José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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En el círculo está lo terrible.

Allí se encuentran los Monstruos de verdad.

Con un aullido de grúa, el cristal protector que los rodeaba comenzó a levantarse. Cinco técnicos y otros tantos agentes de Seguridad aguardaban al pie del gran podio. El cristal es pesado, hermético, tarda un minuto en subir por completo. Se trata de un cilindro transparente de quince centímetros de grosor cubierto con un techo del mismo material. Durante los primeros meses de gira aquel techo no existía. Se pensaba que una barrera antibalas de tres metros de altura era más que suficiente para protegerlos. Pero durante la exhibición de París en enero de 2006 un visitante les arrojó mierda. Era la suya (después lo confesó), la llevaba en el bolsillo y el detector de metales no lo advirtió, tampoco la cinta de rayos X, ni el doppler corporal, ni los programas de análisis de imágenes que indagan en las ropas abultadas, los vientres de las embarazadas y los carritos de bebé. En el siglo XXI -afirmó un periodista a raíz de este suceso- aún es posible hacer terrorismo con mierda. Quién sabe, a lo mejor en el XXII ya no se podrá. El excremento, arrojado con pericia cuando el visitante alcanzó la primera fila y se situó junto al cordón de seguridad, describió una parábola en el aire. Pero el agresor no encestó: las heces rebotaron en el borde del cristal y se esparcieron entre el público. «¿Les ha sucedido alguna vez -preguntaba el mismo periodista a sus lectores-, estando de visita en un museo de arte moderno, sentir como si les cayera mierda en los ojos?» Un poco así.

Desde entonces, la barrera protectora de los hermanos Walden también dispone de techo.

– ¿Qué tal, Hubert?

– Bien, Arnold, ¿y tú?

– No muy mal, Hubert.

Las ropas grises de exhibición de los dos hermanos se desprendían fácilmente con una cremallera oculta en la parte posterior. Al quedar desnudos, Hubertus y Arnoldus Walden parecían dos inmensos luchadores de sumo atendidos afanosamente por sus entrenadores. Los técnicos les colocaban los albornoces con sus respectivos nombres y ellos los ataban a sus planetarios vientres, que hacían sombra a unos genitales diminutos y depilados como huevos de codorniz.

– Un día os equivocaréis de albornoz y el precio del cuadro bajará.

Los técnicos reían al unísono la ocurrencia, porque habían recibido la orden de no contrariarlos.

– Dame este algodón, Franz -dijo Arnoldus-. Me lo frotas con tanta delicadeza como si yo fuera tu mamá.

– Os ha vuelto a llamar el señor Robertson -comentó un ayudante.

– Nos llama todos los días -se burló Hubertus-. Sigue pensando en hacer una película sobre nosotros con ese escritor norteamericano que ha recibido el Nobel.

– Pertenece a la nueva inteligentsia -dijo Arnoldus.

– Nos cuida.

– Nos quiere.

– Nos quiere comprar, Arno.

– Eso es lo que he dicho, Hubert. ¿Puedes rociarme más la espalda con el disolvente, Franz? Me pica la pintura.

– Sólo le interesamos a ese viejo hijo de puta porque quiere comprarnos.

– Sí, pero el Maestro no nos venderá a ese cabrón.

– O sí, no podemos saberlo. Sus ofertas son interesantes, ¿no es cierto, Karl?

– Creo que sí.

– «Cree» que sí. ¿Has oído, Arno…? Karl «cree» que sí.

– Cuidado con el primer escalón del podio…

– Ya lo sabemos, imbécil. ¿Es que eres nuevo? ¿Has empezado a trabajar hoy en Conservación…? Nosotros no somos nuevos, idiota.

– Somos viejos. Somos eternos.

A la niña Jennifer Halley ya le habían quitado el vestido. Llevaba encima tan sólo un par de calcetines blancos con pompones de adorno (Steve, el modelo acondroplásico, estaba siendo retirado en un carrito). Varios técnicos frotaban el lustroso cuerpecito de Jennifer con algodones humedecidos en disolvente. Cuando los Walden pasaron junto a ella, Hubertus intentó una reverencia, aunque lo único que logró fue inclinar la cabeza sobre su triple papada.

– ¡Adiós, mi virginal princesa de cuento de hadas! ¡Que sueñes con los angelitos!

