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Joe Hill: Fantasmas

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Joe Hill Fantasmas

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Imogene es joven y guapa. Besa como una actriz y conoce absolutamente todas y cada una de las películas que se han filmado. El caso es que también está muerta y a la espera de Alec Sheldon en el teatro Rosebud una tarde de 1945… Arthur Rod es un niño solitario con unas ideas brillantes y un don para atraer los malos tratos. No es fácil hacer amigos cuando eres el único chico hinchable de tu ciudad… Francis no es feliz. Francis fue humano una vez, pero eso tuvo lugar hace ya algún tiempo. Ahora es una langosta de dos metros y medio de altura, y todo el mundo en Calliphora se estremece cada vez que lo escuchan cantar… John Finney está encerrado en un sótano lleno de manchas de sangre que pertenecen a los asesinatos de otra media docena de chicos. Con él en el sótano hay un viejo teléfono, desconectado desde hace mucho tiempo, pero que cada noche suena con llamadas de los muertos…

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Se encontró caminando de un lado a otro de su despacho, demasiado nervioso para sentarse, con el cuento de Buttonboy abierto en una mano. Vio su reflejo en el cristal de la ventana detrás del sofá y su sonrisa se le antojó casi indecente, como si acabara de escuchar un chiste particularmente grosero.

Carroll tenía once años cuando vio La guarida en The Oregon Theatre. Había ido con sus primos, pero cuando se apagaron las luces y la oscuridad engulló a sus acompañantes Carroll se encontró solo, encerrado en su propia y sofocante cámara oscura. En algunos momentos tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no taparse los ojos y sin embargo sus entrañas se estremecían en un escalofrío nervioso, pero placentero. Cuando por fin se encendieron las luces todas sus terminaciones nerviosas estaban activadas, como si hubiera tocado un cable de cobre electrificado. Una sensación a la que pronto se volvió adicto.

Más tarde, cuando empezó a trabajar y el terror se convirtió en su oficio la sensación se aplacó. No desapareció, pero la experimentaba con cierta distancia, más como el recuerdo de una emoción que como la emoción en sí. Recientemente, el recuerdo se había disipado y dado paso a una amnesia aturdida, a una somnolienta falta de interés cada vez que miraba el montón de revistas sobre su mesa del salón. O no. Había ocasiones en que sí sentía miedo, pero era miedo a otra cosa.

En cambio, esto que experimentaba en su despacho, con la violencia de Buttonboy todavía fresca en su cabeza, era un auténtico chute. El cuento había activado un resorte en su interior que le había dejado vibrando de emoción. Era incapaz de estarse quieto, había olvidado lo que significaba estar eufórico. Tratando de recordar la última vez que había publicado -si es que lo había hecho alguna vez- una historia que le hubiera gustado tanto como Buttonboy, fue hasta la estantería y sacó el último volumen de America's Best New Horror (supuestamente los mejores cuentos de terror norteamericanos publicados hasta la fecha), curioso por comprobar lo que le había emocionado de ellos. Pero cuando buscaba el índice de contenidos abrió por casualidad la página de la dedicatoria que había escrito a su entonces todavía esposa en un confundido arrebato de afecto:«A Elizabeth, que me ayuda a encontrar el camino en la oscuridad». Leerla ahora le ponía la carne de gallina.

Elizabeth le había dejado después de que él descubriera que llevaba un año acostándose con su agente de inversiones. Ella se marchó a vivir con su madre llevándose a la hija de ambos, Tracy.

– En cierto modo me alegro de que nos descubrieras -le había dicho por teléfono unas semanas después de su marcha-. De haber puesto fin a esto.

– ¿A tu aventura? -le había preguntado él, con la esperanza de que ella fuera a contarle que había roto con su amante.

– No -contestó Lizzie-. Me refiero a toda esa mierda tuya de relatos de terror y toda esa gente que viene a verte, la gente del mundo del terror. Esos gusanos sudorosos a los que se les pone dura delante de un cadáver. Eso es lo mejor de esto, tal vez ahora Tracy pueda tener una infancia normal y yo por fin me relacionaré con adultos sanos y normales.

Ya era bastante malo que le hubiera puesto los cuernos, pero que le echara en cara lo de Tracy de esa manera le ponía absolutamente furioso, incluso ahora, al recordarlo. Devolvió el libro al estante y, encogiéndose de hombros, se dirigió a la cocina a prepararse algo de comer, olvidada ya su excitación. Había estado buscando el modo de quemar esa energía que le impedía concentrarse y resultaba que la buena de Lizzie seguía haciéndole favores a más de sesenta kilómetros de distancia y desde la cama de otro hombre.

