Estaba volviéndose punk poco a poco. Cuando él entró a trabajar en Best Video era regordeta y feúcha, con el pelo castaño y corto, ojos pequeños y juntos, y la actitud brusca y distante propia de quienes se saben poco atractivos. Wyatt tenía algo de eso también, y supuso que se harían amigos, pero no fue así. Sarah nunca lo miraba si podía evitarlo, y a menudo pretendía no haberle oído cuando la hablaba. Con el tiempo, decidió que intentar conocerla mejor suponía demasiado esfuerzo y que era más fácil odiarla e ignorarla.
Un día, un tipo mayor entró en la tienda, un mamarracho de cuarenta y tantos años, con la cabeza afeitada y un collar alrededor del cuello del que colgaba una correa. Quería comprar el vídeo de Sid y Nancy y le pidió a Kensington que lo ayudara a buscarlo. Charlaron un rato. Kensington se reía de todo lo que decía, y cuando le llegó el turno de hablar, las palabras salieron de su boca con excitada aceleración. Fue algo asombroso, verla transformada así, en presencia de alguien. Y cuando Wyatt entró a trabajar la tarde siguiente, los vio a los dos en una esquina de la tienda que quedaba oculta desde la calle. Aquel mono de feria la aplastaba contra la pared, tenían las manos entrelazadas y la lengua de ella buscaba apasionadamente la del bola de billar. Ahora, unos meses más tarde, Kensington se había teñido el pelo de rojo brillante, calzaba botas de montaña y usaba sombra de ojos negra. El tachón de la lengua, sin embargo, era nuevo.
– ¿Por qué sangra? -le preguntó.
– Porque me lo acabo de hacer -le respondió sin levantar la vista y con tono avinagrado. Desde luego, el amor no la había vuelto cálida y comunicativa. Continuaba mirándolo enfurruñada cada vez que Wyatt le dirigía la palabra, y lo evitaba como si el aire a su alrededor fuera venenoso, odiándolo como siempre, por razones que nunca le había explicado y nunca le explicaría.
– Supuse que igual te la habías pillado en una cremallera -dijo, y añadió-: Supongo que es una forma de conseguir que siga contigo, ya que no lo va a hacer por lo guapa que eres.
Kensington era imprevisible y su reacción lo cogió por sorpresa. Lo miró con expresión ofendida y barbilla temblorosa y, en una voz que le resultó apenas reconocible, dijo:
– Déjame en paz.
Wyatt se sintió mal, incómodo, y deseó no haberle dicho nada, aunque ella lo hubiera provocado. Kensington le dio la espalda y él alargó el brazo pensando en cogerla por la manga, obligarla a quedarse allí hasta que se le ocurriera cómo hacerle ver que lo sentía, sin llegar a pedirle perdón. Pero ella se giró y le dirigió una mirada furiosa con ojos llorosos. Musitó alguna cosa, de la que sólo entendió parte -la palabra «retrasado» y después algo sobre saber leer-, pero lo que oyó le bastó, y sintió un frío repentino y doloroso en el pecho.
– Abre la boca otra vez y te arranco ese piercing de la lengua, zorra.
Los ojos de Kensington brillaron de furia. Aquélla sí era la Kensington que conocía. Después echó a andar arrastrando sus piernas gruesas y cortas alrededor del mostrador y en dirección al fondo de la tienda. Wyatt la miró resentido y asqueado. Iba a la oficina, a chivarse de él a la señora Badia.
Decidió que había llegado el momento de tomar un descanso y cogió su cazadora de militar y salió por las puertas de plexiglás. Encendió un American Spirit y permaneció apoyado en la pared de estuco con los hombros encogidos. Fumaba y temblaba, mirando furioso al otro lado de la calle, a la ferretería de Miller.
Vio a la señora Prezar aparcar su ranchera en el estacionamiento de la ferretería. En el coche iban también sus dos hijos. La señora Prezar vivía al final de la calle, en una casa de color de batido de fresa. Wyatt le había cortado el césped, no recientemente, sino varios años atrás, cuando trabajaba cortando la hierba de los jardines.