La niña se volvió hacia él y le hizo un corte de mangas. Hubertus no perdió la sonrisa, pero mientras se bamboleaba como un barco escorado en dirección a la salida entornó los párpados hasta convertir su mirada en un par de guiones oscuros.

– Qué maleducada es la putita. Me entran ganas de enseñarle modales.

– Pídele a Robertson que la compre y la instale en su casa, y le enseñaremos modales entre los dos.

– No digas idioteces, Arno. Además, prefiero los langostinos a las ostras, ya lo sabes… ¿Quiere hacer el favor de apartarse, si no le importa, señorita? Tenemos que pasar.

La muchacha de Conservación se quitó de en medio de un salto, sonriendo y pidiendo disculpas. Estaba atendiendo a los retrasados mentales. Impetuosos, los hermanos Walden continuaron su camino seguidos de cerca por una comitiva de agentes. El albornoz de Hubertus era morado, el de Arnoldus zanahoria con reflejos verdes; estaban forrados de dos capas de terciopelo y sus cinturones podrían haber atado a siete hombres adultos.

– Hubert.

– Dime, Arno.

– Debo confesarte algo.

– ¿…?

– Ayer te robé el discman. Está en mi taquilla.

– Yo debo confesarte algo a ti, Arno. -Dime Hubert.

– Mi discman está jodidamente estropeado. Entre risitas de sopranos, los dos enormes gemelos salieron de la sala de exhibición por una puerta de emergencia.

La Haus der Kunst de Munich es un paralelepípedo blancuzco cribado de columnas que se encuentra junto al Jardín Inglés. Sus detractores lo llaman «La Salchicha Blanca». Había sido inaugurado durante un desfile clamoroso setenta años antes por Adolf Hitler, que quiso convertirlo en símbolo de la pureza del arte alemán. En el desfile figuraban jovencitas disfrazadas de ninfas que se movían como muñecas y parpadeaban como accionadas por un interruptor. Al Führer no le gustó aquella forma de parpadear. Coincidiendo con la fastuosa inauguración, se estrenó otra más pequeña pero no menos importante titulada «Arte degenerado», donde se exhibían las obras de los pintores proscritos por el régimen como Paul Klee. Los hermanos Walden conocían aquella historia, y no podían dejar de preguntarse, mientras avanzaban rebosantes y mayestáticos por los pasillos del museo en dirección al vestuario, en cuál de las dos colecciones los hubiera incluido a ellos el gran mandatario nazi. ¿En la que simbolizaba la pureza del germanismo? ¿En la de «Arte degenerado»?

Círculos. A Arno le gusta dibujar círculos. Él mismo se representa como una figura de círculos encadenados: arriba, la cabeza; el vientre es todo el cuerpo; dos piernecitas a los lados.

– ¿De qué te quejas tanto, Hubert?

– Tengo la piel muy sensible desde que me cambiaron el apresto de cola, Arno. Después de la ducha de disolventes me escuece.

– Es curioso, a mí me pasa lo mismo.

Se encontraban en la sala de etiquetado, completamente vestidos, peinándose con la raya a un lado. Los técnicos acababan de colocarles las etiquetas y servirles la suntuosa cena de mariscos, de la que ambos habían dado buena cuenta.

Los Walden eran dos seres simétricos, una de las raras fotocopias exactas de la naturaleza. Como suele ocurrir en estos casos, usaban idéntica ropa (hecha a medida por sastres italianos) y se cortaban el pelo de igual forma. Cuando uno enfermaba, el otro no tardaba en seguir sus pasos. Tenían gustos similares y se irritaban con molestias parecidas. Estaban diagnosticados desde niños del mismo síndrome (obesidad, esterilidad y conducta antisocial), habían ido a los mismos colegios, desempeñado iguales trabajos en las mismas empresas y estado en las mismas cárceles al mismo tiempo acusados de los mismos delitos. En sus antecedentes clínicos y penales figuraban idénticas palabras: «pederasta», «sicópata» y «sadismo». Van Tysch los había llamado a la vez un día de otoño de 2002, poco después de que hubieron salido absueltos en el juicio por el atroz asesinato de Helga Blanchard y su hijo, y los había convertido simultáneamente en obras de arte.

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