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Joe Hill: Fantasmas

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Joe Hill Fantasmas

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Imogene es joven y guapa. Besa como una actriz y conoce absolutamente todas y cada una de las películas que se han filmado. El caso es que también está muerta y a la espera de Alec Sheldon en el teatro Rosebud una tarde de 1945… Arthur Rod es un niño solitario con unas ideas brillantes y un don para atraer los malos tratos. No es fácil hacer amigos cuando eres el único chico hinchable de tu ciudad… Francis no es feliz. Francis fue humano una vez, pero eso tuvo lugar hace ya algún tiempo. Ahora es una langosta de dos metros y medio de altura, y todo el mundo en Calliphora se estremece cada vez que lo escuchan cantar… John Finney está encerrado en un sótano lleno de manchas de sangre que pertenecen a los asesinatos de otra media docena de chicos. Con él en el sótano hay un viejo teléfono, desconectado desde hace mucho tiempo, pero que cada noche suena con llamadas de los muertos…

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Eddie Carroll anunció que estaba buscando a Peter Kilrue, a lo que el hombre gordo respondió inclinando la cabeza en dirección a la puerta, el mismo gesto de «sígueme» que había empleado para dirigirlo a la entrada de la casa. Después se volvió y le dejó paso.

El recibidor estaba en penumbra y las paredes cubiertas de marcos de fotografía inclinados. Una estrecha escalera conducía a la segunda planta. En el aire había un olor húmedo y extrañamente masculino… a sudor, pero también a masa de tortitas. Carroll lo identificó de inmediato, pero también de inmediato decidió hacer como que no había notado nada.

– Vaya montón de mierda, este recibidor -dijo el hombre gordo-. Déjeme que le cuelgue el abrigo. No solemos tener visitas.

Su voz era alegre y chillona. En cuanto Carroll le tendió su abrigo, se dio la vuelta y gritó en dirección a las escaleras:

– ¡Pete! ¡Visita!

El brusco cambio del tono sobresaltó a Carroll. Entonces el suelo de madera crujió sobre sus cabezas y un hombre delgado con chaqueta de pana y gafas de montura de plástico cuadrada apareció en lo alto de las escaleras.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó.

– Me llamo Edward Carroll y edito una colección de antologías. America's New Best Horror. -Miró a Kilrue esperando que su cara demostrara alguna reacción, pero éste permaneció impasible-. Leí uno de sus cuentos, Buttonboy, en True North y me gustó bastante. Me gustaría incluirlo en la antología de este año. -Hizo una pausa y a continuación añadió-: No ha sido fácil dar con usted.

– Suba -dijo Kilrue desde lo alto de la escalera, dando un paso atrás.

Carroll empezó a subir mientras abajo el hermano gordo caminaba por el pasillo con el abrigo de Carroll en una mano y el correo en la otra. Entonces se detuvo de golpe y miró hacia lo alto de la escalera agitando un sobre de estraza.

– ¡Eh, Pete! ¡Ha llegado la pensión de mamá! -dijo con voz temblorosa de emoción.

Para cuando Carroll llegó al final de la escalera Peter Kilrue ya caminaba en dirección a una puerta abierta al final del pasillo. Todo en la casa parecía deforme, hasta el pasillo, y el suelo daba la impresión de estar inclinado hasta el punto qué Carroll tuvo que sujetarse a la pared para conservar el equilibrio. Faltaban tablones y sobre el hueco de la escalera colgaba una inmensa araña de cristal cubierta de pelusas y telarañas. En algún lugar lejano de la memoria de Carroll resonaban los primeros compases de la banda sonora de La familia Addams en un carillón que tocaba un jorobado.

Kilrue ocupaba un pequeño dormitorio abuhardillado. Contra una de las paredes se hallaba una mesa pequeña de madera con la superficie desconchada, sobre la cual había una máquina de escribir eléctrica encendida con una hoja de papel metida en el rodillo.

– ¿Estaba trabajando? -preguntó Carroll.

– No puedo parar -contestó Kilrue.

– Eso está bien.

Kilrue se sentó en el jergón y Carroll dio un paso dentro de la habitación. No podía avanzar más sin darse en la cabeza con el techo. Peter Kilrue tenía unos ojos extraños, desvaídos, y con los párpados enrojecidos, como si los tuviera irritados. Miraba a Carroll sin pestañear.

Éste le habló de la antología y le dijo que le pagaría doscientos dólares además del porcentaje de derechos de autor. Kilrue asintió sin demostrar sorpresa ni curiosidad alguna por los detalles. Su voz era entrecortada y femenina. Le dio las gracias a Carroll.

– ¿Qué le pareció el final? -preguntó de repente, sin previo aviso.