Esa misma tarde envió un correo electrónico a Harold Noonan pidiéndole los datos de contacto de Kilrue. Noonan le contestó en menos de una hora, contento de que Carroll quisiera incluir Buttonboy en su nueva antología. No tenía una dirección electrónica de Peter Kilrue, pero sí una postal y también un número de teléfono.

Pero la carta que envió Carroll le fue devuelta con el sello de «DEVOLVER AL REMITENTE», y cuando probó con el número de teléfono le salió una grabación: «El número marcado está fuera, de servicio». Carroll llamó a Noonan a la Universidad de Kathadin.

– Confieso que no me sorprende -le dijo Noonan con una voz acelerada y suave que delataba timidez-. Tengo la impresión de que es una especie de nómada, que va empalmando trabajos a tiempo parcial para pagarse las facturas. Probablemente lo mejor sea llamar a Morton Boyd, de mantenimiento. Supongo que allí tendrán una ficha con sus datos.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

– Fui a visitarlo el pasado marzo. Me acerqué a su apartamento justo después de que se publicara Buttonboy, cuando el escándalo estaba en pleno apogeo. La gente decía que se trataba de un discurso misógino, que la revista debería publicar una retractación y tonterías de ese estilo. Quería que Kilrue supiera lo que estaba pasando. Supongo que pensé que desearía responder de alguna manera, escribir una defensa de su relato en el periódico de la universidad o algo parecido… pero no fue así. Dijo que sería síntoma de debilidad. De hecho, fue una visita bastante extraña. Él es un tipo extraño. No es sólo su escritura, también él.

– ¿Qué quiere decir?

Noonan rió.

– No estoy muy seguro. Veamos. ¿Sabe cuando, por ejemplo, uno tiene fiebre y mira un objeto completamente normal, como una lámpara encima de la mesa, y lo encuentra distinto, raro? Como si se estuviera deshaciendo o preparándose para echar a andar. Los encuentros con Peter Kilrue eran algo así, no sé por qué. Tal vez se deba a la intensidad que manifiesta en relación con cosas tan inquietantes…

Carroll no había conseguido contactar todavía con Kilrue, pero ya le resultaba simpático.

– ¿A qué cosas se refiere?

– Cuando fui a verlo me abrió la puerta su hermano mayor. Estaba medio desnudo. Supongo que estaba pasando allí unos días y era -no quiero parecer insensible-, bueno, la verdad es que era inquietantemente gordo. Y estaba cubierto de tatuajes, también inquietantes. En el estómago tenía un molino de viento de cuyas aspas colgaban cadáveres y en la espalda un feto con los ojos… garabateados por encima, y llevaba un escalpelo en un puño. Y colmillos.

Carroll rió, aunque no estaba seguro de que aquello fuera divertido, y Noonan siguió hablando:

– Pero parecía un buen tipo, de lo más simpático. Me hizo entrar, me sirvió un refresco y nos sentamos todos en el sofá, frente al televisor. Y -ahora viene la parte divertida- mientras hablábamos y yo les explicaba todo lo que sabía sobre el escándalo surgido alrededor del relato, el hermano mayor se sentó en el suelo y Peter empezó a hacerle un piercing.

– ¿Que hizo qué?

– ¡Como lo oye! En plena charla comenzó a perforar la parte superior de la oreja a su hermano con una aguja puesta al fuego. Cuando aquel tipo tan gordo se levantó, parecía que le habían disparado en el lado derecho de la cabeza. Fue como el final de Carrie, como si se hubiera bañado en sangre. Y entonces va y me pregunta si quiero otra Coca-Cola.

Esta vez los dos reímos y, por un instante, compartimos un silencio amistoso.

– Y estaban viendo lo de Jonestown [2]-añadió Noonan bruscamente, como si se acabara de acordar.

– ¿Sí?

– En la televisión, con el sonido apagado. Mientras hablábamos y Peter agujereaba a su hermano. En realidad ése fue el toque final, lo que hacía que esa situación pareciera tan irreal. Estaban emitiendo las imágenes de los cuerpos de la gente aquella de la Guayana francesa, después de beberse el veneno. Las calles cubiertas de cadáveres y los pájaros carroñeros… ya sabe… picoteándolos. -Noonan tragó saliva con fuerza-. Creo que era un vídeo, porque daba la impresión de que las imágenes se repetían, y ellos las miraban… como en trance.

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