La señora Prezar salió del coche y se encaminó con paso decidido hacia la ferretería, dejando el motor en marcha. Tenía una cara ancha y siempre iba muy maquillada, pero no era fea. Había algo en su boca -el labio inferior era carnoso y sexy- que a Wyatt siempre le había gustado. Su expresión, al entrar en la tienda, era la de un autómata, no dejaba traslucir emoción alguna.
Dejó a uno de los niños en el asiento delantero y al otro en el de detrás, atado en una silla de bebé. El niño sentado delante -se llamaba Baxter, Wyatt se acordaba aunque no sabía por qué- era alto y flacucho, de una complexión delicada que debía de haber heredado de su padre. Desde donde estaba, Wyatt no podía ver gran cosa del bebé, tan sólo una mata de pelo oscuro y un par de manos gordezuelas, moviéndose.
Cuando la señora Prezar entró en la tienda, el niño mayor, Baxter, se giró hacia su hermano pequeño. Tenía una bolsa de golosinas en la mano y la agitó delante de sus ojos, para retirarla en cuanto el pequeño intentó cogerla. Entonces repitió el gesto y, cuando su hermano se negó a dejarse provocar otra vez, se dedicó a darle golpecitos con la bolsa. Así siguieron unos minutos, hasta que Baxter se detuvo para abrir la bolsa de golosinas, llevarse una a la boca y saborearla despacio. Llevaba puesta una gorra de los Twin City Pizza, el antiguo equipo de Wyatt. Se preguntó si Baxter tendría la edad suficiente para jugar en la liga infantil. No parecía, pero tal vez ahora habían rebajado el límite de edad.
Wyatt guardaba buenos recuerdos de la liga infantil de béisbol. En su último año en Twin City casi batió el récord de robar bases. Fue uno de los pocos momentos de su vida en que supo a ciencia cierta que era mejor en algo que cualquier otro niño de su edad. Cuando terminó la temporada acumulaba un total de nueve bases robadas, y sólo una vez lo habían alcanzado. Un lanzador zurdo con cara de torta tocó la base antes de que Wyatt tuviera ocasión de pisarla, y de súbito se encontró titubeando en mitad de un «co-rre-corre», mientras el primer y el segundo base le cerraban el camino por ambos lados y se pasaban la pelota el uno al otro. Wyatt intentó entonces correr hacia la segunda base, con la esperanza de poder saltar y tocarla… pero en cuanto hubo tomado esta decisión se dio cuenta de que era la equivocada, y un sentimiento de desesperación, de estar precipitándose hacia lo inevitable, lo invadió. El segundo base, un chico al que Wyatt conocía, llamado Treat Rendell, la estrella del otro equipo, estaba allí plantado en su camino, esperándolo con sus grandes pies separados, y por primera vez Wyatt tuvo la impresión de que por muy deprisa que corriera no se acercaba lo más mínimo a su meta. No recordaba siquiera el final de la jugada, tan sólo a Rendell allí, cerrándole el paso, esperándolo con los ojos entornados por la concentración.
Aquello fue casi al final de temporada. En los últimos dos juegos, Wyatt no logró batear ni una sola vez, y perdió el récord sólo por dos bases. Ya en el instituto no tuvo oportunidad de jugar, porque siempre estaba castigado por malas notas o mal comportamiento. A mediados de su primer año le diagnosticaron un tipo de dislexia -tenía problemas para conectar las distintas partes de una oración cuando ésta contaba con más de cuatro o cinco palabras; durante años había luchado por interpretar oraciones más largas que el simple título de una película- y le asignaron a un programa de aprendizaje especial con un atajo de retrasados mentales. El programa se llamaba «Super-alumnos», pero en el instituto se conocía como «Supertontos» o «Superbabas». Una vez, Wyatt se encontró una pintada en el lavabo de chicos que decía «hestoy en super-alumnos, y me siento mui orgulloso».
Pasó su último año marginado. No miraba a sus compañeros cuando se cruzaba con ellos por el pasillo, y no intentó entrar en el equipo de béisbol. Treat Rendell, en cambio, ingresó en la universidad directamente en el segundo curso, bateó todas las bolas que le pusieron delante y consiguió dos copas regionales para su equipo. Ahora era policía federal, conducía un Crown Victoria color canela tuneado y estaba casado con Ellen Martin, una rubia de piel blanquísima y unánimemente considerada la animadora más guapa de todas las que, según los rumores, Treat se había tirado.
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