José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Otro hombre se había sumado al grupo, pero permanecía lejos, junto a la puerta del fondo, apoyado en la pared con los brazos cruzados, en actitud de estar esperando a que los demás terminaran antes de intervenir. Su pelo era rubio platino, su mandíbula firme y sus gafas reflectantes. Parecía un ario cabreado, y quizás eso era justamente lo que era. El cable de un auricular florecía en su oreja derecha. Clara advirtió la tarjeta roja de su solapa: se trataba de un agente de Seguridad. «Tengo que irlos conociendo: la tarjeta azul oscura es de Conservación, la roja de Seguridad, la de Arte es turquesa…»

– Todo listo -dijo la mujer-. Feliz estancia en Holanda en nombre de la Fundación Bruno van Tysch. Por favor, acuda a nosotros para cualquier duda, cualquier problema, cualquier cosa que necesite. Dispondrá de un teléfono para llamar a Conservación. Puede hacerlo a cualquier hora del día o de la noche. Nuestros compañeros estarán encantados de atenderle.

– Gracias.

– Ahora la dejamos en manos del personal de Seguridad. Debo advertirle que Seguridad no va a hablar con usted, así que no pierda el tiempo haciéndole preguntas. Pero a nosotros puede dirigirse siempre.

– ¿Y Arte? -preguntó ella.

El efecto que produjeron aquellas simples palabras fue sorprendente. Los ojos de la mujer se dilataron; los hombres se volvieron hacia ella e hicieron gestos; incluso el agente esbozó una sonrisa. Fue la mujer quien habló.

– ¿Arte…? Oh, Arte hace lo que quiere. Arte va a lo suyo, no sabemos nadie a qué va ni podemos saberlo.

Clara recordaba los largos silencios telefónicos durante su tensado y las cláusulas del contrato que había firmado.

– Comprendo -dijo.

– No, no -replicó la mujer inesperadamente-. Nunca comprenderá.

Le entregaron unos patucos de plástico que se calzó sin perder tiempo. Estaba íntegra y no era cosa de estropearse en el último instante. Luego volvieron a ponerle la túnica de plástico. Se fijó en que no le devolvían el top y la minifalda, pero no le importó. La túnica se adaptaba con suavidad a su cuerpo desnudo. El hombre de Seguridad se puso en marcha y Clara lo siguió caminando despacio, el plástico susurrando con sus movimientos. Salieron por la puerta del fondo. Al atravesar la habitación contigua creyó entrever, en un fugaz parpadeo, a un viejo desnudo con el cuerpo imprimado y etiquetas amarillas. Los ojos del viejo eran brillantes. A ella le hubiera gustado detenerse un instante y conocerlo, pero el hombre de Seguridad se alejaba imperturbable. Poco después salieron a una silenciosa zona de aparcamientos privados. En el vehículo en el que iba a viajar había espacio más que suficiente para ella. Se trataba de una furgoneta de color oscuro con una entrada trasera y dos delanteras. Carecía de ventanas en la parte de atrás, de modo que el lienzo se hallaba a resguardo de miradas indiscretas. En la zona posterior los asientos eran opcionales, y los habían retirado todos salvo el suyo, ampliando aún más el área. Clara podría haberse estirado recostada en el suelo sin que sus pies tocaran al conductor, pero los cuatro cinturones de seguridad que emergían de los laterales, y con los que fue atada por las manos enguantadas del agente, le impedían siquiera separarse del respaldo.

