– Proteger ojos -dijo.
Fueron las últimas palabras que le dirigieron hasta el aterrizaje.
Hubo un entreacto sin tinieblas durante el vuelo: le alzaron el antifaz para presentarle una larga línea vertical incrustada en un vaso de plástico con cierre hermético. Bebió, aunque no tenía sed. Era un zumo. Comprobó que afuera, en la cabina y en el mundo, había anochecido. Al tiempo que sostenía el vaso para que bebiera, el operario tanteaba las bandas elásticas de sus axilas, cintura y muñecas asegurándose de que no estuvieran muy apretadas. Las etiquetas fueron colocadas en distinta posición para evitar roces prolongados. Otro operario examinó su vientre con una linterna de médico. Le aflojaron ligeramente la banda central. No se movió (aunque hubiera podido hacerlo) porque no le importaba permanecer en la misma postura durante un día entero. Cuando acabaron de acomodarla, volvieron a colocarle el antifaz.
Percibió el aterrizaje como un feto percibiría el descenso de su madre en una noria. Ello le hizo comprender que existe algo dentro de nosotros, impalpable, que establece el sentido de las direcciones, los arribas y abajos, la aceleración y el freno. Una conciencia de flecha, o de línea, por así decirlo. La inercia la manejó como un bailarín poderoso: hacia adelante, hacia atrás. Entonces el tampón violento de las ruedas selló la tierra.
– Cuidado… Escalón… Cuidado… Escalón…
La sostuvieron de los brazos mientras descendía por la escalerilla. Recibió una paletada de Amsterdam en forma de aire nocturno. Holanda magreó sus piernas, alzó los bordes de su mortaja de plástico, acarició su vientre y su espalda tibia. Era prometedor sentirse así de acogida por aquella Holanda desvergonzada y fresca con olor a gasóleo y motores de reacción. La etiqueta del cuello apuntó hacia la izquierda con un golpe de viento.
Se habían detenido en una zona apartada del aeropuerto de Schiphol. Luces parpadeantes constituían el decorado. Al pie de la escalerilla aguardaba otro operario con una carretilla de transporte. Las llamaban «cápsulas». Clara las había visto antes pero nunca había viajado en una. Constaban de una camilla y una tapadera. La camilla era semejante a la del avión, con el respaldo alzado; la tapadera era de plástico con orificios para respirar y más pegatinas de aviso. Cuando cerraron esta última sobre su cabeza dejó de escuchar ruidos pero pudo seguir contemplando el exterior a través del plástico. Le habían quitado el antifaz. Se encontraba mucho más cómoda que en el avión (podía, por ejemplo, estirar las piernas), pero no le importó demasiado aquella ventaja. El operario se situó detrás y empezó a empujar.
Recorrieron unos cuantos metros hacia un edificio lineal de techo bajo, más allá del cual se alzaban las esbeltas líneas de la torre de control. Un letrero - Douane, Tarief - destellaba en letras de molde informáticas. Figuras tunicadas, músculos, desnudeces, cuellos con etiquetas naranjas o azules, rostros sin cejas, piel imprimada y brillante, cabelleras arco iris, cabezas calvas y tersas, chicos y chicas jóvenes, adolescentes, niños y niñas, hermosos monstruos aguardando al aire libre en la oscuridad oscilante de las luces, imágenes canónicas pero todavía inacabadas, modelos aún sin modelar (le llamó la atención un ser inefable en silla de ruedas, rapado e imprimado, que volvió la cabeza a su paso para contemplarla con semblante de alienígena drogado), aguardaban en fila para pasar por la aduana. Muchos habían viajado en transportes colectivos, a veces sin personal de custodia porque no se precisaba de ningún equipo especial para trasladarlos. A ella le fascinó el copioso tráfico de obras de arte que existía en Holanda. Nada de eso ocurría en España, donde la inmigración artística, entre otras muchas, no estaba regulada. ¿Cuánto podían costar cada una de aquellas piezas? La más barata, calculó, no menos de mil dólares.
