José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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La dejaron sola. Los oyó charlar en el porche despreocupadamente.

¿Qué significado había tenido aquella exploración de Uhl? ¿Era una forma de valorar la textura de su piel? No lo creía. Se había sentido bastante incómoda durante el examen.

Cuando sonó el temporizador, Gerardo regresó a su campo visual con guantes de caucho nuevos y cogió otro bote de pintura.

– Justus es el jefe -susurró-. Es un poco especial, ya lo irás conociendo. ¿Cuál viene ahorita? Ah, sí, el tono 36.

A mediodía la llamaron a comer. Tenía la bandeja sobre la mesa de la cocina, plastificada como las de los aviones. Contenía un sándwich de pollo y verdura, un yogur, un zumo de Aroxén y medio litro de agua mineral. Comió sola (ellos habían decidido comer en el porche), descalza y desnuda, con una empalizada de veinticinco líneas en color rosa carne pintadas en su vientre y numeradas. Tras un rápido paso por el aseo, la tarde prosiguió sin pausas. Le pintaron otras cuarenta rayas, esta vez en la espalda. El calendario de un náufrago. Las últimas ascendieron por la curva de sus nalgas. Se marchaban, regresaban para ver el efecto, a veces tomaban fotos. Clara intentaba convencerse a sí misma de que todo aquello era un preámbulo, de que al día siguiente las cosas serían distintas. No quería admitir que la primera jornada de trabajo en la Fundación le estaba resultando decepcionante.

En un momento dado, oscureció. Y ella todavía no había visto el paisaje que la rodeaba.

– Esta noche no te duches ni te pongas nada encima de las líneas -indicó Gerardo-. Te acuestas en el colchón boca arriba con el temporizador al lado. El temporizador sonará cada dos horas. Cada vez que suene te das la vueltecita, como una tortilla de papas.

– Ajá, muy bien.

– Mañana, a primera hora, regresamos.

– Ajá.

– La cena está en la cocina. Y recuerda: cuando oigas el temporizador, zas, te das la vuelta. -Movía las manos.

– Como la tortilla de papas -dijo Clara.

– Exacto.

Los ojos de Gerardo brillaban mientras sonreía. Se oyó la llamada de Uhl. El joven desapareció velozmente.

Sucedió en plena noche, durante el segundo aviso del temporizador.

Clara, bocabajo sobre el colchón, despertó de su ligera duermevela. Mientras se daba la vuelta con ojos somnolientos percibió que el color de la oscuridad se transformaba.

Fue algo muy fugaz, un parpadeo. Giró la cabeza y miró hacia la ventana del dormitorio, a su izquierda. Sólo veía sombras, líneas de árboles y ramas, pero estaba segura de que un instante antes aquellas sombras habían sido distintas. Se incorporó, y sus codos hundieron el colchón. Contuvo el aliento. Escuchó. ¿Se oían pasos en la hierba, junto a la ventana? Era difícil saberlo, porque los árboles se azotaban entre sí a golpe de viento.

Rastreó las tinieblas con la mirada. Observó sus piernas desnudas y extendidas como líneas paralelas. En la habitación sólo había tres objetos: ella, el temporizador y el colchón. El temporizador, a su espalda, desgranaba los segundos.

Se levantó y avanzó con tímidos pasos hacia la ventana. La oscuridad era completa. «Es increíble lo que puede llegar a impresionar una oscuridad como ésta en medio del campo», pensó. Su piel quiso vestirse con la malla del miedo, pero la tersura de la imprimación impedía que se erizara. La ventana era un mundo de líneas negras. Se acercó al cristal. Un monstruo de facciones amarillas flotó ante sus ojos una fracción de segundo, pero ella ya esperaba que el cristal la reflejara y no se asustó.

Afuera no había nadie, o al menos ella no podía verlo. Escuchó. El viento movía las ramas.

Se protegió el cuerpo con los brazos y regresó al colchón. Se acostó boca arriba. Su corazón sonaba como un mazo dentro de sus oídos.

Recordó la tarde en que había salido de su casa para ser imprimada. La sensación que acababa de tener había sido similar a la de entonces, sólo que mucho más intensa.

Le había parecido que alguien la había estado observando desde la ventana justo antes de que sonara el temporizador.

Alguien que se encontraba fuera de la casa, en medio de la noche, vigilándola.

En el círculo está lo terrible.

Con lentitud amenazadora, los Monstruos de la Haus der Kunst vuelven a la vida.