– ¿De Buttonboy? Me gustó. Si no me hubiera gustado, no querría publicarlo.

– En la Universidad de Kathadin lo odiaron. Todas esas niñas de papá con sus faldas escocesas. Odiaron muchas partes del relato, pero sobre todo el final.

Carroll asintió.

– Porque no se lo esperaban. Probablemente se llevaron un buen susto. Ese tipo de finales chocantes ya no están de moda.

Kilrue dijo:

– En la primera versión que escribí el gigante estrangula a la chica, y cuando ésta está a punto de perder el conocimiento se da cuenta de que el otro hombre se dispone a coserle el cono con unos botones. Pero me entró el pánico y lo cambié, Creo que Noonan no lo hubiera publicado así.

– En la literatura de terror, a menudo lo más potente es lo que se deja fuera -repuso Carroll, en realidad por decir algo. Tenía la frente cubierta de un sudor frío-. Voy al coche a coger unos formularios. -Tampoco estaba seguro de por qué había dicho eso. No tenía ningún formulario en el coche, pero de repente sentía una necesidad imperiosa de respirar aire fresco.

Agachó la cabeza y retrocedió hasta el pasillo, haciendo esfuerzos para no echar a correr. Cuando llegó al final de la escalera dudó un momento, preguntándose dónde habría puesto su abrigo el hermano obeso de Kilrue. Echó a andar por el corredor, que se volvía más y más oscuro conforme avanzaba por él.

Bajo las escaleras había una puerta pequeña, pero cuando giró el pomo de bronce no se abrió. Siguió avanzando por el pasillo buscando un armario. De algún lugar cercano llegaban el chisporroteo de grasa friéndose, olor a cebollas y el sonido seco de un cuchillo. Empujó una puerta que había a su derecha y se encontró con un comedor para invitados con las paredes decoradas con cabezas de animales disecadas. Un haz de sol oblicuo iluminaba la mesa cubierta con un mantel, rojo y con una esvástica en el centro.

Carroll cerró la puerta con cuidado. A su izquierda había otra abierta que permitía ver la cocina. El hombre gordo estaba detrás de una encimera, con el pecho desnudo y cubierto de tatuajes, cortando lo que parecían ser cebollas con un cuchillo de carnicero. Tenía los pezones agujereados con aros de acero. Cuando Carroll se disponía a dirigirse a él, el hombre gordo salió de detrás de la encimera y se dirigió hacia el fuego, para remover algo que se freía en una sartén. Sólo llevaba puesto un tanga y sus pálidos glúteos, sorprendentemente delgados, temblaban con cada movimiento. Carroll retrocedió hacia la oscuridad del pasillo y, pasado un momento, siguió andando con cuidado de no hacer ruido.

Este pasillo era aún más irregular que el del piso superior, visiblemente desigual, como si un terremoto hubiera sacudido la casa, desencajándola, de modo que la parte delantera ya no casaba con la trasera. No sabía por qué no daba la vuelta, no tenía ningún sentido seguir adentrándose más y más en aquella extraña casa, pero sus pies lo arrastraban.

Abrió una puerta situada a su izquierda, cerca del final del pasillo. El mal olor y un zumbido de moscas furiosas le hicieron retroceder mientras le envolvía un desagradable calor, que delataba la presencia de un cuerpo humano. Era la habitación más oscura de todas las que había visto y parecía ser un cuarto de invitados. Se disponía a cerrar la puerta cuando escuchó algo que se movía bajo las sábanas de la cama. Se tapó la nariz y la boca con la mano y reunió fuerzas para dar un paso adelante, mientras sus ojos se habituaban a la penumbra.

En la cama había una anciana de aspecto frágil con la sábana enrollada en la cintura. Estaba desnuda y parecía intentar rascarse, con los brazos esqueléticos levantados sobre la cabeza.

– Discúlpeme -musitó Carroll desviando la mirada-. Lo siento mucho.

Una vez más se dispuso a cerrar la puerta, pero entonces se detuvo y miró otra vez hacia el interior de la habitación. La anciana se movió de nuevo bajo las sábanas. Tenía los brazos extendidos sobre la cabeza. Fue el hedor a carne humana que desprendía lo que le hizo pararse y mirarla fijamente. Conforme sus ojos se acostumbraron a la oscuridad vio que una cuerda rodeaba las muñecas de la anciana, sujetándolas al cabecero de la cama. Tenía los ojos entrecerrados y respiraba con estertores. Bajo los sacos de piel que eran sus senos se le transparentaban las costillas. Las moscas zumbaban. La mujer sacó la lengua de la boca y se la pasó por los labios resecos, pero no emitió palabra alguna.

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