Fue un trayecto breve como un sueño. Distinguió rectángulos verdes con indicadores a través del cristal delantero: «Amsterdam», «Haarlem», «Utrecht»; flechas; líneas; señales fosforescentes. La noche estaba rayada de postes de tendido eléctrico, o quizás eran telefónicos, que reflejaban los fugaces faros del vehículo. El hombre de Seguridad conducía en silencio. Pronto se percató de que no se dirigían a Amsterdam. Las luces que había visto al salir del aeropuerto de Schiphol comenzaban a desertar, lo cual significaba, sin duda, que habían tomado un desvío. Estaban en pleno campo. Algo muy frío se agitó en su estómago. Por un instante se dejó invadir por absurdos pensamientos. ¿Acaso se dirigían a Edenburg? ¿La recibiría esa misma noche el Maestro? Pero ¿y si todo era un sueño y no la pintaba Van Tysch, como había estado imaginando desde que supo quiénes la contrataban? Se reprochó a sí misma por aquel delirio. Un buen cuadro no deb í a emocionarse. Tenía demasiada experiencia. Era un lienzo de veinticuatro años, por Dios, había empezado trabajando en The Circle y Brentano la había pintado en tres ocasiones. Ocho años de oficio eran demasiados para caer en la trampa de sus propios nervios, ¿no te parece? No, no digas: «Procuraré calmarme. Debes sentirte ajena a todo lo que ocurre». ¿Cómo decía Marisa Monfort? Como un insecto. Como alguien que ha olvidado su nombre. Lienzo de lino trenzado de líneas blancas. Alguien dijo alguna vez que los recuerdos eran líneas sobre la blancura: vamos a borrarlas, vamos a ser distintos, vamos a no ser.

No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando empezó a notar que la velocidad de la furgoneta aminoraba. Vio árboles macilentos a la luz de los faros. Una vereda. Advirtió de refilón carretillas, rastrillos, cubos, accesorios que le recordaron los útiles de jardinería con que su padre solía entretener los veranos en Alberca. El agente de Seguridad detuvo el vehículo frente a una valla. Luego se bajó, abrió la cancela, regresó a la furgoneta y condujo hasta el interior. Poco después había aparcado y desatado los cinturones del asiento de Clara. Cuando ella pisó con su zapato de plástico el terreno de grava, supo que aquello no era, evidentemente, Edenburg. Pero tampoco parecía ninguna otra ciudad. Los faros enfocaban una especie de huerto. A izquierda y derecha, la noche se adivinaba imperfecta, civilizada, hilada de líneas que tal vez delataban la presencia de casas o industrias, o quizás algún tipo de aeropuerto o pueblo pequeño. La temperatura era fresca y el viento tiraba de los bordes de su túnica. La luna era un alambre curvo y cortado. Percibió un olor: a bosque y pantano. Aquel perfume de tierra se convirtió en algo nítido en su boca, como si lo saboreara. Se apartó una gavilla de pelo de los ojos sin pestañas. Su sombra en la grava, a sus pies, era oscura y torneada.

El hombre de Seguridad la aguardó y caminaron juntos hacia la casa, que era pequeña, de una sola planta, con porche de madera y aspecto indefinido, como si estuviera esperando su presencia para comenzar a existir. Los grillos radiaban su morse nocturno. «Todo esto será muy bonito cuando amanezca, supongo, pero ahora impone un poco», pensó. Subieron la breve escalera, y el tableteo de los zapatos del hombre sobre la madera le recordó una película de terror que había visto hacía muchos años con Gabi Ponce.

Unas llaves destellaron. El interior olía a ambientadores de baño. Había un breve vestíbulo con escalones a la derecha; a la izquierda, una puerta cerrada. Los interruptores de todas las luces se encontraban en la entrada, detalle este que Clara percibió en seguida. El hombre los pulsó, las estancias se iluminaron por completo y se desveló lo que parecía ser parte de un salón más allá de los escalones: paredes blancas, puertas en crudo, un gran espejo de cuerpo entero instalado en un armazón móvil y un suelo de listones blancos de madera. Comprobó después que toda la casa tenía el mismo parquet. Las líneas negras de los intersticios y el color blanco de los listones otorgaban al suelo el aspecto de un papel de caligrafía o un estudio de perspectiva para dibujar escorzos. La puerta cerrada de la izquierda daba a una simple cocina. La segunda parte del salón se extendía hasta el fondo, ocupando el lado contiguo a la cocina. Un sofá, una alfombra descolorida (¿antes carmesí?), una pequeña cómoda de tres cajones con un teléfono encima y otro espejo de cuerpo entero componían el resto del mobiliario. Los dos espejos, frente a frente, inventaban el infinito. Sólo había un adorno en la pared, una fotografía enmarcada de tamaño medio. Muy rara, por cierto. Mostraba la cabeza y el tronco de un hombre de espaldas sobre un decorado negro. El cabello oscuro y bien cortado y la chaqueta se mezclaban de tal modo con las tinieblas circundantes que únicamente las orejas, la semiluna del cuello y el borde de la camisa resultaban visibles. A Clara le recordó una pintura surrealista.

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