La muchacha que flota en la piscina de cristal con agua contaminada se llama Rita. Es la primera que recibe ayuda porque su esfuerzo es considerable: seis horas diarias haciendo de residuo orgánico con el pelo enredado en plásticos y excrementos no es un trabajo sencillo. El cuadro ha sido adquirido por una empresa sueca y su alquiler mensual ha logrado lo que parecía imposible: que Rita bucee todos los días en ese amnios de mierda y se sienta feliz. En sus ratos de ocio, incluso, disfruta de algo que podría denominarse «vida social» (aunque se queja de que el olor en su cabello persiste). Ahora está respirando en la superficie mientras espera a que descienda el nivel del agua. No podemos ver su rostro pero observamos cómo se mueven sus largas piernas como algas blancuzcas. Y si se queja del pelo, debería pensar en Sylvie. Sylvie Gailor es Medusa, un óleo valorado en más de treinta millones de dólares con un alquiler mensual astronómico. Ello es debido a que las diez culebras vivas y pintadas de azul ultramar que se retuercen en su cabeza han de ser alimentadas y repuestas con cierta frecuencia. Tienen la longitud de una mano adulta y se hallan oprimidas por un delicado corsé de alambres en forma de cabellos que sólo les permite mover cola y cabeza. Las serpientes, en general, no entienden de arte, y se ponen muy nerviosas si las obligamos a soportar seis horas diarias con las escamas aplastadas por unos clips. Algunas mueren en la cabeza de Sylvie, otras se agitan con frenesí enloquecedor. Organizaciones ecologistas y sociedades protectoras de animales han puesto denuncias y protestado ante las puertas de museos y galerías. Ya son viejos conocidos, y resultan minoritarios e inofensivos en comparación con los grupos que se quejan de las otras obras de la colección. Pero nadie piensa en la pobre Sylvie. Bien es verdad que a Sylvie le pagan, pero ¿quién puede pagar lo suficiente sus insomnios, la curiosa repugnancia que le impide peinarse, esa sensación fantasmal que experimenta en ocasiones mientras habla, se ríe, cena en un restaurante o hace el amor, y que le hace pensar que alguien se ha puesto a acariciarle el cabello, o pellizcarle los mechones, o rascarle con dedos sin uñas?

A diez metros detrás de Sylvie tenemos a Hiro Nadei, un anciano japonés pintado en colores ocres que sostiene una flor en su mano derecha, un pequeño jazmín. Hiro es un superviviente real de Hiroshima y tiene sesenta y seis años. Cuando su ciudad reventó en un infierno de átomos, él tenía cinco años de edad y estaba en el jardín trasero de su casa sosteniendo un jazmín con la misma mano. Fue rescatado de los escombros casi ileso. Lo más difícil fue conseguir que abriera la mano derecha, que mantenía cerrada en forma de puño. La abrió un mes después: la flor estaba hecha trizas. Hace dos años, Van Tysch conoció su historia y lo llamó para hacer un pequeño óleo. Al señor Nadei le pareció muy bien: es viudo, vive solo y quiere cerrar el círculo de su vida muriéndose como debió hacerlo en aquel espantoso momento. El óleo, titulado La mano cerrada, ha sido vendido a un norteamericano. En el extremo opuesto de la sala, Kim, un joven filipino, agoniza en la fase terminal del sida. Se exhibe acostado en su cama y pintado en colores mortecinos, con un suero intravenoso clavado como un pincho en el escueto hueso del brazo. Respira con dificultad y a veces necesita oxígeno. Es el sustituto número dieciséis de un cuadro cuya permanencia por sí misma se convierte en arte: un cuadro que durará el tiempo que dure la tragedia humana. Por supuesto, no lo hace por dinero. Como todos sus predecesores, Kim desea morir siendo obra de arte. Quiere que su muerte signifique algo. Desea contribuir a que la obra perdure, precisamente para que no perdure. Stein ha sabido resumirlo en una frase genial (le salen muy bien las sentencias de este estilo): Fase terminal es el primer cuadro de la historia del arte que empezará a ser hermoso cuando deje de existir. Cerca de Fase terminal se exhibe La mu ñ eca. Jennifer Halley, un lienzo de ocho años, está de pie pintada de rosa con un vestido negro, acunando entre sus brazos a una muñeca. Pero la muñeca está viva y tiene el aspecto de uno de esos embriones famélicos de vientre de uva negra que asoman la cabeza desde el pozo del Tercer Mundo. No obstante, el aparente niño es un adulto, un lienzo enano y acondroplásico llamado Steve. Steve está desnudo, pintado en tonos oscuros, y llora y se agita en brazos de Jennifer. Más allá está el ahorcado, oscilando en su patíbulo. Junto a él, las muchachas torturadas. Ese olor pungente que nos hace llorar procede del Hitler vestido con pieles cosidas de animales muertos. Los retrasados mentales en traje de ejecutivos disfrutan con los colores de sus corbatas y con la saliva que resbala por ellas como un diamante. Hoy martes 27 de junio de 2006 han visitado la increíble exposición cuatro mil personas. Debido a la lentitud de los filtros de Seguridad, resulta imposible admitir a todos los que esperan en la larga fila humana más allá de las escalinatas de la Haus der Kunst. Los que no han podido verla tendrán que regresar mañana. Los Monstruos finalizan su jornada. Los cuadros que tienen cerebro, conciencia, extremidades y rostros, logran alegrarse y saludan a sus compañeros. Ha llegado el descanso. Pero ninguno mira hacia el podio circular del centro de la sala.

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