Su cápsula penetró directamente en el edificio sin esperar turno. Era semejante a un hangar con cintas transportadoras y largas mesas de aduana. Empleados de uniforme azul levantaban los brazos repitiendo instrucciones concisas. Todo estaba detallado, regulado, indicado, previsto. La estacionaron junto a un mostrador. Los trámites fueron simples: sellado de formularios, comprobación de etiquetas. Luego la desplazaron a una habitación adyacente. Cuando abrieron la tapadera, una mezcla de perfumes masculinos y femeninos anegó su olfato. Un hombre y una mujer, sonrientes, silenciosos, con guantes quirúrgicos a juego con el color de sus trajes y sendas tarjetas azul oscuro en las solapas (sección de Conservación, recordó ella) la estaban aguardando. La habitación era un despacho: mesa, sillas, dos salidas, una puerta abierta. Alguien cerró la puerta y a ella le pareció como si se quedara sorda durante un segundo.
– ¿Cómo se encuentra? ¿Bien? Mi nombre es Brigitte Paulsen, mi compañero es Martin van der Olde. ¿Puede levantarse? Despacio, no hace falta que se apresure.
La brusca intromisión del castellano musical de la mujer la sorprendió al principio. Había creído que seguirían tratándola como hasta entonces, como un simple material. De repente comprendió el porqué de aquel recibimiento. Pertenecían a Conservación, y en Conservación procuraban siempre que la obra se encontrara cómoda. Colocó los pies descalzos en el suelo -las uñas imprimadas reflejaban las luces del techo- y se levantó sin ayuda y sin dificultad alguna.
– Estoy bien, gracias -dijo.
– El señor Paul Benoit, director de Conservación de la Fundación Bruno van Tysch, lamenta no haber podido recibirla en persona y me encarga que le dé la bienvenida a Holanda -sonrió la mujer-. ¿Ha tenido buen viaje?
– Muy bueno, gracias.
– Yo poco español -intervino el hombre rubio enrojeciendo-. Lo siento.
– No se preocupe -dijo Clara.
– ¿Necesita algo? ¿Quiere algo? ¿Desea decir algo?
– Ahora mismo me encuentro a gusto y no necesito nada -contestó Clara-, muchas gracias.
– ¿Me permite? -La muchacha cogió la etiqueta de su cuello.
– Perdón -dijo el hombre alzándole el brazo con la mano izquierda enguantada y cogiendo con la derecha la etiqueta de su muñeca.
– Sorry -dijo un tercer individuo (a quien ella aún no había visto) deslizándose por el suelo para atrapar la etiqueta de su tobillo.
«La verdad, te reconforta que te traten como a un ser humano de vez en cuando», pensó. Todas las criaturas del universo y la mayoría de los objetos naturales y artificiales agradecen el trato cariñoso, por eso Clara no se avergonzó de pensar esto. Los rayos láser se deslizaron como arañazos (líneas rojas paralelas) por los rectilíneos códigos de barras de sus tres etiquetas. Permaneció sonriente e inmóvil durante la inspección, observando de hito en hito a la mujer: decidió que era bonita pero que estaba maquillada en un tono muy oscuro. Además, había exagerado el colorete y daba la impresión de haber sido doblemente abofeteada.
Luego la desnudaron: le sacaron la túnica de plástico acolchada por la cabeza y le desprendieron el top y la minifalda. Las lámparas del techo se reflejaron en su anatomía como anguilas de luz.
– ¿Se siente bien? ¿Se marea? ¿Está cansada?
La muchacha practicaba su castellano Berlitz mientras le tomaba el pulso con dedos delicados como pinzas. Durante los silencios, Clara oía ecos de preguntas en otro idioma provenientes de una habitación contigua. ¿Habrían recibido más material? ¿Quién sería? Le apetecía verlo.
Cambiaron de instrumento y la examinaron con una especie de teléfonos móviles que emitían zumbidos. Dedujo que estaban analizando su integridad. Axilas, costados, nalgas, muslos, corvas, vientre, pubis, rostro, pelo, manos, pies, espalda, rabadilla. Los instrumentos no la tocaban: eran grillos de ojos rojizos que cantaban en un mismo tono flotando a dos centímetros de su piel. Ella les facilitaba la tarea levantando los brazos, abriendo la boca o separando las piernas. Durante un fugaz instante de pánico se preguntó qué sucedería si le encontraban un desperfecto. ¿La devolverían a su lugar de origen?
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