamientos, trabajo noble donde los haya, y sin embargo no parecían felices. De hecho, Pedro Monfort se humillaba ante especialistas como Gargallo. Era un tipo de aspecto intelectual y rostro mal afeitado a quien le gustaban los silencios largos y trufar las frases de obscenidades.
– Las únicas cosas que importan son el coño y la polla -soltó de repente ante una fatigadísima Clara-. Te lo digo yo, que conozco muy bien el cerebro.
Afirmaba igualmente que la concentración era imposible.
– Sólo podemos concentrarnos distrayéndonos. Ya sé que a los lienzos se os enseña otra cosa en la academia, pero los métodos de las academias me los paso yo por los cojones. Observa a los niños mientras juegan. Están muy concentrados en lo que hacen. ¿Por qué? ¿Porque realizan un «esfuerzo de concentración» o porque están jugando? Es obvio, coño: están concentrados porque se distraen, porque gozan. Es absurdo que te esfuerces en concentrarte en la Quietud. Lo que debes hacer es gozar.
Era una de las palabras que más repetía. «Goza», decía, proponiendo un nuevo ejercicio mental.
Marisa Monfort, madura, de cabellera teñida y ojos enterrados en rímel, recibió los últimos restos de Clara en la séptima planta. Su despacho era oscuro y ella tampoco parecía feliz. Dos serpientes tatuadas ilustraban el dorso de sus manos, segmentados por el ábaco de incontables pulseras amarillas. Se sujetaba las sienes al hablar como si pulsara dos botones. «Lo mío es la memoria, niña -le dijo-. Las costumbres aferradas a nuestro yo que tanto estorban el trabajo hiperdramático.» La hizo entrar tres veces a su despacho y analizó los gestos. Le preocupó su excesiva tendencia a repetirse. Por fortuna, no descubrió ningún vicio «de esos que estropean la calidad de un buen material»: un tic, comerse las uñas, la tosecilla que nos invade cuando estamos nerviosos, las posturas de defensa. La asedió con situaciones imaginarias. Le mostró fotos obscenas o terribles. Valoró muy bien su ausencia de pudor. En cambio, fue rotunda con las conductas ilegales: Clara no podía cometer un pequeño delito sin que su conciencia protestara.
– Niña, niña: para ser un gran cuadro es preciso saltarse todas las barreras -le reprochó Marisa Monfort con acento de sibila-. No sabes en qué mundo te estás metiendo, niña. Ser una obra maestra tiene algo de… de inhumano. Debes ser más fría, mucho más fría. Imagina un tema de película de ciencia-ficción: el arte es como un ser de otro planeta y se manifiesta a través de nosotros. Podemos pintar cuadros o componer músicas, pero ni el cuadro ni la música nos pertenecerán, porque no son cosas humanas. El arte nos usa, niña, nos usa para poder existir, pero es como un alienígena. Debes pensar eso: no eres humana cuando eres cuadro. Imagínate un insecto. Un insecto muy extraño. Imagínate así, como un insecto, capaz de volar, chupar flores, ser fecundada por la trompa de un macho y envenenar a un niño con tu aguijón… Imagínate ser ese insecto ahora mismo.
Clara se lo imaginaba, pero era incapaz de comprender lo que el insecto pensaba.
– Cuando sepas lo que el insecto piensa -le dijo Marisa Monfort-, serás una buena obra de arte.
En la octava planta estaba el taller de imprimación. Fotografías ampliadas de grandes éxitos de F &W lo decoraban: un lienzo acuático de Nina Soldelli, la fabulosa Kirsten Kirstenman de pie en un interior de salón, la sorprendente figura femenina de cabello en llamas de Mavalaki y un exterior de Ferrucioli sobre un acantilado, todas ellas obras imprimadas por F &W. Allí escuchó, por fin, el gélido dictamen de Friedman: la aceptaban con reservas. Era buen material, pero tendría que mejorar. Una mujer con acento sudamericano (reconoció la voz: era la mujer que la había tensado por teléfono) le mostró el contrato. Cuatro hojas en papel turquesa con el epígrafe «The Bruno van Tysch Foundation, Department of Art». Apenas pudo creerlo. La alegría la inundaba. El contrato era por un año. La paga (cinco millones de euros) se efectuaría en dos plazos: la mitad ya estaba ingresada en su cuenta, el resto se abonaría al finalizar la obra. A ello se sumaría el porcentaje por la venta del cuadro y el alquiler mensual. Se incluían un seguro a todo riesgo y dos anexos: uno de dedicación exclusiva y otro de compromiso mediante los cuales ella hacía constar que nunca se prestaría a ser falsificada. Un tercer anexo la obligaba a dejarlo todo en manos del Departamento de Arte. Arte podía hacer cualquier cosa con ella, porque Arte era Arte. Lo que Arte iba a hacer con ella sólo lo sabía Arte, pero, fuera lo que fuese, ella tendría que aceptarlo. El pintor que la contrataba era de la Fundación, pero ella no conocería su identidad hasta que el trabajo comenzara. Clara firmó los cuatro papeles.
– Qué locura -rezongó Jorge.
– No tienes ni idea de cómo funciona esta movida. Todo se rige por el secreto más absoluto. Rembrandt, Caravaggio, Rubens y otros grandes maestros tenían sus «secretos de oficio», ¿no?: fabricación de colores, elección de lienzos… Pues los pintores modernos también los tienen. De esa forma impiden que otros copien sus ideas.
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